sábado, 25 de febrero de 2017

El crimen de Independencia

    Un joven provinciano de 32 años ha perpetrado una masacre inédita en nuestro país, algo que sólo veíamos en países lejanos, especialmente en Estados Unidos, donde es frecuente toparse con noticias de esta índole, cometidas por imprevistos pistoleros que irrumpen de cuando en cuando en colegios, institutos, universidades, discotecas, salas de cine, centros comerciales o cualquier otro lugar donde haya gran concentración de gente.
    El joven de nuestra historia se ganaba la vida como vendedor ambulante, expendiendo hamburguesas y salchipapas en las inmediaciones de un conocido centro comercial del distrito de Independencia. Sin embargo, su trabajo era importunado por las constantes visitas y requerimientos de los inspectores municipales encargados de erradicar el comercio ambulatorio de la zona.
    El día fatídico, viernes por la noche, se produjo el explosivo desenlace. Llegaron los inspectores, conminándolo a retirarse del lugar, y de pronto la reacción de Eduardo Romero Naupay fue brutal, disparó contra el funcionario edil, dejándolo malherido, y desapareció de la escena. Se encaminó a su casa para apertrecharse mejor y regresó al centro comercial, que a esas horas hervía de gente. Ni bien hizo su ingreso comenzó a disparar a diestra y siniestra, dejando un reguero de muertos y heridos a su paso. Un policía, que casualmente estaba cerca y de civil, actuó de inmediato y abatió en el acto al criminal.
    ¿Por qué reaccionó de esa manera desproporcionada y feroz el joven vendedor? ¿Explica su proceder el hecho de haber sido expulsado de su centro de trabajo, la furia con la que respondió en su afán de venganza? ¿Qué límites emocionales tuvo que sobrepasar para actuar con esa bestialidad y salvajismo? Lo curioso es que apenas unas horas antes había publicado en su página de Facebook la amenaza que terminaría cumpliendo después. Además, se pueden ver también en ese medio las fotografías que colgaba, donde se hacía retratar con armas de diverso calibre y en poses que claramente delataban su violenta predilección. En el allanamiento posterior que practicó la policía del lugar donde vivía, se encontró un surtido arsenal, entre cajas de municiones, cacerinas, pistolas y un fusil de largo alcance.
    También se pueden rastrear sus preferencias en materia de productos de consumo cultural, llámese música por ejemplo, su afición a los videojuegos, su desembozada admiración por personajes del mundo del hampa local, y una serie de señales que configuran nítidamente una personalidad proclive a los actos violentos, claros indicios que debían haber alertado a cualquier acucioso investigador de un poseedor de armas con la licencia vencida.
    Un sistema muy laxo en la evaluación y el control del otorgamiento de licencias para portar armas es otra de las aristas del problema, pues no permite realizar un seguimiento eficaz al usuario cuando su permiso ha caducado. Y en cuanto a la evaluación psicológica, ésta es demasiado superficial y expeditiva que prácticamente no permite detectar nada, cuando no es realizada por estudiantes de la carrera sin la experiencia ni el rigor necesarios en asunto tan delicado. Otra es la total desatención del Estado con respecto a la salud mental de la población, según reflejan los preocupantes resultados de una investigación reciente.
    La ira está considerada una de las más fatales emociones destructivas del ser humano, aquella que ocasiona daño tanto a los demás como a uno mismo. El psicoterapeuta Paul Ekman afirma que el objetivo de la ira sería la eliminación de lo que nos frustra, razón que podría explicar parcialmente el proceder de Romero Naupay. Para el budismo tibetano, las emociones destructivas, entre ellas la ira –voz  que engloba una familia de emociones como la irritación, la rabia y la furia–, son aquellas que perturban el equilibrio de la mente. Es decir, que el ser humano, poseído por una emoción de esta naturaleza, puede desencadenar en un instante una situación trágica como la que comentamos, sobre todo cuando uno no es capaz de saber manejar sus emociones con la inteligencia que nos provee la ecuanimidad y la meditación. El cerebro más arcaico, en estos casos,  arrastra al hombre por los senderos más pedregosos del puro instinto ciego.
    En fin, lo cierto es que una conducta como esta es difícil de prever, pues el ser humano es una totalidad compleja y arisca que se resiste a encasillamiento esquemáticos, pero también es verdad que algo podemos hacer, con las herramientas que nos faculta la ciencia, para evitar que un hecho parecido vuelva a producirse en el futuro. El drama que viven los familiares de las víctimas, cinco en total, es otra cosa que nos llena de consternación y lástima.

