lunes, 29 de julio de 2019

Cuchillos afilados


    Tras dos semanas de protestas, donde el pueblo puertorriqueño se volcó masivamente a las calles, ha caído finalmente el gobernador Ricardo Roselló, en medio de un escándalo que ha colmado la paciencia de los sufridos y pacíficos habitantes de la isla, a raíz de la revelación hecha por un grupo de investigación periodística, de cerca de novecientas páginas de conversaciones de chat de la red social Instagram, que han sostenido el propio gobernador y miembros cercanos de su círculo de poder.
    Cuando el pasado 13 de julio, gracias al Centro Periodístico de Investigación (CPI), se dieron a conocer los diálogos virtuales de un grupo de mensajería virtual, todo Puerto Rico reaccionó indignado y ofendido porque en ellos el gobernador y sus más próximos colaboradores, se expresaban en términos vulgares, groseros e insultantes de diversas personalidades del mundo político, social y artístico del país, incluso de Estados Unidos, a través de comentarios machistas, misóginos y homofóbicos. Todo lo habían soportado casi en silencio, los casos de corrupción destapados hace algunos años, la ineficiente gestión del desastre que dejó el huracán María hace dos años –de cuyas víctimas también hacían mofa, los muy zafios–, la corrupción gubernamental endémica, etc. Pero cuando hace unas semanas se detuvo a dos funcionarias de la administración, acusadas de graves manejos e irregularidades, y luego se conocieron los improperios que proferían los hombres ligados al régimen, la población literalmente tomó la calle, y todos los días desde entonces no han cesado las manifestaciones de rechazo y repudio ante la residencia oficial de La Fortaleza, exigiendo la renuncia de Roselló a un cargo para el que evidentemente no estaba calificado.
    En los días siguientes se fueron apartando del poder los directamente concernidos en las conversaciones, dejando solo en el mismo al gobernador, que se aferró hasta el último a su cargo. Salió a disculparse en un mensaje transmitido por televisión, anunciando que no postularía para su reelección el próximo año y que dejaba la presidencia del Partido Nuevo Progresista (PNP). Sin embargo, el pueblo no podía contentarse con tan poco, pues interpretaba que la única solución digna era su salida. Ante la presión popular, más el liderazgo de conocidas figuras del mundo de la música, que llegaron a San Juan para encabezar las protestas –tres de ellas, exponentes de géneros en boga, compusieron en un día la canción Afilando los cuchillos, que dio marco musical a la lucha–, y los preparativos en el parlamento para el inicio de un juicio político que podría acabar en su destitución, no le quedó más remedio que dimitir el miércoles último. Prefirió irse antes que enfrentar el bochornoso proceso del impeachment que hubiese sido verdaderamente humillante. Aunque esto último ya no se sabe, con lo que ha crecido el cinismo y la desvergüenza en esta época.
    Pero aparte del hecho visible que estalló en una crisis de ribetes históricos, hay un asunto de fondo que merece un análisis más detenido. Se trata del comportamiento del ser humano ante el mundo de las comunicaciones de la que es parte, pues antes de la eclosión de estas llamadas redes sociales, una persona podía más o menos exhibir una buena educación, modales adecuados, control y mesura en sus expresiones públicas, aun cuando en su ámbito privado diera rienda suelta a otro tipo de actitudes y de vocabulario; mas ahora, ayudado por la inmediatez y la facilidad que le proveen los modernos medios tecnológicos, no es capaz de refrenarse y pensarlo dos veces antes de soltar alguna barbaridad que, deben saberlo igualmente ellos, en algún momento saldrá a la luz. Ya lo hemos visto en el Perú con el tristemente célebre chat La Botica del partido Fuerza Popular, compendio de expresiones soeces, vulgaridades, injurias y frases cacofónicas vertidos por miembros de dicha agrupación, dirigidos a las autoridades del gobierno y a líderes políticos de otras formaciones. Es como si cada quien tuviera un pozo de inmundicia que cultivara diligentemente en su alma, y que ante la menor provocación, o a veces sin ella, se derramara impúdicamente sin el menor empacho de su dueño. Ya no podemos asombrarnos de que aquellos personajes que ocupan puestos expectantes en la sociedad, especialmente políticos, revelen cada vez más esa entraña perversa y maloliente, producto de una educación de decorado, superficial, falsa, pues lo que en verdad son está expuesto sin tapujos en ese léxico indigente, chapucero, guarro, insulso y de sentina, vehículo esclarecedor de su primitivismo y barbarie esencial.

