domingo, 24 de marzo de 2024

Noches en la isla

 

Se ha publicado el pasado 6 de marzo En agosto nos vemos (Penguin Random House, 2024), la obra que durmió diez años en los archivos de una universidad estadounidense. No recuerdo haber esperado antes un libro con tanta expectación como esta novela póstuma de Gabriel García Márquez. Las vicisitudes de su publicación, después de haber estado en las manos de su fabulador, haciéndose y deshaciéndose, en un afán de corrección que ya no pudo concretarla, ha sido narrada por sus hijos, quienes han decidido publicarla luego de intensos debates, pues en un momento Gabo les dijo que no funcionaba y debían destruirla. Rodrigo y Gonzalo, los únicos herederos, han debido sortear los escollos de las legítimas dudas de conciencia por estar traicionando la voluntad de su padre. Es por eso que entregarlo finalmente a sus millones de lectores, que el genial colombiano tuvo la dicha de granjearse en el mundo entero, debe ser visto como un acto de lealtad a la literatura y al arte, una concesión a la belleza que el Premio Nobel, estoy seguro, les va a perdonar desde su inmortalidad.

Bajo el liderazgo del editor Cristóbal Pera, que emprendió la ardua tarea de cotejar las cinco versiones de la novela que García Márquez no pudo concluir, los textos inéditos se dan ahora a la luz para beneplácito de nosotros, sus agradecidos lectores. El lanzamiento de la obra en Barcelona coincidió con el cumpleaños 97 del querido escritor de Aracataca. El hijo menor del novelista, Gonzalo, diseñador de la obra, acompañado de la editora Pilar Reyes, del periodista español Xavi Ayén y del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, presentaron el libro en la sede de la biblioteca Gabriel García Márquez de la ciudad catalana.

Algunas semanas antes de que saliera a la venta, ya había saboreado el primer bocadillo de este manjar, gracias a que la editorial compartió unos párrafos del primer capítulo por las redes sociales. Fue el primer y prometedor acercamiento a una historia que atrapa desde la primera línea.

Hay un hermoso contrapunto entre música y literatura en el relato. En su primera noche en la isla, Ana Magdalena Bach, el personaje central, lee Drácula de Bram Stoker y escucha boleros en el bar del hotel. El pianista ejecuta luego el Claro de luna de Claude Debussy en un arreglo para bolero. La música se cuela por todos los poros de la novela, como un mar imbatible. Pululan por sus páginas referencias que van desde Grieg, Chopin y Rajmáninov, hasta Agustín Lara, el bolero, el danzón cubano, la contradanza, el Charleston y el tango apache. Además, Doménico Amarís, el esposo de la protagonista, es director del Conservatorio provincial; el hijo es un cellista en una orquesta sinfónica y la hija, que aspira a ser monja, anda de amores con un trompetista de jazz.

Al avanzar en su lectura uno se da cuenta de inmediato que ahí está el Gabo de siempre, con su prosa embrujada, sus frases a ritmo de vallenato y su infinito encanto caribe. Naturalmente que no la he leído de una sentada, o de un tirón, como hacen otros, pues eso siempre me pareció una falta de respeto para con el autor y con el libro, sino que me he reservado siete noches para gozar como loco, en el reducto íntimo de mi soledad. Los buenos libros se leen como se beben los buenos vinos, degustándolos lentamente, paladeando su sabor, textura y aroma, para acceder mejor a la misteriosa esencia de su calidad.

Convengo, no es una obra maestra, es una historia muy bien escrita, en el estilo inconfundible de García Márquez, a pesar de algunas sombras que lógicamente obedecen a la condición de los últimos años de un autor que iba perdiendo la memoria. A pesar de ello, el lector se desliza por sus páginas como por un tobogán de dicha. Su lectura placentera perdura más allá de haber llegado al punto final. La trama es sencilla, una mujer, Ana Magdalena Bach, como se llamaba también la segunda esposa del gran músico alemán, acude el 16 de todos los años a una isla del caribe para depositar flores en la tumba de su madre. En cada viaje que realiza, una vez cumplido el ritual de siempre, tiene una aventura con un hombre desconocido. Las reflexiones que ello le suscita, así como las consecuencias sutiles que los demás van detectando en ella, en el marco de un despliegue imprevisto de libertad y exploración personales, es la materia deliciosa de esta novela inusitada.

 

Lima, 21 de marzo de 2024.



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sábado, 23 de marzo de 2024

La solución final

 

Próximos a cumplirse los cinco meses desde que Hamás atacó un asentamiento judío en la frontera sur de Israel, y de la sangrienta respuesta que ha desatado el gobierno israelí en la franja de Gaza, el mundo sigue contemplando cómo se perpetra en pleno siglo XXI, ante la vista y paciencia de toda la comunidad internacional, ante el silencio cómplice de las grandes potencias de la Tierra, ante la impotencia de quienes podemos hacer poco o nada por impedirlo, un genocidio en vivo y en directo, transmitido por la televisión y documentado todos los días por la prensa independiente. Es realmente bochornoso comprobar cómo es que esta proclamada “civilización”, de la que se ufanan los grandes jerarcas de Occidente, se muestra indiferente ante una de las masacres más horrorosas de los tiempos modernos.

