Cuando la ciudad de Lima cumplió 400 años de fundación
española, el eminente historiador Raúl Porras Barrenechea publicó un libro de
homenaje titulado Pequeña antología de Lima. El Río, el Puente y la Alameda.
Corría el año 1935 y el joven estudioso de nuestra historia reunió en un
enjundioso volumen los textos más importantes que sobre Lima se habían escrito
desde aquellos años iniciales hasta las primeras décadas del siglo XX. Una
comprobación que puede sorprender al lector es cuando el autor afirma, en las
palabras liminares, que esta ciudad la fundaron dos personajes: Francisco
Pizarro y Ricardo Palma. Es una forma elegante de conjugar la historia y la
poesía, el pasado y la literatura, la realidad y la imaginación. Y continúa
luego: “Se agregaron a los fundadores treinta españoles que vinieron de San
Gayán y veinticinco indios de Jauja”, es decir, que entre los primeros
habitantes de esta capital también había jaujinos, a quienes podemos también
reconocerles el título de fundadores.
Cada uno de los que habitamos esta urbe descomunal tiene una
visión propia de ese espacio compartido que finalmente es una ciudad. La
primera vez que visité Lima fue en los primeros años de la década del 70 del
siglo XX. Nos alojamos en un departamento de la recién estrenada Residencial
San Felipe, en el distrito de Jesús María. Nuestros anfitriones, parientes
políticos de mi tía Antu, nos recibieron con gran afecto. Desde el quinto piso
podía divisar esta ciudad increíble, las luces interminables que pululaban por
todos lados en la noche, como silenciosas luciérnagas incansables. Pero lo
primero que me sorprendió realmente fue el agua, mejor dicho, el olor del agua.
Yo venía de Jauja, abastecida por el agua de los manantiales o puquios de las
alturas, agua pura que bebíamos directamente de las pilas de las casas. Es por
eso que sentir el cloro -como me lo explicaron después- fue el primer choque
físico con la capital.
Luego vendría el recorrido por la ciudad, sus altos
edificios, el tráfico intenso y la agitación particular de una urbe gigantesca
ya por esos años. Y el otro impacto físico fue el clima, era la estación del
verano y ese calorcito pegajoso y molesto, inusual para un visitante de la
sierra, fue una experiencia extraña que con el tiempo tuve que aprender a
domeñar. Caminar por el centro de la ciudad, el famoso jirón de la Unión, la
plaza San Martín y la Plaza de Armas, como se decía entonces, se convirtió en otra
aventura inusitada y grata. Lo que sí me resultó directamente injuriante fue el
transporte público, trasladarse en los viejos buses de esos años, con sus
destartaladas chimeneas arrojando humo negro, me produjo las primeras arcadas
en la capital, estando a punto del vómito. También con los años se llega a
dominar esta repulsa instintiva del cuerpo.
En uno de los textos que recopila Porras, el poeta José
Santos Chocano evoca una Lima del pasado, una Lima que se fue, o que dejamos
irse, o que tal vez siempre se está yendo. Desfilan ante los ojos de la
imaginación del lector, los fantasmas de una ciudad que ya no existe, cual
conjuro de ánimas de un mundo pretérito, casi como el que podemos sentir en
Comala, la ciudad espectral de Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo. Qué
hubiera pensado el insigne historiador que fue el maestro Porras, o los
cronistas y viajeros que dejaron sus impresiones de la otrora Lima, si vieran,
por ejemplo, hoy el Rímac convertido en un río de aguas pútridas, un cauce
maloliente que agrede los sentidos de quienes osan cruzar sus puentes o pasear
por sus malecones.
Hay un texto escrito por un tal Stevenson, que vivió en Lima
muchos años, donde describe los últimos años de la Inquisición, que funcionaba
en el local del Santo Oficio, situado en la llamada plaza de las tres virtudes
cardinales, hoy Plaza Bolívar. Es un estremecedor testimonio de la barbarie
instalada en un recinto consagrado a la fe.
Cuando finalmente me instalé en la ciudad, a comienzos de
los años 80, con motivo de mi ingreso a la Universidad de San Marcos, era otro
el panorama político el que imperaba. El Perú vivía su primavera democrática,
con el retorno de los civiles al poder. Lima seguía creciendo de un modo
imparable, como hasta hoy. Poco a poco iría conociendo los distintos rincones
de una Lima que crecía caótica y desmesuradamente. Los históricos lugares de
Pachacámac, Carabayllo y Maranga, importantes núcleos poblacionales de la Lima
primitiva, quedan ahora como puntos referenciales de un pasado que el vértigo
del tiempo ha ido transformando hasta adquirir las actuales características.
En el libro que poseo, la edición se completa con un
interesante texto que Raúl Porras Barrenechea dedica al nombre del Perú. Es
curioso comprobar cómo esta toponimia se impone a través del uso de la gente de
más baja ralea de Panamá, que en son de burla se referían de esa manera a los
aventureros que se arriesgaban hacia el sur. Los documentos oficiales registran
el nombre general de Costa del Levante para todas las tierras situadas al sur
de Panamá. Pero la denominación surge por la deformación del nombre de un
cacique llamado Bidú, al que los conquistadores atribuyen el señorío de dicho
territorio. Aparece así un nombre mestizo, como dice Porras, fusión de lo indio
y lo español. Los soldados y el populacho, como casi siempre, imponen así el
uso de una voz hasta entonces desconocida, que sin embargo en sus inicios se
refería a lo que actualmente es la provincia del Darién en Panamá y la
intendencia del Chocó en Colombia.
Alguna vez, la gran compositora Chabuca Granda asistió a una
de las conferencias del maestro Porras, y allí fue que escuchó por primera vez
esa descripción tan precisa de la Lima antigua y sus costumbres, que luego
incorporó en uno de sus versos más memorables de su emblemática canción “La
flor de la canela”. Efectivamente, el río hablador, el puente de piedra y la alameda
de los Descalzos en el distrito del Rímac constituyen los elementos
identitarios de una ciudad que luego se ha expandido de una manera monstruosa.
El libro es encantador, posee una nutrida información
histórica sobre Lima y el Perú, en la prosa elegante y sabrosa de uno de los
hombres más apasionados por el pasado del país y que siempre estuvo
comprometido con su presente y con su futuro.
Lima, 6 de enero de 2024.
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