viernes, 24 de diciembre de 2010

Recuerdos de Navidad

Siempre que está próxima la mayor celebración religiosa del mundo cristiano, y cuyo sentido ha adquirido cada vez más connotaciones paganas y fenicias, me viene a la memoria lo que era para mí la llegada de la Navidad en mi lejana, y a veces cercana, infancia. Con mis hermanos esperábamos con ansias el arribo de la mágica noche, que traería para nuestros sueños y fantasías, un tropel de magníficos frutos que serían la delicia del paladar lúdico más exigente.

La llamada noche buena, nos reuníamos todos en familia en la casa de Antu, que es como llamamos a la tía más querida y más próxima que todos hemos tenido, cuya presencia tiene en más de un sentido un halo maternal que ha desplegado en todos sus sobrinos con una abnegación y una entrega inusitadas. Allí aguardábamos, mientras las mujeres mayores preparaban la cena, el momento en que los relojes dijeran que eran las doce de la noche, instante que disparaba nuestra ansiedad por abrir los regalos y vivir ese tiempo sin tiempo del más puro deleite infantil.

Sin embargo, como los regalos nos esperaban en la casa de Juya, nuestra mamá grande -como diría García Márquez-, teníamos que ser pacientes y esperar el momento del brindis, la cena pascual, la charla de sobremesa y demás interludios, para recién encaminarnos a casa y abalanzarnos con loco frenesí a los paquetes envueltos en vistosos papeles que mi madre, a escondidas y furtivamente, había dejado sobre las camas antes de salir todos para la casa de la tía.

La velada transcurría apaciblemente, cada quien degustaba su plato en silencio, algún comentario o broma matizaba la reunión y luego del brindis con el infaltable champagne, nos poníamos a dialogar más animadamente, hasta percatarnos de que los minutos habían volado y teníamos que regresar a casa.

Sin embargo, había algo que quedaba flotando en nuestras almas niñas que no compatibilizaba con ese espíritu generalizado que parecía embargar a todos, algo que la inquieta curiosidad de un muchacho captaba intuitivamente, y a veces frontalmente, en la realidad que observaba en su entorno. Uno no se explicaba cómo es que por estas fechas proliferaban por las calles y las plazas, en una cantidad inusitada, niños menesterosos, mendigos, mujeres cargando y arrastrando a sus hijos, hombres sumidos en la miseria más obscena. Todos ellos discurriendo ante nuestros ojos navideños, mostrándonos la otra cara de la medalla, restregándonos en la cara satisfecha y complacida de criaturas privilegiadas, una imagen que siempre iría unida a celebraciones como éstas.

Porque la realidad humana posee ese carácter dual, que ya el filósofo danés Kierkegaard había observado en un aforismo que más adelante conocería: “las cuerdas de la alegría y de la tristeza están tan juntas, que cuando suena la primera, inmediatamente resuena la segunda”. Los extremos se tocan, las antípodas se reconocen, el yin y el yang de los chinos se columpian armónicamente en el trapecio inefable del destino humano.

Los regalos de que tengo memoria son muchos, empezando por un carro de combate de un ejército imaginario, un juego de monopolio, una bicicleta y un reloj. Quizás son los que recuerdo con más nitidez, y que están engarzados en mis evocaciones con la figura tierna de mi madre y con el hondo significado que esta fiesta cristiana pueda tener para un hombre agnóstico como soy ahora. Quién sabe si en esta paradoja se revela esa inmensa riqueza y ese calado trascendente de esta festividad que ha superado los límites de lo estrictamente religioso para asumir un significado entrañablemente humano.

Lima, 24 de diciembre de 2010.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Miscelánea de opiniones

WIKILEAKS. La revelación del contenido de una ingente masa de documentos clasificados del Departamento de Estado de los Estados Unidos, compuesto por un cuarto de millón de cables, ha hecho el efecto de una bomba informática en el mismo centro neurálgico del poder mundial. La posterior detención de Julian Assange en el Reino Unido a solicitud de la justicia sueca, que pide su extradición por supuestos delitos sexuales que habría cometido en el país nórdico, no ha logrado sino aumentar la curiosidad por un fenómeno singular de estos tiempos: la radical transformación de la naturaleza del periodismo, o de la concepción que teníamos de las formas de transmitir información que hasta ahora había prevalecido. El haber desnudado inmisericordemente el actuar de la diplomacia estadounidense en todos los rincones del planeta, ha puesto contra las cuerdas a la propia Casa Blanca y a toda la jerarquía gubernamental del imperio del norte. Si bien muchos de los datos no pasan de ser simples chismorreos de salón, otros atañen a aspectos esenciales en la relación de dicho país con diversos países del mundo, especialmente los latinoamericanos. También se pone en tela de juicio la misma práctica de una actividad que tiene como rasgo característico el secretismo de estado, la diplomacia como una muy sutil manera de sobrellevar las diferencias naturales entre los estados y los gobiernos. Esto obligará a replantearse los viejos canales sobre los que discurría dicha actividad, en medio de una época que, bajo el sello de la apertura y la transparencia, ha convertido al ciudadano común y corriente en un ojo crítico que escruta la conducta de quienes dirigen el destino de los pueblos, haciéndolos vulnerables a la mirada censora de un público cada vez más informado.