Van más de 140 días que el ejército sionista bombardea día y noche el territorio gazatí, y con ello se acaban las vidas de alrededor de treinta mil palestinos, más de un tercio de ellos niños. Gaza es al día de hoy una auténtica escombrera, una tierra llena de cascotes esparcidos y edificios en ruinas, luego de la brutal destrucción cometida por la aviación israelí, la demolición sistemática de viviendas residenciales, hospitales, colegios, universidades, mezquitas y todo cuanto necesita como mínimo una colectividad para vivir. Con el pretexto de acabar con los “terroristas” de Hamás, cuyos crímenes evidentemente que son condenables, el designio es exterminar con todo rastro de vida que corresponda a la población palestina, una limpieza étnica tal cual ejercieron las hordas hitlerianas en el siglo pasado.

La alternativa que ha tomado el gobierno de Benjamín Netanyahu para acabar con los palestinos, copiada según el modelo que los nazis aplicaron a los mismos judíos hace más de ochenta años en plena guerra mundial, se puede también denominar como la “solución final” para acabar con Palestina. Se sabe que quienes diseñaron ese macabro plan en la Alemania de mediados del XX fueron Reinhard Heydrich y Adolf Eichmann. El primero era conocido en esa época como el cerebro de Himmler, la Bestia Rubia o el Carnicero de Praga, y el segundo fue el eficiente burócrata que se encargó del traslado de sus víctimas a los campos de concentración.

Ante la monstruosa masacre que se viene cometiendo contra los palestinos de Gaza, verdaderos crímenes de guerra de la que algún día tendrán que rendir cuentas ante la justicia, los abiertos y velados defensores del gobierno de Tel Aviv arguyen que se trata de una “legítima defensa”, o traen a colación el asunto del antisemitismo, para responder a quienes señalan sin ambages que se trata de un genocidio. Me ha sorprendido que un columnista peruano, entre tantos otros, le dedique varios de sus textos a recordarnos esa vieja práctica que, sin embargo, en el problema actual no tiene nada que hacer. Quienes condenamos sin medias tintas lo que los nazis hicieron con los judíos durante la llamada segunda guerra mundial, igualmente condenamos lo que hoy hacen, no todos los judíos, sino quienes ejercen el poder y representan al gobierno de esa nación en estos momentos.

La actitud del gobierno de Sudáfrica, la misma de Nelson Mandela, es hasta ahora la única que asume con dignidad lo que muchos quisiéramos para nuestros gobiernos, representando a millones en el mundo que pensamos que la justicia internacional debe intervenir ya para detener esta carnicería. La denuncia planteada por Pretoria ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), acusando de genocidio al Israel, es por lo menos un gesto de honor que nos salva de la plena barbarie. Los seis puntos de medida urgente que el tribunal ha planteado al gobierno israelí para evitar la consumación de la matanza, son descaradamente desacatados por las tropas invasoras. Los representantes israelíes se zurran en el Derecho Internacional. Tienen la desfachatez de llenar de improperios al mismo secretario general de las Naciones Unidas, por llamar al respeto por las vidas de miles de palestinos que padecen injustamente esta cruel embestida. La misma respuesta han recibido el presidente Petro de Colombia y el presidente Lula de Brasil. Las relaciones diplomáticas con esos países se tambalean sólo porque se atrevieron a ponerse del lado de las víctimas.

Por último, de los tantísimos ejemplos del exterminio colectivo que ejecuta impunemente el gobierno de Netanyahu, una noticia que revela por enésima la atroz incursión de las tropas sionistas en Gaza nos remece de ira por lo abominable del hecho: más de un centenar de palestinos son acribillados desde el aire cuando se acercaban a los convoyes para recabar la escasa alimentación que pueden recibir después que se les ha bloqueado hasta eso, en un gesto de grosera inhumanidad que pinta de cuerpo entero a los que ordenan tamaña bestialidad y a quienes fungen de sus protectores en el poder mundial. Varias resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas solicitando el alto el fuego han naufragado por el veto estadounidense. Es imposible concebir mayor ignominia.

 

Lima, 3 de marzo de 2024.


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miércoles, 14 de febrero de 2024

Kafka enamorado

 

Ahora que estamos en el año de Kafka, pues en junio se cumplen cien años del fallecimiento del formidable escritor checo, es bueno repasar un segmento particularmente íntimo de su obra: su correspondencia amorosa, dirigida primero a Felice Bauer, con quien estuvo prometido, y luego a Milena Jerenská, su traductora al checo. Franz Kafka, a pesar de haber nacido en Praga, escribía en alemán, como buen ciudadano del imperio austro-húngaro, por eso es considerado en los estudios literarios como parte de la literatura alemana, tal vez el exponente más notable de esa lengua en el siglo XX. No desconocía el checo; sin embargo, sabía que su producción cobraría dignidad al ser traducida a ese idioma por esta mujer, periodista y escritora, poseedora de una fina sensibilidad y una gran cultura, quien por cierto, le había solicitado antes su autorización para realizar la traducción de una de sus primeras obras.

