domingo, 7 de julio de 2019

Enseñanzas de la serpiente


    Una crítica de la Modernidad en todas sus manifestaciones: política, ciencia, moral, artes, como el preludio de una filosofía del futuro, es la que emprende el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en su espléndido libro Más allá del bien y del mal (1886), donde condensa lo central de su pensamiento, en una bellísima prosa que entreteje ideas e imágenes que van desnudando los avatares existenciales de la humanidad que en la segunda mitad del siglo XIX le dieron pábulo para reflexionar sobre temas esenciales de todos los tiempos. Una suerte de crítica de la razón pura, donde el filósofo-artista se lanza contra los inveterados prejuicios de los filósofos metafísicos, el más importante de los cuales “es la creencia en la antinomia de los valores”, de donde surge quizás la tarea principal de los filósofos del futuro: encontrar las ligazones, los puntos de contacto, de las valoraciones contrarias.
    La explicación de su propuesta, empezando por el título, radica en la siguiente cita: “Admitir que lo no-verdadero es la condición de la vida, es evidentemente oponerse de modo peligroso al sentimiento que se tiene habitualmente de los valores, y una filosofía que se permita tal audacia se coloca, por este solo hecho, más allá del bien y del mal”. Para ello, sin duda, es esencial reconocer el peso específico que tiene en el pensamiento filosófico el instinto, el carácter, su moral, es decir, todo aquello que tal vez se ha soslayado más de la cuenta en veinticinco siglos de actividad filosófica en Occidente. He ahí que se permite, por ejemplo, una crítica feroz al estoicismo, cuando afirma sin medias tintas que “el estoico es el tirano de sí mismo”. Asimismo, cuando denuncia el carácter nocivo del valor de los prejuicios morales, cuya acción “ha penetrado profundamente la esfera de la espiritualidad pura, en apariencia la más fría y desprovista de ideas preconcebidas”, paralizándola y deformándola.
    Aún más provocadoras son sus palabras al abordar el espíritu libre que siempre tuvo como bandera de su quehacer vital y filosófico, al reconocer que “el cinismo es la única fuerza bajo la cual las almas vulgares rozan lo que se llama sinceridad”, y que “todo espíritu profundo tiene necesidad de una máscara; más aún, en torno a todo espíritu profundo se forma constantemente una máscara, gracias a la interpretación continuamente falsa, es decir, superficial, dada a todas sus palabras, a todos sus casos, a todas las manifestaciones de su vida”. El pensador dogmático es aquel que pretende una sola verdad para todos, como si eso fuera posible, y los filósofos del mañana, dice Nietzsche, no pueden aspirar a algo de tan mal gusto y que, además, afrenta su orgullo. Esta relatividad de la verdad, como todas las cosas humanas, va en consonancia con lo que filósofos como Kant y Schopenhauer afirmaron con respecto al conocimiento, a través de las categorías de la cosa en sí y el fenómeno, en el caso del primero, y de la voluntad y la representación en el del segundo.
    Una muestra de esa aristocracia del espíritu, de la que Nietzsche fue también portavoz, es la siguiente declaración: “Lo que puede ser disfrutado en común es siempre de poco valor… Las grandes cosas son para los espíritus elevados, los abismos para los espíritus profundos, las delicadezas y los estremecimientos para los delicados; y, para decirlo en una palabra, las rarezas para los raros”. Puede sonar elitista, antidemocrático o excluyente, como lo han hecho notar los detractores del filósofo del martillo, mas no deja de ser cierto, pues el cultivo del espíritu puede estar sometido a las vicisitudes de las complejidades y las injusticias del entorno y sus consiguientes desigualdades sociales y económicas, pero a la larga es un asunto personal, una clara determinación del individuo al sopesar las facultades de su alma. Un espíritu rebelde y anárquico tiende a elevarse a otras cumbres, descender a otros abismos, allá donde los más nunca osarán dejar sus huellas y sus voces. Los esbozos de su potente crítica al cristianismo aparecen en sus páginas para constatar lo que han hecho las religiones en general, y aquella en particular, con el hombre europeo después de dieciocho siglos de dominio. Por eso llamaba al cristianismo un platonismo para la plebe, una sofisticada elaboración idealizada de los valores que niegan la vida.
