sábado, 26 de marzo de 2011

Los cuatro jinetes

Hay varios personajes públicos por los que experimento un rechazo visceral, una especie de repelencia casi física a su sola vista. Cada vez que escucho o leo algún comentario o declaración de cualquiera de ellos, me provocan arcadas morales, se me revuelven las tripas y siento que me irritan hasta la médula. Los evito a toda costa con todos los medios a mi alcance, pero a veces el encuentro es insoslayable, en una emisión de radio, en una referencia periodística o en una presentación televisiva.

Son principalmente cuatro estos malhadados jinetes de mi apocalipsis privado, cuyos solos nombres evocan en mí pensamientos funestos, ideas crispadas y deseos innombrables. Son las perfectas contrafiguras del panteón personal de mis querencias, donde figura una galería exquisita de personalidades de los talentos más diversos y dispares.

El primero es un personajillo de tonsura y sotana, erigido por los vaivenes eclesiásticos en figura de primera línea de la clerecía nacional, mandamás de una religión tradicional por estos pagos del señor. Sus atributos cardenalicios no se compadecen con los signos de los tiempos, como gustan de decir los teólogos. Su afán protagónico, en una sociedad que debería tender hacia el laicismo, cada vez resulta más anacrónico. En toda ocasión que interviene para sermonear a su rebaño, siento que hablara un monje del Medioevo, un ser absolutamente desfasado de la época que le ha tocado vivir.

El otro es un político camaleónico, cuyas virtudes para el acomodo y la transacción oportunista han hecho que transitara por casi todas las tiendas políticas del país en las últimas décadas. Si al comienzo se perfilaba como conspicuo miembro de las fuerzas que apoyaron a Vargas Llosa en su candidatura presidencial, luego lo veíamos engrosando las filas de ciertos grupos que apoyaban a la grosera caterva fujimorista en el periodo siguiente; e inmediatamente ya era nombrado ministro del nuevo gobierno aprista. Y para confirmar su veleidosa carrera, ahora conforma la plancha presidencial de los herederos de la cleptocracia de los noventa.

El tercero y el cuarto son dos periodistas que convocan mis rabias siderales. Cobijados en esa madriguera reaccionaria llamada Correo, desde donde destilan el líquido purulento de la inquina y la materia tóxica de la maledicencia en cada palabra y en cada frase que dicen. Son dos crápulas de mala entraña, epígonos del pensamiento más retrógrado y cavernícola de nuestros tiempos. Uno de ellos, cada vez que puede, que de hecho es casi siempre pues es el director del mismo, se permite la desvergüenza de enfilar sus injurias contra la alcaldesa de Lima, a quien no le perdona el haber derrotado en las urnas a la candidatura que él favorecía. Y el otro, cuya manía predilecta es excretar bazofia escrita, ha llegado al colmo de la majadería de referirse a nuestro entrañable artista Fernando de Szyszlo en términos no solo irrespetuosos, sino francamente en clave de albañal.

Para expresar su punto de vista en relación a la supuesta incompatibilidad entre el cargo que aquel tenía en el Jurado Electoral -al cual desde luego ya renunció-, y su opinión manifestada públicamente sobre la candidatura de la señora Fujimori, no necesitaba descender a esos niveles de sentina para referirse al pintor. Pero no podía dejar de hacerlo -ahora lo comprendo-, pues ese es su elemento preferido, donde se mueve a sus anchas, como todo un experto en los dudosos y viles artes del agravio y del artero ataque personal. Su racismo y homofobia militantes, completan el precioso paisaje espiritual de su alma infecta y retorcida. Alguien debería enseñarle, por más viejo que sea, a respetar a los demás, por más que sus opiniones no concuerden con sus exabruptos ideológicos.

No necesitan ser nombrados, pues el puro instinto profiláctico adivina su caletre.

Lima, 26 de marzo de 2011.

sábado, 19 de marzo de 2011

Temor y temblor

El reciente fenómeno sísmico del Japón nos ha recordado, de forma cruel y dramática que, indefectiblemente, la condición humana está signada por la finitud. La conciencia de su acabamiento hace de la existencia del hombre un precario y maravilloso tránsito sometido a los inexorables vaivenes de la naturaleza y del azar.

El terremoto que ha remecido mortalmente el archipiélago nipón ha dejado una de las secuelas más trágicas de los últimos tiempos, pues además de la cantidad de víctimas que sigue creciendo conforme pasan los días, el peligro de explosión que se cierne sobre varios de los reactores de la central nuclear de Fukushima, tiene en vilo no sólo al país del sol naciente sino a toda la humanidad. En Europa ya se habla de que el siniestro fantasma de la amenaza nuclear recorre el continente.

Son momentos cruciales los que vive la especie humana, sometida a esta prueba de fuego que le plantea la naturaleza, como si el hombre necesitara enfrentarse a estos momentos límites, para darse cuenta que lo que ha hecho hasta entonces no ha sido sino pensar y actuar en su propio beneficio, explotando hasta niveles extremos lo que su capacidad tecnológica y científica le ha permitido, sin reparar racionalmente en la presencia de un medio natural que era violentado por ese afán insensato de explotarlo y saquearlo hasta no más.

Indudablemente que el movimiento telúrico de gran magnitud y el subsiguiente tsunami que se ha ensañado con la tierra de Basho y de Mishima, de Kawabata y de Kenzaburo Oé, era imprevisible; pero lo que sí pudo preverse en todas sus formas y dimensiones era el peligro que entrañaba la construcción de una planta de energía nuclear casi en la misma línea que dibuja el llamado círculo de fuego del Pacífico, ese infernal cruce de caminos que traza la confluencia de las cuatro placas continentales que hace de la zona una de las más vulnerables del planeta.