Me centraré en su correspondencia con esta última, a propósito de la relectura de Cartas a Milena (Alianza Editorial, 1984), texto que vuelve a deleitarme después de más de treinta años. En aquella ocasión, me sirvió además de inspiración para las misivas que yo perpetraba teniendo como filosofía aquello que afirmaba con gran agudeza el poeta Luis Hernández: “Yo creo en el plagio, y con el plagio creo”. El tono reflexivo, las perspicaces descripciones de los escenarios y las situaciones, la penetración psicológica, la autoironía y un sentido del humor soterrado e inmanente, hacen de la lectura de estas cartas una gozosa aventura del sentimiento y de la imaginación.

Compiladas y anotadas por Willy Haas, las cartas que Kafka escribió a Milena comprenden desde 1920 hasta 1922, y recogen una relación que empezó siendo de amistad, por razones estrictamente literarias, y que lentamente va transitando hacia una singular pasión amorosa cuya intensidad va a la par de la eficaz y magnífica prosa del autor de El proceso. Las comunicaciones fueron enviadas sin fecha, por lo que el trabajo del compilador ha debido de ser muy arduo para ordenarlas cronológicamente. Milena pertenecía a una familia muy conocida de Praga y estaba casada con un intelectual bohemio. Cuando Kafka y Milena se conocieron, él tenía 37 años, y ella, 24.

De hecho, Kafka se comprometió dos veces, incluso algunos biógrafos dicen que hasta tres, pero no pudo llevar a cabo su propósito por razones que quizá son algo complejas y a la vez sencillas de analizar. Muchos fragmentos de las cartas poseen referencias y prefiguraciones de las atmósferas de sus escritos de ficción, especialmente de La transformación -más conocida como La metamorfosis-. Por ejemplo, en una carta le cuenta a Milena que no ha podido salvar a un coleóptero que yacía desesperado patas arriba. Cuando él creía que ya agonizaba, pasó una lagartija sobre el insecto, éste se incorporó presto y echó a volar. Esta escena nos remite inmediatamente al comienzo de su más afamada novela, donde Gregor amanece una mañana convertido en un monstruoso insecto sin poder levantarse y con las patitas agitándolas inútilmente en el aire.

Enseguida le comenta: “De algún modo eso me infundió un poco de ánimo a mí también; me levanté, bebí leche y empecé a escribirle.” No debemos olvidar que la bebida favorita de Gregor Samsa era la leche, y que en su nueva condición de insecto esta bebida le resulta indiferente, pues su hermana Gretel, durante los primeros días del terrible acontecimiento, le lleva un cazo de leche con pan remojado a su habitación, pero luego comprueba que ha dejado intacto el alimento. Entonces varía su dieta y a partir de ese momento le llevará desperdicios diversos.

La relación se hace cada vez más intensa, a menudo prolija en detalles que sólo una sensibilidad como la de Franz Kafka es capaz de detectar. Por desgracia, no contamos con las cartas que ella le escribió, las cuales apenas podemos deducirlas de las referencias y comentarios que realiza el propio Kafka. Aun así, adentrarse en el sentir y el pensar del novelista checo, constituye una aventura descomunal, una experiencia única en el conocimiento del espíritu y el corazón de un gran creador. Y pensar que durante todo ese tiempo sólo se vieron dos veces: una en Viena, donde radicaba Milena, encuentro que duró cuatro días; y otra, en Gmünd, en el centro oeste de Austria. Kafka se encontraba en Merano, un idílico valle alpino en Italia, donde pasaba una temporada de cura debido a la tuberculosis.

A la muerte del escritor, Milena escribe su obituario en un periódico de Praga, donde describe perfectamente la misteriosa personalidad de un Kafka tímido, reservado, demasiado sabio para la vida e incapaz de luchar contra un enemigo poderoso, a quien puede llegar a avergonzar precisamente por ese poder. Ella se vuelve a casar, tiene una hija, se divorcia otra vez. Se afilia al partido comunista checo, consolida su carrera como periodista y pronto se desencanta de la deriva del régimen soviético por los testimonios que recibe de personas amigas, como es el caso de Margaret Buber-Newman, quien escribirá un hermoso libro publicado después de la muerte de Milena en el campo de concentración de Ravensbrück, en 1944, donde estuvo confinada cuatro años por sus actividades en favor de ciudadanos judíos que huían de la barbarie nazi.