    A medio camino del libro, que es la cuarta parte, nos encontramos con una nutrida colección de máximas y aforismos que constituyen una auténtica delicia. He aquí algunos de los más significativos: “La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba, cuando era niño”; “Las grandes épocas de nuestra vida son aquellas en que tenemos, al fin, el valor de declarar que lo malo que hay en nosotros es lo mejor de nosotros mismos”; “Un pueblo es el rodeo que da la naturaleza para llegar a seis o siete grandes hombres…, y para evitarlos en seguida”; “Lo que se hace por amor se hace siempre más allá del bien y del mal”; “El cristianismo ha envenenado a Eros; éste no ha muerto en él, pero se ha convertido en un vicioso”. Da que pensar este último aforismo, sobre todo a partir de los múltiples escándalos de pederastia en que se ha envuelto la Iglesia Católica en los tiempos recientes, pero que hunde sus raíces en siglos de represión y condena antinatural de una de las expresiones más sanas del ser humano. También hay en ellos –en los aforismos citados– una revaloración del aspecto lúdico en el hombre, tan denostado en alguna época; así como reivindicar el mal como una de las facetas constitutivas del alma humana; y, finalmente, una explicación convincente y devastadora sobre la forma cómo se las arregla la naturaleza para producir al hombre excepcional y una justificación absoluta de las motivaciones que conducen al amor en pos de sus fines.
    Como parte de su contribución a una historia natural de la moral, el filósofo traza una línea conceptual entre instinto, fe y rebaño, para adentrarse en los vericuetos de la moral judía, en cuyo pueblo comienza según él “la insurrección de los esclavos”, una revuelta producto de esa “moral del miedo” que caracteriza al llamado pueblo escogido. Se considera inmoral lo que amenaza la supervivencia de la colectividad, sería una primera conclusión de su exploración psicológica; “saber si una opinión, un estado, una pasión, un deseo, un don natural contienen pocos o muchos elementos peligrosos para la colectividad, peligrosos para la igualdad, tal es en lo sucesivo el criterio en moral”, sentenciará. Para Nietzsche, lo que imperaba en la Europa de su tiempo era una “moral de rebaño”, inferior a otras muy superiores. La expresión de esta moral es el movimiento democrático, heredero a su vez del movimiento cristiano. Su mirada es disidente, disolvente, buscando siempre un más allá del orden moral establecido, un paso adelante en el camino del porvenir, trastocando las convenciones dictadas por esa moral del miedo, llena de prejuicios, de nubarrones y obscuridades.
    En el capítulo “Nosotros los sabios” encuentro –exceptuando el sesgo sexista, propio de la época– un apunte de gran precisión intuitiva: “Comparado con el genio que está hecho para procrear y para engendrar, tomadas las dos palabras en toda la fuerza del término, el sabio, el hombre de ciencia común, tiene siempre algo de solterona; pues, como ella, ignora las dos funciones más importantes del ser humano: ‘Engendrar’ y ‘dar a luz’”. Sin duda que se trata de una comparación bastante provocadora y, a la luz de los últimos arrestos de las luchas feministas, lo que más ha envejecido del pensamiento del maestro de Basilea. Esto queda demostrado tranquilamente al leer los aforismos 232 al 239, ante los que uno se puede preguntar qué tan misógino pudo ser aquel hombre que en tantas otras esferas fue todo un adelantado, un hombre póstumo como a él le encantaba calificarse, muy a tono con sus ideas heterodoxas sobre el filósofo como hombre del mañana, o del pasado mañana, cuya tarea es la de ser la mala conciencia de su época, aquel que revelará que “el hombre más grande es el más solitario, el más oculto, el más aislado, el que se sitúa por encima del bien y del mal, el dueño de sus propias virtudes, el hombre de una voluntad exuberante”.
    Ahonda también en las virtudes propias de los inmoralistas, específicamente en la probidad, así como en la disciplina del gran sufrimiento, partiendo de la idea de que todo auténtico crecimiento está espoleado por una fuerte dosis de dolor y tribulación, la muy conocida metáfora del cincel y la escultura, donde ese artista ignoto que es la vida va tallando su obra a golpe de padecimientos y sinsabores, escuela en la que se va forjando la imagen cabal del ser humano. Inclusive en el mismo conocimiento subyace una dosis apreciable de penalidad, pues al decir del filósofo “en toda voluntad de conocer hay, por los menos, una gota de crueldad”. Enseguida tiene luminosas y proféticas palabras sobre el antisemitismo, un problema que ya en el siglo XIX azotaba Europa, vigente ahora mismo, al cual con clarividencia admirable califica de “fiebre nerviosa del nacionalismo”. Destaca la superioridad moral y del gusto de los franceses, frente a la estimable mediocridad de los ingleses, así se llamen Darwin, Spencer o Stuart Mill.
    Finaliza con su aristocrática división entre la moral de los señores y la moral de los esclavos, donde sólo el peligro, la incomodidad, una existencia ajena al lujo y la molicie, serán capaces de producir el hombre superior, aquel que levanta el vuelo por encima de las cabezas de los hombres del rebaño, mediocres seres corroídos por una vida rutinaria y exenta de grandes desafíos, adocenados por la ilusa promesa del progreso y la modernidad, entregados febrilmente a los santos patronos de la técnica y el vértigo de una existencia que los consume y los cosifica.

Lima, 5 de julio de 2019.  
            

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