La llamada Marcha del Orgullo Gay que se
realiza todos los años, en recuerdo de los luctuosos sucesos del 28 de junio de
1969 en el mítico bar The Stonewall Inn del barrio neoyorquino de
Greenwich Village, desata cada vez una serie de polémicas, debates y
discusiones, no todas ellas precisamente llenas de ponderación y ecuanimidad,
por la sencilla razón de que con respecto al tema persisten aún en las
sociedades del mundo occidental –pues en el lado oriental el panorama es
francamente desolador– un conjunto de prejuicios alimentados por siglos de una
educación de raíz judeocristiana que tradicionalmente ha condenado y
estigmatizado una vivencia de la sexualidad humana, o expresión sería mejor
decir, que no se compagina con las creencias establecidas de la religión que
monopoliza las mentes y los cuerpos de estos lares.
El asunto viene enfundado en una gama
amplísima de manifestaciones que todavía se resisten al cambio, impidiendo la evolución
y superación de esa mentalidad cerrada y dogmática que impera en ciertos
agentes sociales protagónicos, que moldean el creer y el pensar de una
colectividad que lentamente va despertando de esa asfixia ideológica, en aras
de una más adecuada protección y promoción de un elemental respeto por los
derechos humanos. Pues de eso se trata al fin de cuentas, de la simple
consideración del otro como parte integrante de una sociedad que debe estar
regida bajo el signo humanista de la convivencia democrática.
Las fuerzas de la reacción se atrincheran
preferentemente en algunos bolsones religiosos, que aún mantienen cierta
influencia en la configuración de la vida social de las comunidades bajo su
autoridad, que pretende ser moral aun cuando en muchos aspectos no hace sino
canalizar una sarta de vicios discriminatorios que socavan dicha convivencia, tergiversando el conocimiento científico que
sustenta el entendimiento y la comprensión de un fenómeno del que todos somos
parte de alguna u otra manera. Para ello se valen, sin dudarlo un momento, de los
medios modernos de difusión de la información, como el caso de un videíto
–entre muchos otros– que viene circulando por allí acompañado de un texto con
el pretencioso y rocambolesco título de “Putin destroza la ideología de
género”, donde el ex espía y autócrata ruso, exponente notorio de la homofobia,
del machismo y de la misoginia más crudos, lo único que logra destrozar es a la
lógica, a fuerza de sofismas y falacias que retuercen hasta el absurdo el recto
sentido del pensamiento. Por ejemplo, equipara la identidad sexual humana a la
elección de una mascota o a una graciosa fantochada, como si la identidad de
género fuera un simple juego de disfraces, hablando de osos panda, psiquiatras,
ballenas azules, narcisismo y otras sandeces por el estilo. En fin, nada que se
pueda tomar en serio, proviniendo sobre todo de un fanático sectario que no
disimula su homofobia.
Para su propaganda insidiosa, tampoco
tienen el menor empacho en utilizar a menores de edad, como ese otro vídeo de
una niña dominicana recitando un discurso muy bien aprendido, dirigido al
presidente de su país, atacando la supuesta “ideología de género”, texto
obviamente redactado por uno de esos pastores ovejunos de ideas retrógradas y
pensamiento retardatario y fundamentalista, muy parecido a quienes abogan en el
Perú por traerse abajo el currículo escolar –que lo único que busca enseñar es
la igualdad entre hombres y mujeres y el respeto hacia otras orientaciones–,
grupos políticos y sociales que ya todos conocemos, enarbolando ridículas ideas
trasnochadas que tienen la particularidad de haber nacido al calor de un
espantajo que sólo ellas se han inventado, fantasmagoría que les sirve para
esconder toda la intolerancia, la discriminación y los prejuicios que tienen
empozados en sus espíritus obtusos.
Hay una figura representativa que ha
emergido hace relativamente poco como imagen de todo lo contrario, se llama Megan
Rapinoe, la extraordinaria capitana de la selección estadounidense de fútbol
femenino, campeona en el reciente Mundial celebrado en Francia, quien es una
activista de la comunidad LGTBI que le ha plantado cara a Donald Trump, otro
conocido homofóbico en el poder mundial, espetándole con duras palabras que por
nada del mundo iría a la Casa Blanca si el presidente decide invitar al
seleccionado de su país para el agasajo correspondiente. Es la forma como se
tiene que enfrentar la matonería y bravuconería de quienes como el magnate de
pelo anaranjado pretenden criminalizar todo tipo de movimiento o expresión que
no se sujete a su estrecha codificación y esquematización de la realidad. Les
haría muy bien a todos estos santos varones de la cucufatería hojear algunas
páginas de El segundo sexo,
fundamental libro de Simone de Beauvoir, para una cabal comprensión de lo que
significa la identidad sexual, muy distinto al sexo biológico mis queridos
homofóbicos, pues si bien ella lo hace con respecto a la mujer, muy bien se
puede extender el concepto a todas las demás orientaciones que en esta materia
se van haciendo más visibles en estos tiempos.
Muchos han criticado el uso del término
“orgullo” por parte de la comunidad LGTBI, hecho que evidentemente es
explicable porque está avalado en razones de simple sentido común, pues, como
dicen sus detractores, se puede sentir orgullo de un sinfín de cosas, como el
haber logrado una meta en la vida, tener unos hijos con dones sobresalientes,
haber producido una obra valiosa, aportar al desarrollo científico de la
comunidad, etcétera, pero no por la sola condición de ser lesbiana, gay o
transexual. Sin embargo, no debe dejar de considerarse el contexto histórico en
el que surge dicho término adscrito a la lucha de un segmento vulnerable de la
población –arrinconado y vilipendiado por quienes se han erigido en los
portaestandartes de la “normalidad”, criterio éste a todas luces bastante
discutible–, y que por ello mismo ha sufrido una resignificación, por cuanto
simboliza una respuesta al trato humillante y vejatorio que ha recibido por
mucho tiempo de parte de los estamentos oficiales y mayoritarios de la
sociedad. Ante el despojo sistemático de sus derechos elementales como seres
humanos, un exceso de estimación propia crea, me parece, una fuerza de reacción
que con el tiempo tenderá a difuminarse en un justo balance en el que todos
alcancen el mismo trato equitativo como integrantes de una auténtica
civilización que se precie de respetuosa de los valores democráticos.
Lima,
10 de julio de 2019.
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