DISCURSOS. El vibrante y conmovedor discurso pronunciado por Mario Vargas Llosa durante una de las ceremonias por el Premio Nobel en Estocolmo, coronado con las palabras del brindis en la respectiva cena de gala, ha quedado como una de las piezas oratorias más memorables en la centenaria historia de los Premios Nobel, una auténtica obra maestra digna de figurar en la más selecta antología de discursos célebres. El texto, leído con altas dosis de emoción y fervor, y que titula Elogio de la lectura y la ficción, es un recuento intenso de una vida signada por una pasión absorbente y placentera, una actividad que le ha prodigado los más grandes desafíos pero también los más placenteros logros. Es la descripción de una existencia con sus propios avatares de búsquedas y hallazgos, una cartografía de su peripecia humana que lo ha colocado en el máximo pedestal de la literatura universal. Posición que de ninguna manera lo va a enterrar o convertir en una estatua, como el mismo escritor lo ha manifestado, pues él seguirá escribiendo y creando hasta el fin de sus días, demostrando que la vocación de la escritura lo lleva en las entrañas. A propósito, se ha publicado también Yo no vengo a decir un discurso (Mondadori 2010), un volumen que reúne todos los discursos pronunciados por Gabriel García Márquez a lo largo de su dilatada existencia; desde aquel que dijo a los 17 años en la despedida de sus compañeros del bachillerato de Zipaquirá, hasta el que leyó en la apertura del IV Congreso Internacional de la Lengua que se celebró en Cartagena de Indias en 2007, pasando desde luego por el espléndido discurso que dio en 1982 en ocasión de la recepción del Premio Nobel de ese año, titulado La soledad de América Latina. Discursos todos, el del peruano y el del colombiano, despojados de toda retórica rimbombante, libres de la grave ampulosidad y de la hueca cursilería con que muchos nos agreden los oídos en los eventos más disímiles que la vida nos pone.

KEIKO. Las declaraciones realizadas ante la prensa por el escritor Mario Vargas Llosa a su arribo al territorio nacional, sobre lo que significaría para el Perú un triunfo de la candidata Keiko Fujimori en las elecciones presidenciales del próximo año, han desatado un vendaval de comentarios y opiniones a través de los diversos medios de comunicación. Lo que ha dicho el flamante Nobel de Literatura es que sería una verdadera catástrofe para nuestro país un gobierno probable de quien representa a las fuerzas más oscuras y peligrosas del régimen cleptocrático que asoló el Perú en la década de los noventa del siglo pasado, y que si ello sucediera él intervendría con los medios legales a su alcance para impedirlo. Pues tras el sonriente rostro de rasgos orientales que exhibe la congresista fujimorista, se agazapan figuras y nombres nefastos que durante el gobierno de Alberto Fujimori instauraron un cuasi perfecto sistema de corruptela y venalidad a gran escala. No se trata, tampoco, como muchos han dicho, de quedarse anclado en el odio y el rencor, pues en el caso de Vargas Llosa lo que existe es una firme postura de advertencia y prevención ante una amenaza real que se cierne sobre toda la sociedad peruana. Y aunque ella diga que no le teme al novelista, habría que recordarle que a quien debe temer realmente es a la verdad, pues todavía no ha aclarado sobre la forma cómo se pagaron sus estudios en una universidad estadounidense, sabiendo que los ingresos de su padre siendo presidente apenas llegaban oficialmente a los dos mil soles. Keiko Fujimori, además, no tiene la talla política necesaria para tentar la Casa de Pizarro; sus méritos intelectuales apenas le alcanzan para ser presidenta de alguna asociación de padres de familia del colegio de sus hijos, o, a lo sumo, para ser dirigente vecinal, mas no para atreverse a dirigir los destinos de un país.