Lima, 25 de julio de 2019.       

Los intrusos


    Un tal Douglas revive un macabro episodio sucedido hace muchos años, algo que ha prometido leer a sus contertulios, pues está recogido en un texto escrito por la institutriz que se hizo cargo de unos niños en esa casona lejana de las afueras de Londres. Este es el inquietante comienzo de una de las novelas más perturbadoras de la literatura universal, cuyo título en español es Otra vuelta de tuerca, escrita por el insigne novelista inglés Henry James. Después de haberla atesorado durante muchos años, me he atrevido a abrir sus páginas y sumergirme en un mundo delirante y extraño, por momentos aterrador y otras veces francamente siniestro.
    Lo primero que nota la señorita … al llegar a la casa, situado en el pueblo de Bly, es la forma cómo la recibe la señora Grose, tan contenta, y la belleza angelical de la niña, Flora,  la menor de sus alumnos. Esa primera noche casi no duerme, más bien cree percibir dos sonidos naturales que la inquietan: el llanto de un niño y pasos frente a su puerta. El otro discípulo es el hermano de Flora, Miles, quien recién llegaría el siguiente viernes, al parecer expulsado del colegio y para instalarse en la casa. La anterior institutriz, también joven y guapa, se había marchado de vacaciones y al poco tiempo murió.
    Un día –una tarde más bien– en que la institutriz sale a pasear por los linderos de la casa, tiene una visión que la desconcierta: un hombre desconocido la mira desde lo alto de unas torres en la colina, luego desaparece y ella se queda con la incertidumbre, el misterio y el temor instalados en su alma. La misma persona se presentó nuevamente una noche que la señorita buscaba sus guantes para ir a los servicios religiosos con los niños después de un día de lluvia. El intruso estaba al otro lado de la ventana del comedor, se le veía de la cintura para arriba tal como la primera vez. Este extraño visitante es un pelirrojo de cara pálida y ojos penetrantes y horrorosos, según la descripción de la narradora. La señora Grose lo identifica como Peter Quint, el ayuda de cámara del señor cuando solía estar allí; pero Quint ya había muerto.
    Otra vez que sale a pasear con la niña a las orillas de un lago tiene otra visión: una mujer vestida de negro las contempla desde la otra orilla, especialmente a Flora, con una mirada de “empeño indescriptible”. Al comentar este hecho con la señora Grose, esta le informa que se trata de la señorita Jessel, la anterior institutriz. Una madrugada, Quint se aparece nuevamente, sentado en el rellano de la escalera, frente a un gran ventanal del salón de la casa por donde se filtran las primeras luces del día. Pero ahora la institutriz ya no tiene miedo y lo desafía, desvaneciéndose la figura en el espantoso silencio sobrenatural con que ambos se miraban.
    En otra oportunidad, al regresar de la iglesia, adonde no llegó a ingresar debido a un diálogo extraño con Miles, ingresa a la sala de estudio y encuentra a una joven mujer en su escritorio en actitud de escribir una carta; se miran por unos instantes y pronto la imagen se difumina. Es la señorita Jessel. Ante todo esto se decide a escribirle al tío de los niños, quien es su tutor. Prepara la carta y encarga al criado llevarla al pueblo. Ese mismo día los niños arman una jugarreta con el fin de que Flora se dirija al lago, presumiblemente para encontrarse con Jessel, mientras Miles toca el piano y también se encuentra con Quint. La maestra y la señora Grose buscan a la niña por la casa, y al no hallarla deciden ir al lago por indicación de la primera.
    En este escenario tiene lugar la discusión que termina separando a Flora de su maestra, quien decide que la niña debe irse de Bly con la señora Grose, para apartarla de esas malignas presencias. A la vez, determina que el niño se quede con ella para ganar la batalla, hecho que tiene lugar al final de la novela, pero con un saldo infausto: la muerte de Miles después de la última aparición de la cara blanca del condenado.
    Es una novela que se lee en permanente estado de tensión, aguardando a cada paso los signos y las huellas de lo desconocido, esos arcanos de la realidad que el hombre no ha aprendido a descifrar, que lo desconciertan y lo sumen en una espesa zozobra que casi nunca termina de disolverse, que acechan su existencia con un lenguaje que está más allá de la razón y que constituyen un permanente misterio para su mente. Una pequeña obra maestra que subyuga, consterna y admira.

