Acabo de leer dos entretenidas piezas de teatro publicadas allá por los años ochenta por nuestro insigne Premio Nobel Mario Vargas Llosa: La señorita de Tacna (1981) y Kathie y el hipopótamo (1983). Ambas sondean problemas similares de la relación entre el escritor y la ficción, y en ambas se puede vislumbrar esa obsesión central que para el novelista peruano ha tenido siempre el asunto aquel de las mentiras y las verdades en el mundo de la literatura.
La historia de una distinguida dama del sur del Perú, que rememora sus años juveniles ante la mente aviesa y curiosa de su sobrino nieto, se erige en el asunto medular de una trama que se equilibra entre la sátira y el sainete. Cuando la Mamaé, una longeva mujer que espera sus últimos años en medio de recuerdos nebulosos y miserias del cuerpo, evoca sus esplendores y glorias pasadas, Belisario -el aspirante a escritor de la familia-, está ahí presto para canibalizar una biografía que puede ser fascinante para su exploración y explotación literaria.
De forma análoga, el deseo de una mujer de querer encarnar sus sueños y anhelos más desaforados en una buhardilla de París, teniendo como cómplice y amanuense a un escritor frustrado que se presta a auxiliarla en el arduo oficio de poner en palabras el relato de sus quimeras, se convierte en una bella estratagema para desarrollar el viejo entredicho que se suscita entre el mundo de la fantasía y el mundo real, entre la realidad de la ficción y la realidad real -según la famosa disyuntiva vasgasllosiana.
El propio autor ha confesado su perplejidad para entender, luego de tantos años dedicados al oficio, el misterioso proceso del surgimiento de las historias, ese dudoso camino que una vez empezado no se sabe muy bien a dónde nos conducirá. Pues si está más o menos claro para un autor de ficciones el tema que termina apoderándose de su obra, no lo está definitivamente el desenvolvimiento que tendrá, ni mucho menos quizá el fin con el que será rematado.
El teatro representa, en los casos comentados, el medio más apropiado para encarnar ese enigma singular que constituye la vivencia de una mentira, pero que sin embargo puede albergar verdades tan profundas como la que podemos extraer de una vida verdadera si sabemos observarla. Porque en el teatro, ese caos azaroso y oscuro de la vida adquiere un orden que nos permite entenderla, o por lo menos seguirla con más cuidado de que lo habitualmente hacemos con ella.
Tanto Belisario en la primera pieza, como Santiago en la segunda, nos ponen en el papel de protagonistas testigos del proceso de gestación y alumbramiento de una obra de ficción. Asistiendo al entramado mismo de donde brotan las historias, describiéndola con precisión de relojero y dejándonos el testimonio de su nacimiento, nos están revelando también el secreto mejor guardado del rol que juegan estos divertimentos que el hombre se ha inventado para salvarse de una vida que se niega rebeldemente a ser única y exclusiva.
Dice Vargas Llosa que así como los animales viven su vida de comienzo a fin, el ser humano no; que su inconformidad con la vida que le ha tocado vivir, que es fuente de infelicidades, insatisfacciones y rebeldías, lo empuja asimismo a la creación de un lujoso juego que se vuelve en la portentosa vía que le permite escapar a ese determinismo unívoco y gris, aunque sea a través de las elucubraciones afiebradas de la imaginación y la fantasía.
Es a ese juego de fingir las mentiras, que la vida no tiene para sentirse completa, que se entregan los personajes en estas dos ficciones fraguadas por nuestro mayor escritor. No olvidemos que el primer amor literario de Vargas Llosa fue el teatro, que su vida como escribidor se estrenó en plena adolescencia con La huída del Inca, una obra de teatro con la que obtuvo su primer premio en su ya dilatada carrera de creador. Y que si las condiciones hubiesen sido las propicias cuando se iniciaba en la literatura, probablemente su actividad principal sería la de dramaturgo. Mas aquí se reivindica, de forma espléndida con el género, con estas magníficas piezas teatrales que nos hacen sentir de la manera más viva que “nuestros apetitos y nuestras fantasías siempre desbordan los límites dentro de los que se mueve ese cuerpo mortal al que le ha sido concedida la perversa prerrogativa de imaginar las mil y una aventuras y protagonizar apenas diez.”
Ya quisiera ver representadas en escena los diálogos y las situaciones que dan vida a los personajes que encarnan en las obras, para confirmar una vez más que “la ficción es el hombre ‘completo’, en su verdad y en su mentira confundidas.”
Lima, 16 de octubre de 2011.
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