Lima, 18 de diciembre de 2010.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Autorretrato del artista adolescente

Me parece ya lejano, y sin embargo tan próximo, ese soleado día de mayo de 1980, cuando, exultante de alegría, corrí a mi casa con el periódico recién comprado en el brazo, en cuyas páginas aparecía mi primer artículo periodístico. Tenía quince años y una inmensa ilusión.

Había pasado varios días en vilo, esperando que mi colaboración salga publicada en letras de molde; y cuando al fin lo hizo, mi gozo no tuvo límites. Se acabaron los días previos en que cada mañana acudía al quiosco de periódicos para comprar los diarios que leía cotidianamente, y al no encontrar mi texto me invadía la decepción y el pesimismo; mientras en mi familia me animaban diciéndome que tuviera paciencia, que esperara con calma pues de todas maneras lo publicarían. Y no se equivocaron.

Pero todo empezó cuando un buen día, alentado por las lecturas de reconocidos columnistas de la prensa nacional y algunos otros de dimensión continental, decidí escribir un artículo de opinión, diciéndome que no era posible que yo no pudiera decir algo sobre cualquier tema si otros lo hacían con cierta frecuencia desde las páginas de los diarios que leía.

Es así que una mañana, premunido de lápiz y papel, me encerré en la sala de mi casa, y durante largos minutos libré un duro combate -luché denodadamente con las palabras y con mi incipiente saber-, tratando de enhebrar las oraciones y las frases para que dijeran aproximadamente lo que pensaba y sentía, o lo que creía pensar y sentir. Era un asunto político de la mayor importancia el que embargaba mi interés: la vuelta a la democracia en el Perú luego de doce años de dictadura militar.

Cuando hube terminado, emergí de la caverna oscura de la creación con la sensación de haber vivido una experiencia única; y con el producto en mis manos, acudí de inmediato donde mi madre para leérselo, pues creía y sentía que era ella el primer ser que debía conocer el engendro de mi intelecto e imaginación. Igualmente, cuando salió al fin publicado, fue a mi madre a la primera persona que mostré mi hazaña periodística, quien exhibiendo con modestia su satisfacción y orgullo, me regaló una tierna sonrisa de aprobación y beneplácito.

Luego de pasar en limpio el borrador del artículo, surgió el problema de cómo llevarlo a la redacción del diario elegido. Un pequeño conciliábulo familiar decretó el nombre de la persona que me acompañaría en aquella empresa que yo me imaginaba no sólo ardua, sino además estéril y quimérica.

En las oficinas del diario, nos hicieron esperar en una salita de estar para ser recibidos presumiblemente por el director. Pero quien en verdad nos atendió fue el jefe de redacción, que hacía las veces del director en calidad de encargado -según nos explicó. Su trato fue amable y cordial, y cuando estuvo al tanto de nuestra visita, quiso conocer el artículo que yo llevaba; se lo di y, después de leerlo rápidamente, nos dijo que estaba bien y que en los días siguientes saldría publicado. Fue un trámite sencillo y expeditivo, lejos de ese encuentro tortuoso y erizado de obstáculos que yo tanto había temido.

Han pasado treinta años de ese bautizo de fuego en la prensa nacional, y, desde entonces, volví otras veces más en esporádicas ocasiones en que tenía listo un nuevo artículo. Siempre era publicado, asentando así mi pequeña fama entre el círculo estrecho de mis conocidos. Hasta que uno de esos cambios de destino más o menos imprevistos, me hizo abandonar mi provincia natal y radicarme definitivamente en la capital.

Y es desde aquí que ahora fraguo mis artículos, que, tres décadas después, le deben mucho a ese primer impulso de ese tímido adolescente que en un acto inusual de coraje decidió darse a conocer al mundo limitado de su región para desde allí dar el salto a esta nueva experiencia que vive a través de otros medios, entre ellos de éste que tan amicalmente me da cabida y cobijo.

Lima, 10 de diciembre de 2010.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Roger Casement: el incorregible irlandés

Cuando hace aproximadamente nueve años atrás, Mario Vargas Llosa conoció la historia de Roger Casement, y se dijo que bien merecía una novela, su sagaz intuición de fabulador no se había equivocado. Pues lo que ahora nos entrega, para el deleite y solaz de sus rendidos lectores, es una espléndida obra de arte, una ficción novelística de factura inigualable titulada El sueño del celta (Alfaguara, 2010), donde relata las aventuras y desventuras del cónsul británico por el Congo y la Amazonía, donde estuvo para constatar las atrocidades que los colonos explotadores del caucho cometían contra los aborígenes en ambas regiones del mundo. Pero también la historia de un patriota irlandés que luchó por la emancipación de su pueblo al punto de enemistarse mortalmente con el Imperio al cual sirvió diligentemente en misión diplomática.