 

Lima, 12 de febrero de 2024.




lunes, 12 de febrero de 2024

Sobrevivientes

 

En octubre de 1972 se produjo una de las tragedias aéreas más sonadas de Latinoamérica, cuando un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, que transportaba a 45 personas, se estrelló en la cordillera de los Andes, en la frontera de Argentina con Chile. En ella viajaba la delegación del equipo de rugby del país, acompañados por algunos familiares y amigos de los jóvenes deportistas, más los miembros de la tripulación. Después de una breve escala en Mendoza, la nave rumbo a Santiago de Chile perdió el control, debido tal vez a la densa nubosidad de la zona, y terminó desintegrándose en choques sucesivos con las cresterías nevadas de una altura superior a los 5 mil metros sobre el nivel del mar.

Este es el tema de la reciente película La sociedad de la nieve, del español Juan Antonio Bayona, estrenada el año pasado y que compite para los próximos premios Oscar. Producida a partir del libro del mismo nombre de Pablo Vierci, la historia revive un hecho luctuoso de la aviación. La he visto la otra noche y me ha parecido muy interesante, un tratamiento bastante sobrio de un asunto que puede prestarse fácilmente a la truculencia. La actuación de artistas uruguayos y argentinos le proporciona una buena dosis de realismo al film, así como el escenario que es el mismo que vivieron las víctimas de hace medio siglo, aunque algunas escenas se hayan grabado en la Sierra Nevada española.

Durante el primer saldo de la violenta incursión sobrevivieron 27 viajeros, que empezarían a vivir a partir de ese momento una verdadera hazaña de supervivencia, debiendo soportar por 71 días los embates encarnizados de la baja temperatura, la falta de alimentos, los heridos sin atención suficiente y la desesperación gradual de todos. Una tormenta de nieve, a los pocos días del accidente, prácticamente los sepultó en la montaña, ocasionando la muerte de 9 personas más. En los siguientes días otros dos morirían al encontrarse muy mal heridos. Cuando a través de un equipo de radio escuchan que las labores de rescate se dan por concluidas, han pasado ya diez días de la caída. En ese instante son conscientes de que su salvación depende de ellos mismos.

Al agotarse los suministros, se produce una terrible disyuntiva que pone a prueba el valor moral de cada sobreviviente. Discuten sobre la posibilidad de consumir la carne de sus compañeros fallecidos. Un viejo tabú de la humanidad se coloca en el debate en circunstancias dramáticas para 16 seres humanos cuya única alternativa es sobrevivir o morir. Algunos toman la difícil decisión de salvarse, aun a costa de un hecho que para muchos es reprobable desde todo punto de vista; otros declinan por razones religiosas. Sin duda que es el momento más tenso de la película.

A los sesenta días de una peripecia increíble, dos de los muchachos deciden arriesgarse y salen a pedir auxilio cruzando los picos nevados, las abruptas laderas y desafiando la inclemencia de un clima extremo. Se dirigen al oeste, pues saben que en algún momento divisarán las estribaciones del lado chileno de Los Andes. La travesía de diez días es descomunal, una auténtica prueba de lucha por la vida, la voluntad humana puesta al límite, la resistencia personal al servicio de la afirmación práctica de la solidaridad, la empatía y la resiliencia. Una acción de heroísmo sin discusión alguna. Divisar al arriero chileno al otro lado de un río, es el santo y seña de un noble objetivo conquistado.

En 1976 se produjo la primera versión cinematográfica de la tragedia, Supervivientes de los Andes. Fue rodada en México por René Cardona, basada en el libro del mismo título de Clay Baird Jr. En 1993 se realizó una segunda película sobre este acontecimiento que la prensa bautizó como el milagro de los Andes. La producción titulada en inglés Alive (¡Viven!), fue producida y dirigida por Frank Marshall, basada en el libro homónimo de Piers Paul Reed de 1974. Tal parece, sin embargo, que la última versión posee un mayor calado en el tratamiento del tema como en la profundización de los personajes, así como en el enfoque centrado en los aspectos reflexivos y existenciales de un episodio de esta magnitud. De hecho, la primera versión fue muy mal recibida por la crítica, por el abordaje plano y efectista del hecho. La segunda estuvo mejor, a pesar del evidente acento puesto en el lado religioso de una vivencia así.    

Esta proeza de la sobrevivencia no se podría decir que es en realidad insólita, pues son numerosos los casos que registra la historia de personas que lograron sobreponerse a situaciones tan retadoras. Muchas fatalmente no pudieron hacerlo, pero lo intentaron, porque el instinto de vida es tan fuerte que es capaz de cosas tan extraordinarias o extremas con el único fin de salvarse, de no morir. Freud hablaba del eros y del tánatos, dos instintos poderosos y opuestos, uno de vida y el otro de muerte, que habitan en todo ser humano. Según la realidad, el carácter o las circunstancias, logra triunfar uno de ellos, y en este caso fue el primero que logró imponerse para que esos dieciséis sobrevivientes contaran al mundo su increíble experiencia.