Lima, 21 de julio de 2019.    

jueves, 11 de julio de 2019

Orgullo y prejuicio


    La llamada Marcha del Orgullo Gay que se realiza todos los años, en recuerdo de los luctuosos sucesos del 28 de junio de 1969 en el mítico bar The Stonewall Inn del barrio neoyorquino de Greenwich Village, desata cada vez una serie de polémicas, debates y discusiones, no todas ellas precisamente llenas de ponderación y ecuanimidad, por la sencilla razón de que con respecto al tema persisten aún en las sociedades del mundo occidental –pues en el lado oriental el panorama es francamente desolador– un conjunto de prejuicios alimentados por siglos de una educación de raíz judeocristiana que tradicionalmente ha condenado y estigmatizado una vivencia de la sexualidad humana, o expresión sería mejor decir, que no se compagina con las creencias establecidas de la religión que monopoliza las mentes y los cuerpos de estos lares.
    El asunto viene enfundado en una gama amplísima de manifestaciones que todavía se resisten al cambio, impidiendo la evolución y superación de esa mentalidad cerrada y dogmática que impera en ciertos agentes sociales protagónicos, que moldean el creer y el pensar de una colectividad que lentamente va despertando de esa asfixia ideológica, en aras de una más adecuada protección y promoción de un elemental respeto por los derechos humanos. Pues de eso se trata al fin de cuentas, de la simple consideración del otro como parte integrante de una sociedad que debe estar regida bajo el signo humanista de la convivencia democrática.
    Las fuerzas de la reacción se atrincheran preferentemente en algunos bolsones religiosos, que aún mantienen cierta influencia en la configuración de la vida social de las comunidades bajo su autoridad, que pretende ser moral aun cuando en muchos aspectos no hace sino canalizar una sarta de vicios discriminatorios que socavan dicha convivencia,  tergiversando el conocimiento científico que sustenta el entendimiento y la comprensión de un fenómeno del que todos somos parte de alguna u otra manera. Para ello se valen, sin dudarlo un momento, de los medios modernos de difusión de la información, como el caso de un videíto –entre muchos otros– que viene circulando por allí acompañado de un texto con el pretencioso y rocambolesco título de “Putin destroza la ideología de género”, donde el ex espía y autócrata ruso, exponente notorio de la homofobia, del machismo y de la misoginia más crudos, lo único que logra destrozar es a la lógica, a fuerza de sofismas y falacias que retuercen hasta el absurdo el recto sentido del pensamiento. Por ejemplo, equipara la identidad sexual humana a la elección de una mascota o a una graciosa fantochada, como si la identidad de género fuera un simple juego de disfraces, hablando de osos panda, psiquiatras, ballenas azules, narcisismo y otras sandeces por el estilo. En fin, nada que se pueda tomar en serio, proviniendo sobre todo de un fanático sectario que no disimula su homofobia.
