jueves, 18 de enero de 2024

Crónica de Lima

 

Cuando la ciudad de Lima cumplió 400 años de fundación española, el eminente historiador Raúl Porras Barrenechea publicó un libro de homenaje titulado Pequeña antología de Lima. El Río, el Puente y la Alameda. Corría el año 1935 y el joven estudioso de nuestra historia reunió en un enjundioso volumen los textos más importantes que sobre Lima se habían escrito desde aquellos años iniciales hasta las primeras décadas del siglo XX. Una comprobación que puede sorprender al lector es cuando el autor afirma, en las palabras liminares, que esta ciudad la fundaron dos personajes: Francisco Pizarro y Ricardo Palma. Es una forma elegante de conjugar la historia y la poesía, el pasado y la literatura, la realidad y la imaginación. Y continúa luego: “Se agregaron a los fundadores treinta españoles que vinieron de San Gayán y veinticinco indios de Jauja”, es decir, que entre los primeros habitantes de esta capital también había jaujinos, a quienes podemos también reconocerles el título de fundadores.

Cada uno de los que habitamos esta urbe descomunal tiene una visión propia de ese espacio compartido que finalmente es una ciudad. La primera vez que visité Lima fue en los primeros años de la década del 70 del siglo XX. Nos alojamos en un departamento de la recién estrenada Residencial San Felipe, en el distrito de Jesús María. Nuestros anfitriones, parientes políticos de mi tía Antu, nos recibieron con gran afecto. Desde el quinto piso podía divisar esta ciudad increíble, las luces interminables que pululaban por todos lados en la noche, como silenciosas luciérnagas incansables. Pero lo primero que me sorprendió realmente fue el agua, mejor dicho, el olor del agua. Yo venía de Jauja, abastecida por el agua de los manantiales o puquios de las alturas, agua pura que bebíamos directamente de las pilas de las casas. Es por eso que sentir el cloro -como me lo explicaron después- fue el primer choque físico con la capital.

Luego vendría el recorrido por la ciudad, sus altos edificios, el tráfico intenso y la agitación particular de una urbe gigantesca ya por esos años. Y el otro impacto físico fue el clima, era la estación del verano y ese calorcito pegajoso y molesto, inusual para un visitante de la sierra, fue una experiencia extraña que con el tiempo tuve que aprender a domeñar. Caminar por el centro de la ciudad, el famoso jirón de la Unión, la plaza San Martín y la Plaza de Armas, como se decía entonces, se convirtió en otra aventura inusitada y grata. Lo que sí me resultó directamente injuriante fue el transporte público, trasladarse en los viejos buses de esos años, con sus destartaladas chimeneas arrojando humo negro, me produjo las primeras arcadas en la capital, estando a punto del vómito. También con los años se llega a dominar esta repulsa instintiva del cuerpo.

En uno de los textos que recopila Porras, el poeta José Santos Chocano evoca una Lima del pasado, una Lima que se fue, o que dejamos irse, o que tal vez siempre se está yendo. Desfilan ante los ojos de la imaginación del lector, los fantasmas de una ciudad que ya no existe, cual conjuro de ánimas de un mundo pretérito, casi como el que podemos sentir en Comala, la ciudad espectral de Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo. Qué hubiera pensado el insigne historiador que fue el maestro Porras, o los cronistas y viajeros que dejaron sus impresiones de la otrora Lima, si vieran, por ejemplo, hoy el Rímac convertido en un río de aguas pútridas, un cauce maloliente que agrede los sentidos de quienes osan cruzar sus puentes o pasear por sus malecones.

Hay un texto escrito por un tal Stevenson, que vivió en Lima muchos años, donde describe los últimos años de la Inquisición, que funcionaba en el local del Santo Oficio, situado en la llamada plaza de las tres virtudes cardinales, hoy Plaza Bolívar. Es un estremecedor testimonio de la barbarie instalada en un recinto consagrado a la fe.

Cuando finalmente me instalé en la ciudad, a comienzos de los años 80, con motivo de mi ingreso a la Universidad de San Marcos, era otro el panorama político el que imperaba. El Perú vivía su primavera democrática, con el retorno de los civiles al poder. Lima seguía creciendo de un modo imparable, como hasta hoy. Poco a poco iría conociendo los distintos rincones de una Lima que crecía caótica y desmesuradamente. Los históricos lugares de Pachacámac, Carabayllo y Maranga, importantes núcleos poblacionales de la Lima primitiva, quedan ahora como puntos referenciales de un pasado que el vértigo del tiempo ha ido transformando hasta adquirir las actuales características.

En el libro que poseo, la edición se completa con un interesante texto que Raúl Porras Barrenechea dedica al nombre del Perú. Es curioso comprobar cómo esta toponimia se impone a través del uso de la gente de más baja ralea de Panamá, que en son de burla se referían de esa manera a los aventureros que se arriesgaban hacia el sur. Los documentos oficiales registran el nombre general de Costa del Levante para todas las tierras situadas al sur de Panamá. Pero la denominación surge por la deformación del nombre de un cacique llamado Bidú, al que los conquistadores atribuyen el señorío de dicho territorio. Aparece así un nombre mestizo, como dice Porras, fusión de lo indio y lo español. Los soldados y el populacho, como casi siempre, imponen así el uso de una voz hasta entonces desconocida, que sin embargo en sus inicios se refería a lo que actualmente es la provincia del Darién en Panamá y la intendencia del Chocó en Colombia.

Alguna vez, la gran compositora Chabuca Granda asistió a una de las conferencias del maestro Porras, y allí fue que escuchó por primera vez esa descripción tan precisa de la Lima antigua y sus costumbres, que luego incorporó en uno de sus versos más memorables de su emblemática canción “La flor de la canela”. Efectivamente, el río hablador, el puente de piedra y la alameda de los Descalzos en el distrito del Rímac constituyen los elementos identitarios de una ciudad que luego se ha expandido de una manera monstruosa.

El libro es encantador, posee una nutrida información histórica sobre Lima y el Perú, en la prosa elegante y sabrosa de uno de los hombres más apasionados por el pasado del país y que siempre estuvo comprometido con su presente y con su futuro.

 

Lima, 6 de enero de 2024.



 

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