Todos quienes empujaban optimistas el carro prometedor de la energía nuclear en distintos países del globo, deberán ahora retroceder espantados ante el espectro que han contribuido a despertar. Era absolutamente demencial, después de la horrorosa tragedia de Chernóbil de 1986, seguir esperanzados en este tipo de energía como alternativa a la crisis de los combustibles fósiles que viven los países industrializados. Los expertos sostienen que la energía nuclear no es sostenible, ni económica, ni social ni medioambientalmente; es por ello que no comprenden lo irracional de muchas acciones del ser humano cuando se deja guiar solo por motivaciones materiales.

El polvo radiactivo que se desplaza lenta pero implacablemente, hace temer una verdadera catástrofe, como sin duda ocurrirá si llega a explosionar sólo uno de los reactores de Fukushima. Son altísimos los riesgos que representa la energía nuclear para todos, por lo que seguir alentando su uso no es sino una de las formar del crimen organizado de nuestro tiempo.

El país que ha vivido los horrores de Hiroshima y Nagasaki, así como la radiación de la prueba de la bomba de hidrógeno en el atolón de Bikini, debería ya haber aprendido la lección hace mucho tiempo, como muy bien lo ha recordado el Premio Nobel japonés y conciencia moral y humanista de su país, el escritor Kenzaburo Oé. Pero impostergables compromisos políticos, la visión estrecha del pragmatismo dominante y una rutilante ceguera frente al destino de la humanidad, hace que reputados hombres de ciencia y políticos de toda laya sucumban a un presentismo suicida.

Es posible que al mismo borde del abismo, el hombre no aprenda la dolorosa lección de la naturaleza y siga empeñado en esa absurda carrera hacia su propia autoaniquilación.

Lima, 19 de marzo de 2011.

viernes, 4 de marzo de 2011

El coronel no tiene quien le escriba

Los acontecimientos que vienen suscitándose en el Medio Oriente son, indudablemente, una prueba de fuego para los analistas, que se aproximan a los hechos tratando de desentrañar su naturaleza para explicarse el curso de los mismos. No resulta sencillo prever el rumbo que tomará el mundo árabe luego de la convulsión que ha significado esta auténtica revolución -más que revuelta-, que ha desatado el aletargado sopor en que vivían dichos pueblos por décadas.

El simbólico hecho inicial de un joven tunecino inmolándose en una plaza pública, y que ha seguido con el levantamiento de una ola de protestas que se han transformado en revueltas ciudadanas, y luego en verdaderas revoluciones populares que han desbancado del poder al líder Zine al-Abidine Ben Ali de Túnez, seguido por Hosni Mubarak de Egipto, se encamina ahora al momento crucial que decidirá la suerte del coronel libio Muammar el Gadafi, prácticamente cercado en Trípoli por una fuerza opositora que marcha incontenible por todo el país para precipitar su caída.

La ola levantisca también se ha sentido en Yemén, Bahréin, Argelia y otros territorios del Magreb y del norte de África, sacudiendo la conciencia internacional sobre una región del globo que aparentaba una calma egipcia, propia del hieratismo de las momias faraónicas. Mas esas aguas mansas de pronto se han agitado, descubriendo ante los ojos adormilados y legañosos de la comunidad mundial una realidad que estaba ahí, a la vista de todos, pero que de tanto mirarla como que no existía.

Se ha mostrado la pavorosa verdad de países pobres gobernados por élites enquistadas en el poder por decenios, con el beneplácito o la complicidad de las potencias occidentales, encabezados por Estados Unidos y los principales países europeos; quienes, ante la ingente riqueza petrolera que poseían aquellos y ante el papel que muy bien podrían cumplir frente a la supuesta amenaza islámica, no tuvieron ningún empacho en sostenerlos sin importarles los principios y los valores que pregonan hacia afuera, pero de los que hacen poco caso cuando se trata de defender sus más caros intereses.

Cuando dichos gobiernos ya no sirven a sus intereses, pues sencillamente se los abandona a su suerte, como ocurrió con Sadam Hussein en Irak el 2003. Parece que ahora le ha tocado el turno a Gadafi, un personaje que en su momento gozó de los favores y las lisonjas de encumbrados líderes europeos como Blair, Berlusconi, Rodriguez Zapatero y del propio rey Juan Carlos I, para no mencionar el afecto especial que le prodigaban los Bush y José María Aznar, su diligente amigo de la falange española.

Pero más allá de estas constataciones, lo que ocurre en Libia en verdaderamente dramático, con cerca de 2000 muertos en dos semanas de protestas, una población al borde de lo que Naciones Unidas llama desastre humanitario, y con un futuro incierto en medio del fuego cruzado entre las fuerzas que todavía defienden al régimen y una cada vez más numerosa masa de indignados libios que ya controlan algunas ciudades del país, comandados por un Consejo Revolucionario que desde Bengasi -la segunda ciudad libia-.

Las acusaciones de Gadafi a Al Qaeda y al terrorismo internacional de estar detrás de las manifestaciones, no resisten la menor comprobación, pues es el pueblo libio, harto de la asfixia, el hambre y la opresión, que se levanta exigiendo mínimas condiciones para una vida decorosa en democracia y libertad.

Recién ahora los países occidentales se dan cuenta de la naturaleza criminal de la dictadura de Gadafi, decidiendo su expulsión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y la apertura de una investigación sobre los presuntos crímenes de guerra o contra la humanidad cometidos en Libia; así como decretando el embargo de armas y el impedimento de ingreso para todos los miembros de la familia de Gadafi a los países europeos. Algo de cinismo y de hipocresía se huele en la actitud de occidente frente a la tragedia que enfrenta el país magrebí.

Lima, 4 de marzo de 2011.