Los acontecimientos que vienen suscitándose en el Medio Oriente son, indudablemente, una prueba de fuego para los analistas, que se aproximan a los hechos tratando de desentrañar su naturaleza para explicarse el curso de los mismos. No resulta sencillo prever el rumbo que tomará el mundo árabe luego de la convulsión que ha significado esta auténtica revolución -más que revuelta-, que ha desatado el aletargado sopor en que vivían dichos pueblos por décadas.
El simbólico hecho inicial de un joven tunecino inmolándose en una plaza pública, y que ha seguido con el levantamiento de una ola de protestas que se han transformado en revueltas ciudadanas, y luego en verdaderas revoluciones populares que han desbancado del poder al líder Zine al-Abidine Ben Ali de Túnez, seguido por Hosni Mubarak de Egipto, se encamina ahora al momento crucial que decidirá la suerte del coronel libio Muammar el Gadafi, prácticamente cercado en Trípoli por una fuerza opositora que marcha incontenible por todo el país para precipitar su caída.
La ola levantisca también se ha sentido en Yemén, Bahréin, Argelia y otros territorios del Magreb y del norte de África, sacudiendo la conciencia internacional sobre una región del globo que aparentaba una calma egipcia, propia del hieratismo de las momias faraónicas. Mas esas aguas mansas de pronto se han agitado, descubriendo ante los ojos adormilados y legañosos de la comunidad mundial una realidad que estaba ahí, a la vista de todos, pero que de tanto mirarla como que no existía.
Se ha mostrado la pavorosa verdad de países pobres gobernados por élites enquistadas en el poder por decenios, con el beneplácito o la complicidad de las potencias occidentales, encabezados por Estados Unidos y los principales países europeos; quienes, ante la ingente riqueza petrolera que poseían aquellos y ante el papel que muy bien podrían cumplir frente a la supuesta amenaza islámica, no tuvieron ningún empacho en sostenerlos sin importarles los principios y los valores que pregonan hacia afuera, pero de los que hacen poco caso cuando se trata de defender sus más caros intereses.
Cuando dichos gobiernos ya no sirven a sus intereses, pues sencillamente se los abandona a su suerte, como ocurrió con Sadam Hussein en Irak el 2003. Parece que ahora le ha tocado el turno a Gadafi, un personaje que en su momento gozó de los favores y las lisonjas de encumbrados líderes europeos como Blair, Berlusconi, Rodriguez Zapatero y del propio rey Juan Carlos I, para no mencionar el afecto especial que le prodigaban los Bush y José María Aznar, su diligente amigo de la falange española.
Pero más allá de estas constataciones, lo que ocurre en Libia en verdaderamente dramático, con cerca de 2000 muertos en dos semanas de protestas, una población al borde de lo que Naciones Unidas llama desastre humanitario, y con un futuro incierto en medio del fuego cruzado entre las fuerzas que todavía defienden al régimen y una cada vez más numerosa masa de indignados libios que ya controlan algunas ciudades del país, comandados por un Consejo Revolucionario que desde Bengasi -la segunda ciudad libia-.
Las acusaciones de Gadafi a Al Qaeda y al terrorismo internacional de estar detrás de las manifestaciones, no resisten la menor comprobación, pues es el pueblo libio, harto de la asfixia, el hambre y la opresión, que se levanta exigiendo mínimas condiciones para una vida decorosa en democracia y libertad.
Recién ahora los países occidentales se dan cuenta de la naturaleza criminal de la dictadura de Gadafi, decidiendo su expulsión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y la apertura de una investigación sobre los presuntos crímenes de guerra o contra la humanidad cometidos en Libia; así como decretando el embargo de armas y el impedimento de ingreso para todos los miembros de la familia de Gadafi a los países europeos. Algo de cinismo y de hipocresía se huele en la actitud de occidente frente a la tragedia que enfrenta el país magrebí.
Lima, 4 de marzo de 2011.
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