Lima, 25 de febrero de 2017.   

      

jueves, 16 de febrero de 2017

El amor líquido

    Sin duda que la pregunta por el amor ha sido una constante en la historia del pensamiento. El hombre, sobrecogido por la curiosidad y el asombro, ha pretendido indagar, a lo largo de su largo tránsito por este mundo, por la naturaleza de ese enigmático y complejo sentimiento que siempre le ha resultado arduo definir y entender, quizá porque de lo que simplemente se trataba era de vivirlo, aceptando sin más sus laberintos y meandros, sus acertijos y desafíos.
    Zygmunt Bauman, el filósofo y ensayista polaco recientemente fallecido, acuñó un término que le ha servido de santo y seña para desentrañar los misterios de las diversas expresiones culturales de la sociedad contemporánea: la liquidez. Pues así como existe una modernidad líquida o un tiempo líquido, también habría un amor líquido. Es decir, el concepto de lo líquido aplicado a todo aquello sujeto a la mudanza, a lo cambiante, proteico y transitorio. Por lo tanto, alude a la falta de solidez, de consistencia y perennidad de los variados elementos de la vida humana. El amor entre ellos.
    Es así como en estos tiempos experimentamos la vivencia amorosa con una sensación cada vez más desesperanzada, precaria, desvalida, amenazada por tantos peligros que acechan en una era que todo lo cuestiona, disuelve, pulveriza. Las uniones que fragua el amor, ya sea a través del matrimonio u otro tipo de relación, se hallan indemnes ante la embestida de una modernidad que de la mano de la tecnología y el ritmo avasallante de la civilización terminan haciendo trizas ese ideal romántico con que nació el desventurado amor.
    Y a pesar de que el amor es lo sagrado para el hombre moderno, como lo sostenía Tzvetan Tódorov, filósofo y lingüista franco-búlgaro que también nos ha abandonado recientemente, lo que está en entredicho es su consistencia, su durabilidad, su falta de perspectiva para situarse en el horizonte existencial de nuestra era. Hay excepciones, desde luego, pero la regla invisible que determina este insólito tiempo está signada por esa erosión indetenible –perverso gusano que lo carcome todo–, de una forma de relación humana que ya se tambalea peligrosamente.
    A la pregunta de qué es el amor, no se me ocurre otra salida que la de San Agustín, pues si no me lo preguntan, lo sé; y si me lo preguntan, no lo sé. Con esta sutileza expreso mi desconcierto ante lo inefable, la auténtica hazaña de épica conceptual que implica acometer tan ardua tarea. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, algunas mentes luminosas trataron de alumbrarnos en el difícil camino de su comprensión. He aquí un pequeño recuento de esa labor.
    “Basta amar para dejar de ser libre”, decía Propercio, advirtiéndonos de las dulces cadenas, trocadas en amargas, que nosotros mismos terminamos colocándonos. Un aforismo demoledor de Georg Christoph Lichtenberg asevera que si el amor es ciego, el matrimonio nos devuelve la vista. Lapidario. En la misma línea corrosiva de la secular institución de occidente, Guillermo Cabrera Infante aseguraba que el matrimonio era la tumba del amor.
    Marguerite Yourcenar, la formidable autora de Memorias de Adriano, pensaba que el amor era un castigo, por no haber aprendido a quedarnos solos. En parecido tono, el gran poeta lusitano Fernando Pessoa afirmaba lo siguiente: “Amar es cansarse de estar solo: es una cobardía por lo tanto, y una traición a nosotros mismos.” Probablemente lo decían dos contumaces solitarios. Y Susan Sontag llevaba al extremo esta visión cruda y desencantada del amor: “Amar duele. Es como entregarse a ser desollado y saber que en cualquier momento la otra persona podría irse llevándose tu piel.” Pavoroso.
    Una conocida cita bíblica, perteneciente a una de las epístolas de San Juan, afirma que el amor todo lo puede, que el amor lo vence todo; mas, Cabrera Infante, con su cáustica y filuda ironía, arriba a la comprobación contraria, a la certeza inquebrantable de que todo vence al amor. Irrebatible.
    Pero de todas mis pesquisas literarias y librescas, me quedo con una cita memorable, imbatible definición del amor que la dio el queridísimo Gabriel García Márquez, cuando en su prosa exquisita e inconfundible sentenció: “El amor es un sentimiento contra natura, que condena a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa.” Perfecta.
    El tema es inagotable, razón por la que continuaré mis búsquedas, y en una próxima entrega tal vez tengamos aproximaciones más certeras y vislumbres más nítidos del poliédrico objeto que nos interpela.
                     

