La última novela del Premio Nobel peruano, según propia
confesión, es un canto de amor al género musical más emblemático del país: el
vals criollo. Desde siempre, Vargas Llosa se sintió subyugado y embelesado por
aquellas canciones e intérpretes de un ritmo que nació para dar identidad a
buena parte de la sociedad peruana. Es por eso que Le dedico mi silencio
(Alfaguara, 2023), constituye un homenaje al vals y a la música peruana en
general, y lo que podríamos llamar también el canto de cisne de un escritor que
cierra de esta manera una larga trayectoria como narrador: veinte novelas en
sesenta años, desde la auroral La ciudad y los perros en 1963 hasta esta
última, ya en el crepúsculo de su vida.
El relato recrea la vida de Toño Azpilcueta, un amante de la
música que ha decidido escribir un libro sobre el vals criollo, el aporte más
sublime, según el narrador, del Perú al mundo. Su vida da un vuelco
espectacular el día que, gracias a una llamada providencial del doctor José
Durand Flórez -experto conocedor de la música criolla y afroperuana-, conoce a
Lalo Molfino, un eximio guitarrista, algo soberbio y vanidoso es cierto, que moriría
joven y abandonado en una cama del Hospital Obrero. En una casa del barrio
tradicional de bajo el puente, escucha por primera vez la prodigiosa
interpretación de este joven provinciano. Es entonces que decide conocer todo
sobre él, desde sus orígenes en el norte hasta su llegada a la capital para
convertirse en el prodigio musical del momento.
Se embarca, entonces, rumbo a Chiclayo para rastrear el
lugar exacto de su nacimiento. Ya en la ciudad, recibe el dato de que en verdad
Molfino había nacido en Puerto Eten, pero al ser abandonado por sus padres en
un basural, donde estuvo a punto de ser devorado por las ratas, es rescatado
providencialmente por el cura del pueblo, un sacerdote de origen italiano que,
de regreso de haber administrado la extremaunción a una cristiana, oye el
llanto de un niño proveniente de un descampado donde se acumulaban montañas de
desperdicios. Estamos en Reque, y el cura decide llevarlo para encargarse de su
crianza. Le da su apellido y así empieza la trayectoria de este músico
excepcional a quien el periodista no duda en calificarlo como el exponente
guitarrístico más notable del cancionero criollo nacional, por encima incluso
del inimitable Oscar Avilés.
La novela va alternando, como ya es conocido en Vargas
Llosa, la narración de las peripecias de Toño Azpilcueta con los capítulos que
el propio personaje va escribiendo de su libro sobre Lalo Molfino y la
revolución silenciosa, como llama a su ensayo sobre la música peruana. Al
primero que comenta de su proyecto es a su amigo Collau, quien conmovido por el
relato que hace Toño sobre la vida del músico chiclayano, decide prestarle
cinco mil soles para que escriba el libro. El entusiasmo de ambos es contagiante,
pues estamos a punto de presenciar la irrupción de un virtuoso como nadie en el
manejo de las seis cuerdas.
Según las conclusiones que va obteniendo en su investigación
el protagonista, es que no se sabe con certeza dónde nació el vals criollo. Tal
vez en el barrio de bajo el puente; tal vez en la pampa de Amancaes. Y allí se
forjaría también el nexo más profundo entre los peruanos, esa armonía tan
anhelada y tantísimas veces boicoteada por la realidad. Pues la novela nos
propone una utopía más, de las tantas que existen, sobre la identidad nacional.
El vals sería, así como la huachafería -ese otro aporte peruano a la cultura
universal- el símbolo de ese engranaje social y cultural.
Resulta sintomático que Toño Azpilcueta, siendo el experto
más calificado en la materia, no haya conseguido suceder en la cátedra en San
Marcos a su maestro, el musicólogo puneño Hermógenes A. Morones, pues las
autoridades de la universidad, tras la muerte de éste, dan por cancelado el
curso ante la escasez de alumnos. Esta frustración sería tal vez el acicate
para dedicarse a terminar su obra sobre Lalo Molfino. Otro aspecto interesante y
anecdótico de la narración es que los dos personajes, tanto Azpilcueta como
Molfino, no sólo hayan tenido orígenes semejantes -el primero también fue un
niño adoptado, en este caso por un vasco-, sino que también ambos están
enamorados de Cecilia Barraza, icónica artista peruana, gran intérprete de la
música criolla. El estudioso del criollismo y el eximio guitarrista, se han
rendido ante el carisma, la elegancia y el talento que irradia la cantante
limeña. Es un guiño más del autor hacia una artista que siempre estuvo en su
imaginario musical, pues no sólo aparece en varias de sus novelas con su propio
nombre y apellido, sino que en los eventos más importantes que ha tenido el
novelista en la capital, la invitada central para el momento celebratorio ha
sido invariablemente Cecilia Barraza, como aquella vez de la inauguración de la
Primera Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en el novísimo escenario del Gran
Teatro Nacional. Era el año 2014 y yo tuve la enorme suerte de poder ser
testigo de esa emotiva jornada. Recuerdo que Cecilia Barraza cantó, a pedido
del propio escritor, “El membrillito”, un hermoso tondero de la autoría de ese
gran compositor que fue Caitro Soto.
Podemos discutir la apuesta del autor sobre las virtudes
identitarias del vals criollo, así como sobre la novela en sí misma, pero el
símbolo que se impone es que con este relato el autor da prácticamente por
concluida su obra ficcional, quedando pendiente el libro que ya anunció, un
ensayo sobre su maestro de juventud, el escritor y filósofo francés Jean Paul
Sartre. Mas si queremos dar rienda suelta al debate, la primera comprobación es
que estamos ante una obra menor de Vargas Llosa. Entretenida, divertida,
interesante, es verdad, pero que no está a la altura de los grandes frescos
narrativos de su extensa bibliografía. Y con respecto al vals, yo pienso que
básicamente es un ritmo costeño, de poco calado en el mundo andino, por
ejemplo, donde la presencia del huaino es más hegemónica. Y ya no hablemos del
mundo amazónico, con su gran variedad y muy única riqueza musical, aún no
estudiada como se merece.
Es arduo pensar en un género que cumpla ese papel que el
autor pretende asignarle. Puede ser la marinera, presente en distintas regiones
del país, con sus propias características por supuesto. Pienso también en el
yaraví, sin embargo, su influjo es muy acotado. Es por ello que Javier
Echecopar, el acucioso investigador y músico peruano, prefiere hablar de “las
músicas del Perú”, a pesar de que en su reciente libro se quede todavía con un
título, La música del Perú. Tras los códigos de nuestras identidades
(2022), que no levante lo que en algún momento debe ser el gran debate cultural
de nuestro país. Siendo el vals un género que ha tenido notables exponentes,
como es el caso de Felipe Pinglo Alva y Chabuca Granda, sólo por mencionar a
los dos más encumbrados, no creo honestamente que pueda llevar adelante el gran
sueño del novelista.
En fin, la discusión es infinita y da para otras entregas
sobre el tema. Sobre la novela, quien debe guardar silencio ahora es el autor
de la presente nota, aconsejando su agradable lectura.
Lima, 30 de diciembre de 2023.
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