Lima, 31 de enero de 2024.



sábado, 27 de enero de 2024

Educando a Elisa

 

George Bernard Shaw (Dublín 1856 – Reino Unido 1950) es un espléndido humorista, dueño de un ingenio excepcional, que lo hace enfrentar de manera incomparable cualquier situación embarazosa de la vida diaria. Cuando es objeto de alguna chanza, pues no faltan los impertinentes que buscan cebarse con una celebridad, sus respuestas son fulminantes, rotundas, como por ejemplo en ese par de anécdotas que se cuentan de las muchas que lleva en su haber. Una vez, luego de una brillante conferencia, un sujeto del público se puso de pie para hacerle una pregunta, pero no referida al tema de su exposición, sino una con sorna:

-Señor Shaw, ¿podría decirme dónde queda el baño? -La réplica del expositor fue delicada como una caricia, pero violenta como una centella.

-Cómo no señor -le dijo Shaw-; salga al pasadizo, camine de frente hasta el fondo, doble a la derecha y allí encontrará un letrero que dice “Caballeros”. No hago caso al mismo y pase adelante.

Otra vez, salía de una sala de teatro luego de haber disertado sobre un tema, la gente se aglomeró alrededor suyo tratando de obtener alguna respuesta o una firma dedicada. De pronto, alguien le advirtió que en el bolsillo del saco un desconocido había colocado un papel doblado. Nuestro personaje extrajo el mismo, lo desdobló y leyó: “Imbécil”. Miró al público, desplegó el mensaje ante la vista de todos y espetó:

- Señores, es la primera vez que recibo un anónimo, firmado.

Empero, Shaw es ante todo un gran escritor, autor de novelas, ensayos y obras dramáticas. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1925. De entre aquellas últimas, destaca indudablemente su comedia Pigmalión, publicada en 1913, formidable sátira de la sociedad inglesa y deliciosa pieza de teatro. El título nos remonta a la inagotable mitología griega, según la que un rey de Chipre andaba en busca de una mujer con quien casarse, pero como era muy exigente en la materia, no conseguía ninguna que reuniera sus condiciones de perfección, entonces decidió dedicarse a la escultura. Esculpió así a Galatea, la mujer ideal que ansiaba. Se enamora de ella deseando con frenesí que cobrara vida. Tiene un sueño donde se cumple su deseo, y al despertar Afrodita se compadece del rey y hace realidad su sueño. El relato se encuentra igualmente en el libro Metamorfosis, del autor latino Ovidio.

Este es el trasfondo mítico de la comedia, trasladado al Londres de comienzos del siglo pasado. Henry Higgins, un caballero inglés especialista en lingüística y fonética, conoce de casualidad en una calle de la ciudad, en medio de una lluvia torrencial, a una florista. Esta circunstancia particular, donde un par de mujeres, madre e hija, intercambian diálogos con la vendedora de flores, sirve para que el caballero tome notas para sus estudios. Entre los personajes de la escena también está el coronel Pickering, otro aficionado a estos aspectos del lenguaje. Todo sucede en el pórtico de la iglesia de San Pablo, a medianoche.

El hijo de la señora, Freddy, va en busca de un taxi y tropieza con la florista, cuya canasta de flores se desparrama por el suelo. Allí se suscita un breve diálogo entre ambos, ocasión que mister Higgins registra en sus apuntes por el especial uso del idioma que hace la chica, Elisa, un lenguaje trufado de coloquialismos propio de la jerga de los barrios bajos londinenses. Asimismo, es motivo para que intercambien impresiones Higgins y Pickering, quien es autor de un trabajo titulado “El sánscrito hablado”, lo que produce un enorme interés de parte de aquel. De esta manera, al día siguiente ambos se encontrarán en el gabinete que Higgins tiene en Wimpole Street. Allí llega también la florista, buscando al lingüista para unas clases de pronunciación. Cuando convienen en ello, el de las notas comunica a su ama de llaves, mistress Pearce, que Elisa se quedará y que la lleve para su aseo. Su desafío es convertir en unos pocos meses a la muchacha en una dama de modales y léxico correctos.

En el tercer acto asistimos a una escena en la casa de mistress Higgins, la madre del profesor de fonética, un piso en la ribera del Chelsea. Acude a ella su hijo para anunciarle la visita de una muchacha que ha pescado. La madre se turba y replica que ese día tiene visitas, y por tanto debe esperar. Henry insiste y convence a la dama de que reciba a su invitada. Quienes visitan a mistress Higgins son la señora y la señorita de Eynsford, las mismas de la primera escena del pórtico de San Pablo. Al hacer su ingreso Elisa, vestida como una dama y departiendo con los circunstantes con suma delicadeza y modales, el asombro es general. Intercambian impresiones ante el regocijo del profesor y la perplejidad de la madre. Pronto llega Freddy, a quien también ya conocemos, y queda prendado de Elisa.

En el cuarto acto se va a poner en práctica el experimento de los dos señores. Nos enteramos, por el diálogo de ambos al llegar al laboratorio de vuelta, que han asistido a una garden-party -tradicionales fiestas en los jardines en el Reino Unido durante la era Victoriana-, para poner a prueba todo el trabajo de meses con el objetivo de refinar a una florista recogida del arroyo, como varias veces lo comenta el autor del proyecto. Si bien ellos regresan satisfechos, Elisa demuestra su malestar, que con el paso de las horas va creciendo. Se siente utilizada, un simple conejillo de indias de dos caballeros empeñados en demostrar a todo el mundo y demostrarse a sí mismos lo que son capaces de hacer.