Estructurada en tres capítulos: El Congo, La Amazonía e Irlanda, la novela se inicia cuando Roger Casement despierta en la prisión de Pentonville Prison, adonde su abogado -maître George Gavan Duffy- envía a su pasante para comunicarle que la petición de clemencia, que ha elevado al gabinete para que le sea conmutada la pena de la horca, se compromete peligrosamente por el hallazgo de sus diarios.

Nacido en 1864 en un suburbio de Dublín, la capital de Irlanda, Casement tuvo una educación anglicana, junto con sus hermanos Agnes (Nina), Charles y Tom. Le gustaba escuchar los relatos que hacía de sus viajes su padre, el Capitán Roger Casement, que había servido en el Tercer Regimiento de dragones en la India por ocho años. Su madre, Anne Jephson, era católica en secreto y murió cuando Roger tenía nueve años. Es enviado, así como sus hermanos, a la casa del tío abuelo paterno John en el Ulster. Posteriormente se iría a vivir con su tía Grace, hermana de su madre, y con su tío Edward, esposo de aquella. Trabajó en la misma Compañía que su tío cuando acababa de cumplir veinte años; y, luego de dos viajes previos, decidió irse al África.

Allí conoce de los viajes de dos exploradores famosos por el continente negro: David Livingstone y Henry Morton Stanley; sirviendo temporalmente en el grupo de éste último. Estando de cónsul en Boma fue atacado por la malaria por tercera vez, en vísperas de emprender viaje Congo arriba. Ya había hecho un primer viaje, allá por 1884, bajo las órdenes de Stanley, a quien el Rey Leopoldo II de Bélgica encargó preparar el terreno para la llegada de la Asociación Internacional del Congo (AIC). Pudo observar, como testigo presencial, los métodos bestiales de que se valían los europeos para reclutar a los nativos para los múltiples trabajos que exigía el dominio de ese vasto territorio que en la Conferencia de Berlín había sido cedido al monarca belga.

Estando en el Congo conoce al marino mercante polaco Konrad Korzeniowski, más tarde famoso escritor con el nombre de Joseph Conrad, autor de la estupenda novela El corazón de las tinieblas, crónica desgarrada sobre el laberinto humano de la colonización europea en territorio africano. En un encuentro posterior en Londres, Conrad le diría a Casement que merecía ser llamado “el Bartolomé de las Casas británico”; razón por la que no entendía ahora el que no haya firmado el pedido de clemencia para que le conmutaran la pena, solicitud que sí habían suscrito numerosos y connotados intelectuales europeos.

Además de haber despertado en él los ideales independentistas de su vieja Irlanda, que sufre los horrores de la opresión británica, la estadía en el Congo también lo llevó a una pavorosa comprobación. “Si algo he aprendido en el Congo -le dice Roger Casement al padre Hutot, un monje trapense cuya misión se asentaba en la localidad de Coquilhatville-, es que no hay peor fiera sanguinaria que el ser humano.”

Descripción: http://t2.gstatic.com/images?q=tbn:ANd9GcS---3OIgt19ba5hdg9CC_1jKQ0Ou2jhpnnHkHC10U9b8vI2t_o Producto de este dantesco recorrido por el territorio desmesurado de la colonización europea, hecha paradójicamente en nombre de la civilización, pero con medios bárbaros, y moviéndose dramáticamente en las orillas de la locura, Roger Casement redacta su valioso “Informe sobre el Congo”, documento que el gobierno inglés le había encargado al tener noticia de los abusos e iniquidades que perpetraban los súbditos de Leopoldo II en tierras africanas.

Luego de una breve estadía en el Brasil en misión diplomática, recibe el encargo del canciller del Reino de trasladarse a Iquitos, y de ahí a la región del Putumayo, para inspeccionar las denuncias que existían sobre la forma cómo operaba la Peruvian Amazon Compañy del peruano Julio C. Arana. La empresa tenía capitales ingleses, incluso estaba registrada como tal, pero el dueño era este menudo lugareño que había escalado vertiginosamente hasta hacerse propietario de la Compañía.

Estando ya en Iquitos, se entera de las acusaciones -al igual que Edmund D. Morel en Europa- que hacen Benjamín Saldaña Roca y Walter Hardenburg de asesinatos, flagelaciones, mutilaciones y violaciones que se cometen contra los indígenas de las tribus amazónicas, especialmente contra los huitotos, por parte de los empleados de la Peruvian Amazon Company de propiedad de Julio C. Arana. Conoce uno por uno a todos los jefes de cada estación en el Putumayo, una sarta de facinerosos a los que el poder y la impunidad llevaban a perpetrar toda clase de monstruosidades.

