Una crítica de la Modernidad en todas sus
manifestaciones: política, ciencia, moral, artes, como el preludio de una
filosofía del futuro, es la que emprende el filósofo alemán Friedrich Nietzsche
en su espléndido libro Más allá del bien
y del mal (1886), donde condensa lo central de su pensamiento, en una
bellísima prosa que entreteje ideas e imágenes que van desnudando los avatares
existenciales de la humanidad que en la segunda mitad del siglo XIX le dieron
pábulo para reflexionar sobre temas esenciales de todos los tiempos. Una suerte
de crítica de la razón pura, donde el filósofo-artista se lanza contra los
inveterados prejuicios de los filósofos metafísicos, el más importante de los
cuales “es la creencia en la antinomia de los valores”, de donde surge quizás
la tarea principal de los filósofos del futuro: encontrar las ligazones, los
puntos de contacto, de las valoraciones contrarias.
La explicación de su propuesta, empezando
por el título, radica en la siguiente cita: “Admitir que lo no-verdadero es la
condición de la vida, es evidentemente oponerse de modo peligroso al
sentimiento que se tiene habitualmente de los valores, y una filosofía que se
permita tal audacia se coloca, por este solo hecho, más allá del bien y del
mal”. Para ello, sin duda, es esencial reconocer el peso específico que tiene
en el pensamiento filosófico el instinto, el carácter, su moral, es decir, todo
aquello que tal vez se ha soslayado más de la cuenta en veinticinco siglos de
actividad filosófica en Occidente. He ahí que se permite, por ejemplo, una
crítica feroz al estoicismo, cuando afirma sin medias tintas que “el estoico es
el tirano de sí mismo”. Asimismo, cuando denuncia el carácter nocivo del valor
de los prejuicios morales, cuya acción “ha penetrado profundamente la esfera de
la espiritualidad pura, en apariencia la más fría y desprovista de ideas
preconcebidas”, paralizándola y deformándola.
Aún más provocadoras son sus palabras al
abordar el espíritu libre que siempre tuvo como bandera de su quehacer vital y
filosófico, al reconocer que “el cinismo es la única fuerza bajo la cual las
almas vulgares rozan lo que se llama sinceridad”, y que “todo espíritu profundo
tiene necesidad de una máscara; más aún, en torno a todo espíritu profundo se
forma constantemente una máscara, gracias a la interpretación continuamente
falsa, es decir, superficial, dada a todas sus palabras, a todos sus casos, a
todas las manifestaciones de su vida”. El pensador dogmático es aquel que
pretende una sola verdad para todos, como si eso fuera posible, y los filósofos
del mañana, dice Nietzsche, no pueden aspirar a algo de tan mal gusto y que,
además, afrenta su orgullo. Esta relatividad de la verdad, como todas las cosas
humanas, va en consonancia con lo que filósofos como Kant y Schopenhauer
afirmaron con respecto al conocimiento, a través de las categorías de la cosa
en sí y el fenómeno, en el caso del primero, y de la voluntad y la
representación en el del segundo.
Una muestra de esa aristocracia del
espíritu, de la que Nietzsche fue también portavoz, es la siguiente
declaración: “Lo que puede ser disfrutado en común es siempre de poco valor…
Las grandes cosas son para los espíritus elevados, los abismos para los
espíritus profundos, las delicadezas y los estremecimientos para los delicados;
y, para decirlo en una palabra, las rarezas para los raros”. Puede sonar
elitista, antidemocrático o excluyente, como lo han hecho notar los detractores
del filósofo del martillo, mas no deja de ser cierto, pues el cultivo del
espíritu puede estar sometido a las vicisitudes de las complejidades y las
injusticias del entorno y sus consiguientes desigualdades sociales y
económicas, pero a la larga es un asunto personal, una clara determinación del
individuo al sopesar las facultades de su alma. Un espíritu rebelde y anárquico
tiende a elevarse a otras cumbres, descender a otros abismos, allá donde los
más nunca osarán dejar sus huellas y sus voces. Los esbozos de su potente
crítica al cristianismo aparecen en sus páginas para constatar lo que han hecho
las religiones en general, y aquella en particular, con el hombre europeo
después de dieciocho siglos de dominio. Por eso llamaba al cristianismo un platonismo
para la plebe, una sofisticada elaboración idealizada de los valores que niegan
la vida.