    Para su propaganda insidiosa, tampoco tienen el menor empacho en utilizar a menores de edad, como ese otro vídeo de una niña dominicana recitando un discurso muy bien aprendido, dirigido al presidente de su país, atacando la supuesta “ideología de género”, texto obviamente redactado por uno de esos pastores ovejunos de ideas retrógradas y pensamiento retardatario y fundamentalista, muy parecido a quienes abogan en el Perú por traerse abajo el currículo escolar –que lo único que busca enseñar es la igualdad entre hombres y mujeres y el respeto hacia otras orientaciones–, grupos políticos y sociales que ya todos conocemos, enarbolando ridículas ideas trasnochadas que tienen la particularidad de haber nacido al calor de un espantajo que sólo ellas se han inventado, fantasmagoría que les sirve para esconder toda la intolerancia, la discriminación y los prejuicios que tienen empozados en sus espíritus obtusos.
    Hay una figura representativa que ha emergido hace relativamente poco como imagen de todo lo contrario, se llama Megan Rapinoe, la extraordinaria capitana de la selección estadounidense de fútbol femenino, campeona en el reciente Mundial celebrado en Francia, quien es una activista de la comunidad LGTBI que le ha plantado cara a Donald Trump, otro conocido homofóbico en el poder mundial, espetándole con duras palabras que por nada del mundo iría a la Casa Blanca si el presidente decide invitar al seleccionado de su país para el agasajo correspondiente. Es la forma como se tiene que enfrentar la matonería y bravuconería de quienes como el magnate de pelo anaranjado pretenden criminalizar todo tipo de movimiento o expresión que no se sujete a su estrecha codificación y esquematización de la realidad. Les haría muy bien a todos estos santos varones de la cucufatería hojear algunas páginas de El segundo sexo, fundamental libro de Simone de Beauvoir, para una cabal comprensión de lo que significa la identidad sexual, muy distinto al sexo biológico mis queridos homofóbicos, pues si bien ella lo hace con respecto a la mujer, muy bien se puede extender el concepto a todas las demás orientaciones que en esta materia se van haciendo más visibles en estos tiempos.
    Muchos han criticado el uso del término “orgullo” por parte de la comunidad LGTBI, hecho que evidentemente es explicable porque está avalado en razones de simple sentido común, pues, como dicen sus detractores, se puede sentir orgullo de un sinfín de cosas, como el haber logrado una meta en la vida, tener unos hijos con dones sobresalientes, haber producido una obra valiosa, aportar al desarrollo científico de la comunidad, etcétera, pero no por la sola condición de ser lesbiana, gay o transexual. Sin embargo, no debe dejar de considerarse el contexto histórico en el que surge dicho término adscrito a la lucha de un segmento vulnerable de la población –arrinconado y vilipendiado por quienes se han erigido en los portaestandartes de la “normalidad”, criterio éste a todas luces bastante discutible–, y que por ello mismo ha sufrido una resignificación, por cuanto simboliza una respuesta al trato humillante y vejatorio que ha recibido por mucho tiempo de parte de los estamentos oficiales y mayoritarios de la sociedad. Ante el despojo sistemático de sus derechos elementales como seres humanos, un exceso de estimación propia crea, me parece, una fuerza de reacción que con el tiempo tenderá a difuminarse en un justo balance en el que todos alcancen el mismo trato equitativo como integrantes de una auténtica civilización que se precie de respetuosa de los valores democráticos.