En el acto final, Higgins acude a la casa de su madre acompañado de Pickering, afanosos por encontrar a Elisa, quien ha fugado la noche anterior y se ha llevado todas sus cosas. Henry está desesperado, mientras la madre lo contempla muy tranquila tratando de transmitirle algo de su estado de ánimo. En un momento determinado, mistress Higgins anuncia que Elisa está con ella y ordena que salga. Elisa hace su ingreso a la sala ante el estupor de los solterones. Previamente, la madre ha tratado de hacerle entender al hijo los beneficios del matrimonio, situación que a él le parece improbable. Luego, en la plática con Elisa salen a relucir los encuentros y desencuentros de una relación singular. Él no quiere que se vaya y le pide volver con ellos. Elisa manifiesta sentirse postergada, tratada como un objeto. Menciona a Freddy como el joven que ha mostrado su interés por ella. Henry descalifica al muchacho en medio de un escarceo de sentimientos de superioridad, celos y desamparo.    

La obra se divide, como ya quedó claro, en cinco actos y un epílogo. En éste, el autor reflexiona sobre el posible fin de su comedia, presentando al lector argumentos válidos para que cada quien se decante por el final más razonable. Por lo demás, en toda la obra sobrevuela una crítica velada a la hipocresía de la alta sociedad londinense, una sátira de los moldes impuestos por la aristocracia, una fina ironía que desnuda ese mundillo hecho de convencionalismos, formulismos y supercherías sociales con los cuales una clase ha buscado uniformizar el multiforme e inapresable comportamiento del ser humano.

 

Lima, 24 de enero de 2024.




jueves, 18 de enero de 2024

Crónica de Lima

 

Cuando la ciudad de Lima cumplió 400 años de fundación española, el eminente historiador Raúl Porras Barrenechea publicó un libro de homenaje titulado Pequeña antología de Lima. El Río, el Puente y la Alameda. Corría el año 1935 y el joven estudioso de nuestra historia reunió en un enjundioso volumen los textos más importantes que sobre Lima se habían escrito desde aquellos años iniciales hasta las primeras décadas del siglo XX. Una comprobación que puede sorprender al lector es cuando el autor afirma, en las palabras liminares, que esta ciudad la fundaron dos personajes: Francisco Pizarro y Ricardo Palma. Es una forma elegante de conjugar la historia y la poesía, el pasado y la literatura, la realidad y la imaginación. Y continúa luego: “Se agregaron a los fundadores treinta españoles que vinieron de San Gayán y veinticinco indios de Jauja”, es decir, que entre los primeros habitantes de esta capital también había jaujinos, a quienes podemos también reconocerles el título de fundadores.

Cada uno de los que habitamos esta urbe descomunal tiene una visión propia de ese espacio compartido que finalmente es una ciudad. La primera vez que visité Lima fue en los primeros años de la década del 70 del siglo XX. Nos alojamos en un departamento de la recién estrenada Residencial San Felipe, en el distrito de Jesús María. Nuestros anfitriones, parientes políticos de mi tía Antu, nos recibieron con gran afecto. Desde el quinto piso podía divisar esta ciudad increíble, las luces interminables que pululaban por todos lados en la noche, como silenciosas luciérnagas incansables. Pero lo primero que me sorprendió realmente fue el agua, mejor dicho, el olor del agua. Yo venía de Jauja, abastecida por el agua de los manantiales o puquios de las alturas, agua pura que bebíamos directamente de las pilas de las casas. Es por eso que sentir el cloro -como me lo explicaron después- fue el primer choque físico con la capital.

Luego vendría el recorrido por la ciudad, sus altos edificios, el tráfico intenso y la agitación particular de una urbe gigantesca ya por esos años. Y el otro impacto físico fue el clima, era la estación del verano y ese calorcito pegajoso y molesto, inusual para un visitante de la sierra, fue una experiencia extraña que con el tiempo tuve que aprender a domeñar. Caminar por el centro de la ciudad, el famoso jirón de la Unión, la plaza San Martín y la Plaza de Armas, como se decía entonces, se convirtió en otra aventura inusitada y grata. Lo que sí me resultó directamente injuriante fue el transporte público, trasladarse en los viejos buses de esos años, con sus destartaladas chimeneas arrojando humo negro, me produjo las primeras arcadas en la capital, estando a punto del vómito. También con los años se llega a dominar esta repulsa instintiva del cuerpo.