Su experiencia en las selvas sudamericanas lo enfrenta otra vez a esos extremos de villanía y ferocidad a los que el ser humano suele descender, espoleado por los demonios de la ambición y del apetito de poder, pues en sus entrañas también alberga un fondo siniestro de maldad ingénita. De ese viaje delirante por las espesuras de la iniquidad humana surge otro escrito, el “Informe sobre el Putumayo”, publicado por el gobierno inglés, previa aprobación, como el Blue Book (El Libro Azul).

La ruina de Arana sobrevendría con la conformación de una Comisión especial en la Cámara de los Comunes en 1912, para investigar las atrocidades de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo. Pero antes, el gobierno del Perú, presionado por los gobiernos de Gran Bretaña y de los Estados Unidos, envía al juez Carlos A. Valcárcel, quien es víctima de una infame e implacable persecución que emprenden los criminales de la Casa Arana.

De regreso a Europa, Roger se concentrará en lo que va a convertirse en el “designio excluyente de su vida: la emancipación de Irlanda”. Luego de renunciar al Foreign Office, alegando problemas de salud -los cuales serían probados por los exámenes a que se somete-, se instala en Dublín para dedicarse a la causa irlandesa, mientras aprende gaélico, y no seguir viviendo en esa duplicidad que ya comenzaba a escarnecerlo.

Las discusiones con su amigo Herbert Ward en París recrudecieron por el acusado nacionalismo que empezaban a adquirir las ideas de Roger con respecto a Irlanda. Dice Vargas Llosa que Ward, “burlándose de su nacionalismo, lo exhortaba a volver a la realidad y salir de ese ‘sueño del celta’ en el que se había encastillado”.

Descripción: http://t3.gstatic.com/images?q=tbn:ANd9GcRjJ41y3-f8TW2e08ic6Wp4B0gEVrVOlWWRnNWD9dyG3sRaotjgNgORypoR Viaja a los Estados Unidos para entrar en contacto con la comunidad irlandesa residente en New York -agrupada en el Clan na Gael-, con el fin de solicitar apoyo económico para la causa independentista. Allí conoce también, para su desgracia, al noruego Eivind Adler Christensen, que cambiaría radicalmente su vida. Este encuentro precipita el final de la peripecia homérica de Roger Casement, delatado como espía al servicio del gobierno alemán durante la Primera Guerra Mundial que se iniciaba por entonces. En su afán de ganar voluntarios para su lucha, visita el campo de los prisioneros irlandeses de Limburg en Alemania, tratando de conseguir adeptos. Su resultado es magro, pues apenas consigue medio centenar de adherentes que son reclutados en el campo de los Brigadistas de Zossen.

Tratando de impedir el levantamiento de Semana Santa de 1916, que él quería coincidiera con el ataque alemán a la flota inglesa, pues de lo contrario sería suicida, es capturado, juzgado y condenado a la horca. En la cárcel, los rumores del hallazgo de sus diarios, que contenían descripciones -mezcla de realidad y fantasía- de íntimos contactos sexuales con jóvenes de los diversos lugares donde había estado, lo cercan moralmente, confinándolo en uno de los tormentos de conciencia más dramáticos que ser humano pueda haber enfrentado.

Al final, valerosamente encara la decisión del gabinete de no aceptar el pedido de clemencia; afronta esos momentos aciagos con el auxilio de dos sacerdotes católicos que le dan la necesaria ayuda espiritual y, entre ensoñaciones y sueños balsámicos en los que aparece prodigiosamente su madre, es ejecutado.

Son conmovedores los momentos en que recibe la visita de Gertrude -Gee, como él la llamaba-, su prima más querida; y después la de Alice Stopford Green, historiadora irlandesa, su amiga y consejera, que abogó hasta el último por su suerte, y quien fue la primera que comenzó a llamarlo con el apodo que le había puesto Herbert Ward: “El celta”. También es conmovedora la escena en que el sheriff Stacey, el guardián de su celda, muestra su lado más humano, hasta el grado de sensibilizarse contándole a Roger su dolor por la pérdida de su único hijo en el frente.

Es, en suma, una portentosa crónica novelística sobre los abismos de la condición humana, encarnados en los abusos y las brutalidades cometidas por los seres humanos en contra de otros seres humanos, azuzados exclusivamente por el invencible demonio de la codicia.

Lima, 4 de diciembre de 2010.