A medio camino del libro, que es la cuarta
parte, nos encontramos con una nutrida colección de máximas y aforismos que
constituyen una auténtica delicia. He aquí algunos de los más significativos:
“La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba,
cuando era niño”; “Las grandes épocas de nuestra vida son aquellas en que
tenemos, al fin, el valor de declarar que lo malo que hay en nosotros es lo
mejor de nosotros mismos”; “Un pueblo es el rodeo que da la naturaleza para
llegar a seis o siete grandes hombres…, y para evitarlos en seguida”; “Lo que
se hace por amor se hace siempre más allá del bien y del mal”; “El cristianismo
ha envenenado a Eros; éste no ha muerto en él, pero se ha convertido en un
vicioso”. Da que pensar este último aforismo, sobre todo a partir de los
múltiples escándalos de pederastia en que se ha envuelto la Iglesia Católica en
los tiempos recientes, pero que hunde sus raíces en siglos de represión y
condena antinatural de una de las expresiones más sanas del ser humano. También
hay en ellos –en los aforismos citados– una revaloración del aspecto lúdico en
el hombre, tan denostado en alguna época; así como reivindicar el mal como una
de las facetas constitutivas del alma humana; y, finalmente, una explicación
convincente y devastadora sobre la forma cómo se las arregla la naturaleza para
producir al hombre excepcional y una justificación absoluta de las motivaciones
que conducen al amor en pos de sus fines.
Como parte de su contribución a una
historia natural de la moral, el filósofo traza una línea conceptual entre
instinto, fe y rebaño, para adentrarse en los vericuetos de la moral judía, en
cuyo pueblo comienza según él “la insurrección de los esclavos”, una revuelta
producto de esa “moral del miedo” que caracteriza al llamado pueblo escogido.
Se considera inmoral lo que amenaza la supervivencia de la colectividad, sería
una primera conclusión de su exploración psicológica; “saber si una opinión, un
estado, una pasión, un deseo, un don natural contienen pocos o muchos elementos
peligrosos para la colectividad, peligrosos para la igualdad, tal es en lo
sucesivo el criterio en moral”, sentenciará. Para Nietzsche, lo que imperaba en
la Europa de su tiempo era una “moral de rebaño”, inferior a otras muy
superiores. La expresión de esta moral es el movimiento democrático, heredero a
su vez del movimiento cristiano. Su mirada es disidente, disolvente, buscando siempre
un más allá del orden moral establecido, un paso adelante en el camino del
porvenir, trastocando las convenciones dictadas por esa moral del miedo, llena
de prejuicios, de nubarrones y obscuridades.
En el capítulo “Nosotros los sabios”
encuentro –exceptuando el sesgo sexista, propio de la época– un apunte de gran
precisión intuitiva: “Comparado con el genio que está hecho para procrear y para engendrar, tomadas las dos palabras en toda la fuerza del término,
el sabio, el hombre de ciencia común, tiene siempre algo de solterona; pues,
como ella, ignora las dos funciones más importantes del ser humano: ‘Engendrar’
y ‘dar a luz’”. Sin duda que se trata de una comparación bastante provocadora
y, a la luz de los últimos arrestos de las luchas feministas, lo que más ha
envejecido del pensamiento del maestro de Basilea. Esto queda demostrado
tranquilamente al leer los aforismos 232 al 239, ante los que uno se puede
preguntar qué tan misógino pudo ser aquel hombre que en tantas otras esferas
fue todo un adelantado, un hombre póstumo como a él le encantaba calificarse,
muy a tono con sus ideas heterodoxas sobre el filósofo como hombre del mañana,
o del pasado mañana, cuya tarea es la de ser la mala conciencia de su época,
aquel que revelará que “el hombre más grande es el más solitario, el más
oculto, el más aislado, el que se sitúa por encima del bien y del mal, el dueño
de sus propias virtudes, el hombre de una voluntad exuberante”.
Ahonda también en las virtudes propias de
los inmoralistas, específicamente en la probidad, así como en la disciplina del
gran sufrimiento, partiendo de la idea de que todo auténtico crecimiento está
espoleado por una fuerte dosis de dolor y tribulación, la muy conocida metáfora
del cincel y la escultura, donde ese artista ignoto que es la vida va tallando
su obra a golpe de padecimientos y sinsabores, escuela en la que se va forjando
la imagen cabal del ser humano. Inclusive en el mismo conocimiento subyace una
dosis apreciable de penalidad, pues al decir del filósofo “en toda voluntad de
conocer hay, por los menos, una gota de crueldad”. Enseguida tiene luminosas y
proféticas palabras sobre el antisemitismo, un problema que ya en el siglo XIX
azotaba Europa, vigente ahora mismo, al cual con clarividencia admirable
califica de “fiebre nerviosa del nacionalismo”. Destaca la superioridad moral y
del gusto de los franceses, frente a la estimable mediocridad de los ingleses,
así se llamen Darwin, Spencer o Stuart Mill.
Finaliza con su aristocrática división
entre la moral de los señores y la moral de los esclavos, donde sólo el
peligro, la incomodidad, una existencia ajena al lujo y la molicie, serán
capaces de producir el hombre superior, aquel que levanta el vuelo por encima de
las cabezas de los hombres del rebaño, mediocres seres corroídos por una vida
rutinaria y exenta de grandes desafíos, adocenados por la ilusa promesa del
progreso y la modernidad, entregados febrilmente a los santos patronos de la
técnica y el vértigo de una existencia que los consume y los cosifica.
Lima,
5 de julio de 2019.
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