Lima, 10 de julio de 2019.    

domingo, 7 de julio de 2019

Enseñanzas de la serpiente


    Una crítica de la Modernidad en todas sus manifestaciones: política, ciencia, moral, artes, como el preludio de una filosofía del futuro, es la que emprende el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en su espléndido libro Más allá del bien y del mal (1886), donde condensa lo central de su pensamiento, en una bellísima prosa que entreteje ideas e imágenes que van desnudando los avatares existenciales de la humanidad que en la segunda mitad del siglo XIX le dieron pábulo para reflexionar sobre temas esenciales de todos los tiempos. Una suerte de crítica de la razón pura, donde el filósofo-artista se lanza contra los inveterados prejuicios de los filósofos metafísicos, el más importante de los cuales “es la creencia en la antinomia de los valores”, de donde surge quizás la tarea principal de los filósofos del futuro: encontrar las ligazones, los puntos de contacto, de las valoraciones contrarias.
    La explicación de su propuesta, empezando por el título, radica en la siguiente cita: “Admitir que lo no-verdadero es la condición de la vida, es evidentemente oponerse de modo peligroso al sentimiento que se tiene habitualmente de los valores, y una filosofía que se permita tal audacia se coloca, por este solo hecho, más allá del bien y del mal”. Para ello, sin duda, es esencial reconocer el peso específico que tiene en el pensamiento filosófico el instinto, el carácter, su moral, es decir, todo aquello que tal vez se ha soslayado más de la cuenta en veinticinco siglos de actividad filosófica en Occidente. He ahí que se permite, por ejemplo, una crítica feroz al estoicismo, cuando afirma sin medias tintas que “el estoico es el tirano de sí mismo”. Asimismo, cuando denuncia el carácter nocivo del valor de los prejuicios morales, cuya acción “ha penetrado profundamente la esfera de la espiritualidad pura, en apariencia la más fría y desprovista de ideas preconcebidas”, paralizándola y deformándola.
    Aún más provocadoras son sus palabras al abordar el espíritu libre que siempre tuvo como bandera de su quehacer vital y filosófico, al reconocer que “el cinismo es la única fuerza bajo la cual las almas vulgares rozan lo que se llama sinceridad”, y que “todo espíritu profundo tiene necesidad de una máscara; más aún, en torno a todo espíritu profundo se forma constantemente una máscara, gracias a la interpretación continuamente falsa, es decir, superficial, dada a todas sus palabras, a todos sus casos, a todas las manifestaciones de su vida”. El pensador dogmático es aquel que pretende una sola verdad para todos, como si eso fuera posible, y los filósofos del mañana, dice Nietzsche, no pueden aspirar a algo de tan mal gusto y que, además, afrenta su orgullo. Esta relatividad de la verdad, como todas las cosas humanas, va en consonancia con lo que filósofos como Kant y Schopenhauer afirmaron con respecto al conocimiento, a través de las categorías de la cosa en sí y el fenómeno, en el caso del primero, y de la voluntad y la representación en el del segundo.
    Una muestra de esa aristocracia del espíritu, de la que Nietzsche fue también portavoz, es la siguiente declaración: “Lo que puede ser disfrutado en común es siempre de poco valor… Las grandes cosas son para los espíritus elevados, los abismos para los espíritus profundos, las delicadezas y los estremecimientos para los delicados; y, para decirlo en una palabra, las rarezas para los raros”. Puede sonar elitista, antidemocrático o excluyente, como lo han hecho notar los detractores del filósofo del martillo, mas no deja de ser cierto, pues el cultivo del espíritu puede estar sometido a las vicisitudes de las complejidades y las injusticias del entorno y sus consiguientes desigualdades sociales y económicas, pero a la larga es un asunto personal, una clara determinación del individuo al sopesar las facultades de su alma. Un espíritu rebelde y anárquico tiende a elevarse a otras cumbres, descender a otros abismos, allá donde los más nunca osarán dejar sus huellas y sus voces. Los esbozos de su potente crítica al cristianismo aparecen en sus páginas para constatar lo que han hecho las religiones en general, y aquella en particular, con el hombre europeo después de dieciocho siglos de dominio. Por eso llamaba al cristianismo un platonismo para la plebe, una sofisticada elaboración idealizada de los valores que niegan la vida.