En uno de los textos que recopila Porras, el poeta José Santos Chocano evoca una Lima del pasado, una Lima que se fue, o que dejamos irse, o que tal vez siempre se está yendo. Desfilan ante los ojos de la imaginación del lector, los fantasmas de una ciudad que ya no existe, cual conjuro de ánimas de un mundo pretérito, casi como el que podemos sentir en Comala, la ciudad espectral de Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo. Qué hubiera pensado el insigne historiador que fue el maestro Porras, o los cronistas y viajeros que dejaron sus impresiones de la otrora Lima, si vieran, por ejemplo, hoy el Rímac convertido en un río de aguas pútridas, un cauce maloliente que agrede los sentidos de quienes osan cruzar sus puentes o pasear por sus malecones.

Hay un texto escrito por un tal Stevenson, que vivió en Lima muchos años, donde describe los últimos años de la Inquisición, que funcionaba en el local del Santo Oficio, situado en la llamada plaza de las tres virtudes cardinales, hoy Plaza Bolívar. Es un estremecedor testimonio de la barbarie instalada en un recinto consagrado a la fe.

Cuando finalmente me instalé en la ciudad, a comienzos de los años 80, con motivo de mi ingreso a la Universidad de San Marcos, era otro el panorama político el que imperaba. El Perú vivía su primavera democrática, con el retorno de los civiles al poder. Lima seguía creciendo de un modo imparable, como hasta hoy. Poco a poco iría conociendo los distintos rincones de una Lima que crecía caótica y desmesuradamente. Los históricos lugares de Pachacámac, Carabayllo y Maranga, importantes núcleos poblacionales de la Lima primitiva, quedan ahora como puntos referenciales de un pasado que el vértigo del tiempo ha ido transformando hasta adquirir las actuales características.

En el libro que poseo, la edición se completa con un interesante texto que Raúl Porras Barrenechea dedica al nombre del Perú. Es curioso comprobar cómo esta toponimia se impone a través del uso de la gente de más baja ralea de Panamá, que en son de burla se referían de esa manera a los aventureros que se arriesgaban hacia el sur. Los documentos oficiales registran el nombre general de Costa del Levante para todas las tierras situadas al sur de Panamá. Pero la denominación surge por la deformación del nombre de un cacique llamado Bidú, al que los conquistadores atribuyen el señorío de dicho territorio. Aparece así un nombre mestizo, como dice Porras, fusión de lo indio y lo español. Los soldados y el populacho, como casi siempre, imponen así el uso de una voz hasta entonces desconocida, que sin embargo en sus inicios se refería a lo que actualmente es la provincia del Darién en Panamá y la intendencia del Chocó en Colombia.

Alguna vez, la gran compositora Chabuca Granda asistió a una de las conferencias del maestro Porras, y allí fue que escuchó por primera vez esa descripción tan precisa de la Lima antigua y sus costumbres, que luego incorporó en uno de sus versos más memorables de su emblemática canción “La flor de la canela”. Efectivamente, el río hablador, el puente de piedra y la alameda de los Descalzos en el distrito del Rímac constituyen los elementos identitarios de una ciudad que luego se ha expandido de una manera monstruosa.

El libro es encantador, posee una nutrida información histórica sobre Lima y el Perú, en la prosa elegante y sabrosa de uno de los hombres más apasionados por el pasado del país y que siempre estuvo comprometido con su presente y con su futuro.

 

Lima, 6 de enero de 2024.



 

sábado, 6 de enero de 2024

Tilsa

 

Sólo hay dos explicaciones para toda la controversia suscitada en las redes sociales por la aparición de Tilsa Tsuchiya (1928-1984) en los nuevos billetes de doscientos soles: ignorancia y mezquindad. El gran desconocimiento de la obra artística de esta magnífica pintora peruana, junto a ese deporte nacional, cuya práctica está muy generalizada, han creado esta falsa polémica cuestionando su presencia numismática. Es más, surge de un gran malentendido, pues algún obtuso ha sugerido por allí que cómo se puede reemplazar a Santa Rosa de Lima por “esta desconocida”. En primer lugar, no se trata de reemplazar a nadie, y con respecto a lo segundo, he ahí justamente el motivo, pues de lo que se trata es de visibilizar a una mujer de notable trayectoria en el arte peruano del siglo XX.

Creadora de una obra pictórica muy personal, Tilsa va revelando su talento de una manera prodigiosa a partir de mediados del siglo pasado, cuando luego de su paso por la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), de su estancia en Europa, adonde fue becada, y del gran aprendizaje que logró para pintar y dibujar, expone sus primeras obras y al instante los críticos descubren el genio innato, la originalidad de una artista formada al influjo de tres mundos estéticos: el arte precolombino, el japonés y el europeo, conjugando una propuesta única, singularísima, con pinceladas del surrealismo, sin serlo plenamente, y una apuesta por el arte figurativo, a contracorriente del extendido dominio que ejercía la pintura abstracta en los principales círculos artísticos del país y del continente.

