jueves, 4 de agosto de 2016

La estrella amarilla

     Son numerosos los libros, entre ficciones y ensayos, que tratan sobre la persecución y exterminio de los judíos por parte de las tropas nazis durante la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, la novela Sin destino (1975), escrita por el Premio Nobel húngaro Imre Kertész, destaca nítidamente por sus dotes singulares en el manejo de los datos históricos cuanto por la concisión de una prosa austera y potente, poseedora de una rara belleza que nos interroga permanentemente sobre aquello que nos parece imposible de tener otros significados.
     Un libro sobre el llamado Holocausto judío, que con más precisión deberíamos llamar Shoah, como lo ha demostrado Juan Gelman en un luminoso artículo periodístico de 1999 titulado “Arte y genocidio”, donde hace el deslinde de la siguiente manera: “El aura de ‘Holocausto’ remite a ‘un acto de abnegación que se lleva a cabo por amor’ según la Real Academia, o una ‘renuncia a algo muy querido o de sí mismo para lograr un ideal o el bien de otros’, según María Moliner. Nada más lejos de lo que sucedió en los campos de concentración y los hornos crematorios nazis… La palabra hebrea ‘Shoah’ refiere a la destrucción total y evoca el desierto vacío. Es lo que ocurrió, lo que los propios nazis llamaban ‘vernichten’, que significa literalmente en alemán ‘reducir a la nada’.”
     El narrador es György, tiene quince años y ve al inicio de la novela cómo su padre arregla sus cosas porque debe ir al campo de trabajo. Llegan familiares y amigos para despedirse de él, entre ellos sus abuelos y los padres y hermanas de su madrastra. Uno de los hermanos mayores de ésta llega después y le habla para aleccionarlo sobre su responsabilidad, ahora que se quedará solo con ella. La escena es triste, hay llantos y rostros acongojados. Su madre vive aparte, y se reúne con ella dos días a la semana por disposición judicial.
     Han pasado dos meses y György Köves es asignado como auxiliar de albañil en la isla de Csepel, adonde tiene que acudir con el pase que recibe, pues siendo judío su libertad de movimiento es muy limitada. Se trata de una empresa militar de refinería de petróleo, que los alemanes administran a través de representantes húngaros. Tiene, en el ínterin de sus idas y vueltas al trabajo, su primera experiencia sentimental con Annamária, una chica de catorce años que vive en el mismo edificio que él.
     Un día detienen a todos los trabajadores que se dirigen a la refinería, entre ellos al muchacho, los llevan a un amplio local cercano de la aduana, luego a un cuartel militar donde deben esperar hasta el día siguiente para que sus casos sean “examinados”. En realidad, es un simple eufemismo para dilatar el tiempo mientras organizan la forma de ser enviados a diferentes destinos, nada menos que los terroríficos campos de concentración, una versión del infierno creada por la paranoia nazi.
     Posteriormente son conducidos en tren a Alemania, y cuando se detienen en una estación con los primeros rayos del sol, el protagonista, empinándose sobre la única ventana del vagón, logra leer las dos palabras del cartel situado debajo del techo del edificio: “Auschwitz-Birkenau”, el más temible campo de exterminio alemán. “Puedo asegurar que la espera no conduce a la alegría”, habría pensado el narrador al inicio de ese párrafo del trepidante relato. Enseguida describe cómo terminó incorporado, con los demás muchachos y mucha gente más, al campo de concentración más célebre del nazismo. Allí, les sirven una sopa incomestible y un pan negro. A la par, advierte la presencia de chimeneas innumerables, los hornos crematorios de los presos. Toma conciencia de estar en un Konzentrationslager (campo de concentración), específicamente en un Vernichtungslager (campo de exterminio).
     Los días transcurren iguales y monótonos entre los dos paseos diarios al barracón de los aseos y a los baños, la distribución de la comida, el recuento vespertino y todo tipo de noticias. Dice el narrador: “Esperábamos, siempre esperábamos –si lo pienso bien– que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz”.
     Después de tres días en Auschwitz, un tren de mercancías lo conduce a Buchenwald, el otro campo tristemente célebre de la historia, donde le asignan el número 64,921 (Vier-und-sechzig, neun, ein-und-zwanzig). De allí, al concluir la cuarta noche, es enviado al campo de Zeiz. Las peripecias y tribulaciones que padece en estos campos están narrados con una tranquila crudeza, diríamos con un sereno espanto, describiendo situaciones estremecedoras que conmocionan su joven visión del mundo y de los seres humanos  desde una perspectiva de relativa normalidad.
     El último capítulo es, sorprendentemente, el más sobrecogedor, puesto que cuando las tropas aliadas liberan los campos, el protagonista emprende el camino de vuelta al hogar  y lo primero que encuentra es que su casa está habitada por otras personas. Indaga entre los vecinos por los suyos, los señores Fleishmann y Steiner lo reconocen y reciben con amabilidad. A través de ellos se entera de que su padre ha muerto en el campo de concentración de Mauthausen, que su madrastra se ha vuelto a casar, esta vez con Süto, el amigo de su padre que al comienzo de la novela los ayuda haciéndose cargo de sus bienes para escamotearlos de la requisa nazi.
     Al final el personaje principal reflexiona sobre el destino y la libertad, dos conceptos que para él son excluyentes. Hay un breve debate con los señores Fleishmann y Steiner, con quienes no se pone de acuerdo, por lo que decide salir para buscar a su madre. Sentado en la banca de un parque, piensa que sobre la experiencia de la felicidad en medio de los “horrores” de un campo de concentración debería hablar la próxima vez que le pregunten.
     Imprescindible novela que se lee con deleite y expectación, una de las cumbres sobre la temática que ensombreció el siglo XX.


Lima, 4 de agosto de 2016.