    A medio camino del libro, que es la cuarta parte, nos encontramos con una nutrida colección de máximas y aforismos que constituyen una auténtica delicia. He aquí algunos de los más significativos: “La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba, cuando era niño”; “Las grandes épocas de nuestra vida son aquellas en que tenemos, al fin, el valor de declarar que lo malo que hay en nosotros es lo mejor de nosotros mismos”; “Un pueblo es el rodeo que da la naturaleza para llegar a seis o siete grandes hombres…, y para evitarlos en seguida”; “Lo que se hace por amor se hace siempre más allá del bien y del mal”; “El cristianismo ha envenenado a Eros; éste no ha muerto en él, pero se ha convertido en un vicioso”. Da que pensar este último aforismo, sobre todo a partir de los múltiples escándalos de pederastia en que se ha envuelto la Iglesia Católica en los tiempos recientes, pero que hunde sus raíces en siglos de represión y condena antinatural de una de las expresiones más sanas del ser humano. También hay en ellos –en los aforismos citados– una revaloración del aspecto lúdico en el hombre, tan denostado en alguna época; así como reivindicar el mal como una de las facetas constitutivas del alma humana; y, finalmente, una explicación convincente y devastadora sobre la forma cómo se las arregla la naturaleza para producir al hombre excepcional y una justificación absoluta de las motivaciones que conducen al amor en pos de sus fines.
    Como parte de su contribución a una historia natural de la moral, el filósofo traza una línea conceptual entre instinto, fe y rebaño, para adentrarse en los vericuetos de la moral judía, en cuyo pueblo comienza según él “la insurrección de los esclavos”, una revuelta producto de esa “moral del miedo” que caracteriza al llamado pueblo escogido. Se considera inmoral lo que amenaza la supervivencia de la colectividad, sería una primera conclusión de su exploración psicológica; “saber si una opinión, un estado, una pasión, un deseo, un don natural contienen pocos o muchos elementos peligrosos para la colectividad, peligrosos para la igualdad, tal es en lo sucesivo el criterio en moral”, sentenciará. Para Nietzsche, lo que imperaba en la Europa de su tiempo era una “moral de rebaño”, inferior a otras muy superiores. La expresión de esta moral es el movimiento democrático, heredero a su vez del movimiento cristiano. Su mirada es disidente, disolvente, buscando siempre un más allá del orden moral establecido, un paso adelante en el camino del porvenir, trastocando las convenciones dictadas por esa moral del miedo, llena de prejuicios, de nubarrones y obscuridades.
    En el capítulo “Nosotros los sabios” encuentro –exceptuando el sesgo sexista, propio de la época– un apunte de gran precisión intuitiva: “Comparado con el genio que está hecho para procrear y para engendrar, tomadas las dos palabras en toda la fuerza del término, el sabio, el hombre de ciencia común, tiene siempre algo de solterona; pues, como ella, ignora las dos funciones más importantes del ser humano: ‘Engendrar’ y ‘dar a luz’”. Sin duda que se trata de una comparación bastante provocadora y, a la luz de los últimos arrestos de las luchas feministas, lo que más ha envejecido del pensamiento del maestro de Basilea. Esto queda demostrado tranquilamente al leer los aforismos 232 al 239, ante los que uno se puede preguntar qué tan misógino pudo ser aquel hombre que en tantas otras esferas fue todo un adelantado, un hombre póstumo como a él le encantaba calificarse, muy a tono con sus ideas heterodoxas sobre el filósofo como hombre del mañana, o del pasado mañana, cuya tarea es la de ser la mala conciencia de su época, aquel que revelará que “el hombre más grande es el más solitario, el más oculto, el más aislado, el que se sitúa por encima del bien y del mal, el dueño de sus propias virtudes, el hombre de una voluntad exuberante”.
    Ahonda también en las virtudes propias de los inmoralistas, específicamente en la probidad, así como en la disciplina del gran sufrimiento, partiendo de la idea de que todo auténtico crecimiento está espoleado por una fuerte dosis de dolor y tribulación, la muy conocida metáfora del cincel y la escultura, donde ese artista ignoto que es la vida va tallando su obra a golpe de padecimientos y sinsabores, escuela en la que se va forjando la imagen cabal del ser humano. Inclusive en el mismo conocimiento subyace una dosis apreciable de penalidad, pues al decir del filósofo “en toda voluntad de conocer hay, por los menos, una gota de crueldad”. Enseguida tiene luminosas y proféticas palabras sobre el antisemitismo, un problema que ya en el siglo XIX azotaba Europa, vigente ahora mismo, al cual con clarividencia admirable califica de “fiebre nerviosa del nacionalismo”. Destaca la superioridad moral y del gusto de los franceses, frente a la estimable mediocridad de los ingleses, así se llamen Darwin, Spencer o Stuart Mill.
    Finaliza con su aristocrática división entre la moral de los señores y la moral de los esclavos, donde sólo el peligro, la incomodidad, una existencia ajena al lujo y la molicie, serán capaces de producir el hombre superior, aquel que levanta el vuelo por encima de las cabezas de los hombres del rebaño, mediocres seres corroídos por una vida rutinaria y exenta de grandes desafíos, adocenados por la ilusa promesa del progreso y la modernidad, entregados febrilmente a los santos patronos de la técnica y el vértigo de una existencia que los consume y los cosifica.

Lima, 5 de julio de 2019.