Cuando hablo de ignorancia, ello no parte de una simple suposición. Cada vez que he preguntado a mis alumnos si conocen a pintores peruanos o que me nombren a cinco de ellos, el resultado ha sido invariablemente el mismo: el total desconocimiento de los artistas plásticos de su país. Algo parecido sucede con los poetas o los músicos. Pasados de unos cuantos nombres, consagrados y conocidos, no pueden mencionar a nadie más. Por ejemplo, ¿cuántos conocen de la existencia del poeta Carlos Germán Belli o del músico Celso Garrido-Lecca, dos de los artistas vivos más importantes del Perú? Es clamorosa la indigencia en la formación artística de la educación peruana. Y estoy seguro que lo mismo sucedería si planteamos el reto a cualquiera de esos críticos ocasionales del mundo virtual.

A propósito de lo que está ocurriendo con Tilsa Tsuchiya, esa misma reticencia a reconocer o valorar su obra ya lo padecieron tantos otros peruanos notables a lo largo de la historia, o si no recordemos lo que pasó con el mismísimo César Vallejo. Es cierta aquella aseveración que asegura que sólo lo igual reconoce a lo igual, y ello explica la profusión de tanta necedad con respecto a quienes se permiten hablar de Tilsa sin conocerla. Discípula de Carlos Quizpez Asín y de Ricardo Grau, dos importantes pintores peruanos de la primera mitad del siglo XX, formó parte de lo que se ha llamado, sin exageración, la “Generación de Oro” de la escuela de arte limeña, grupo al que pertenecieron Gerardo Chávez, Milner Cajahuaringa y Alberto Quintanilla, entre otros. Tanto es así, que Tilsa fue la primera y tal vez la única estudiante de nuestro país en obtener la nota 21, calificativo que obtuvo en su examen de fin de carrera. Como los graduandos exhibían virtudes muy parejas en su evaluación por el jurado, y todos ellos poseían méritos propios para alcanzar el consagratorio 20, ante el extraordinario trabajo de Tilsa Tsuchiya no podían los acuciosos evaluadores sino inclinarse por unanimidad por ese puntaje inaudito.

Me puse a observar muchos cuadros de Tilsa, en una colección de pintores peruanos publicada por el diario El Comercio hace ya varios años. En el cuadro “Comensales”, un óleo sobre lienzo de 1968, se observan unos brazos alargados hacia una mesa extendida, en cuyo centro domina un objeto circular, que puede ser un pan, el alimento general, y al fondo, en la cabecera, tres seres estilizados presiden la escena en una atmósfera sombría donde predominan los rojos, grises y el negro. Otros comensales están apostados en torno al mueble central. Y en “Músicos”, otro óleo sobre lienzo de 1964, me encantan las figuras de los cuatro protagonistas: dos instrumentistas de viento, un percusionista y el ejecutante de las cuerdas en el extremo izquierdo del cuadro. Los rostros son geométricos y los dedos muy perfilados, especialmente el del flautista del extremo derecho.

Dorsos desmembrados, figuras faliformes, senos omnipresentes, sombras autónomas, animales marinos, árboles antropomorfos, atmósferas brumosas, luces refractadas, objetos habitados, son parte de la iconografía personal de la artista. En el cuadro que la crítica señala como el más importante de su producción, “Tristán e Isolda”, un óleo sobre lienzo de 1974-1975, la pareja primordial se sostiene sobre una nube de fuego, que flota en una densa neblina donde se perfilan montañas vaporosas. Los personajes están frente a frente, uno de cuclillas y la otra de rodillas, mientras sus lenguas desmesuradas se enredan en medio del blancor de una luz maciza. Tristán tiene un cuerno en vez de frente, e Isolda una cabellera al viento. Se ha dicho que la ausencia de brazos de todos sus personajes simboliza su desapego de las posesiones materiales, y la carencia de frentes, el dominio de los sentimientos frente a la razón. El título original era “El mito de la creación”, pero a sugerencia de su amigo José Watanabe, lo cambió al de la pareja wagneriana.

El recorrido y reconocimiento de la obra de Tilsa Tsuchiya son indudables, a pesar de la ignorancia que todavía permea a buena parte de esa masa ajena a los vaivenes del arte y la cultura de nuestro país. En una encuesta promovida por un importante diario local sobre el artista peruano del bicentenario entre pintores, curadores y críticos de arte, el nombre de esta pintora nacida en Supe en 1928 y fallecida en Lima en 1984, resultó ganador con más menciones que cualquier otro. Además, uno de sus cuadros ha logrado hace pocos años la más alta cotización, en el mercado del arte internacional, que cualquier pintor peruano haya logrado alguna vez. Es decir, no sólo criterios estrictamente estéticos validan su obra, sino que también lo hacen razones económicas que son importantes en este mundo, cuyos estándares se miden por las cifras que alcanzan sus productos en el tráfico comercial.

No hay motivo para no adentrarse en el gozo y el privilegio del conocimiento de una creación formidable como la que nos ha dejado esta artista excepcional. Su ubicación anecdótica en un billete nacional no puede ser sino el pretexto para que todos los peruanos sepamos de ella y apreciemos como se merece la riqueza y trascendencia de la belleza de su arte.

 

Lima, 4 de enero de 2024.