Lima, 16 de febrero de 2017.       

Desventuras de un escritor en el exilio

    Las peripecias en el exilio de Julio Méndez, un escritor sudamericano afincado en Sitges –una pequeña ciudad en la costa catalana–, con su mujer, Gloria, y su díscolo hijo Patricio, están narradas con ciertas dosis de autoironía y una pizca de cinismo en la novela El jardín de al lado (Seix Barral, 1980) del autor chileno José Donoso. En los turbulentos años de la dictadura de Augusto Pinochet, el escritor ha tenido que abandonar su país, como muchos artistas que tuvieron que irse en medio del clima de terror que sembró la tiranía fascista latinoamericana más sangrienta del siglo XX.
    Julio Méndez lucha por conquistarse un lugar en el mundo editorial de los años postreros del boom, pero debe enfrentar el juicio severísimo de Núria Monclús, en quien no es difícil reconocer a la editora española Carmen Balcells, ama todopoderosa del mercado del libro en español. Con una mezcla de rencor y admiración, el aspirante a novelista debe transitar todos los vericuetos de la amargura, la decepción y el fracaso para conquistar el ansiado estatus de que disfrutaban los miembros más conspicuos de ese fenómeno literario y comercial que encumbró en los años sesenta a un puñado de autores cuyos nombres aún brillan en el firmamento de las letras en castellano.
    Estando en su modesto piso de Sitges, Julio recibe la llamada de su amigo el pintor Pancho Salvatierra, invitándolo a pasar el verano en su lujoso departamento de Madrid, que quedará vacío, pues éste va a disfrutar sus vacaciones en alguna playa del Mediterráneo. Él acepta y se apresta a dejar momentáneamente Sitges. Ya instalados con Gloria en la capital española, tiene por primera vez la visión del jardín de al lado, el paraíso verde que el duque de Andía posee al costado del piso de Pancho Salvatierra, por donde discurre la condesita de cabellos dorados y ojos amarillos por quien Julio irá obsesionándose desde su privilegiado rincón de flamante voyeur
    Luego vendrá el episodio de Bijou, el hijo de una familia amiga, los Lagos, que les hace pasar un susto mayúsculo cuando desaparece una noche en la playa. Todos lo buscan por cada recoveco entre la arena y las rocas, hasta que están a punto de llamar a la policía, cuando uno de ellos abre la portezuela de su auto y he allí que dormía plácidamente el jovenzuelo acurrucado en posición fetal. Las reacciones son previsibles, pasando de la tranquilidad recobrada a la encrespada indignación.
    El encuentro en una tienda de artesanías con Marcelo Chiriboga y Núria Monclús resulta bastante reveladora, pues es cuando irrumpe la figura del afamado autor ecuatoriano del boom, fraguado sintomáticamente por José Donoso y por Carlos Fuentes, y que paseará su presencia por la obra de ambos novelistas como un guiño de lúdico reconocimiento a un país que curiosamente se quedó sin representante real en la fiesta editorial y literaria de los años en que nuestras letras conquistaban un sitial en el horizonte de la literatura contemporánea.
    En medio de la parálisis creativa que lo acogota en Madrid, Julio vive de lejos la agonía de su madre en Santiago, negándose a acudir a los llamados de su hermano Sebastián. La memoria le trae la imagen de la casa de la calle Roma, donde en el auténtico jardín de al lado pasa sus últimos días el ser que lo trajo a este mundo. Al producirse el desenlace, por un instante Julio decide regresar, mas existen desafíos enormes incumplidos que lo atormentan y le impiden todo movimiento. Escribe, además, su novela en medio de la convalecencia de la depresión de Gloria, en ausencia de los vecinos del jardín de al lado, y cuando ya está terminada la envía a Núria Monclús, quien después de varios días le anuncia que ha sido rechazada por tres editoriales españolas. Su hermano Sebastián, días antes le había enviado las fotocopias de las cuentas de todo lo relacionado con la enfermedad y la muerte de la madre de ambos.
    En el hecho de vender a un marchante argelino el cuadro robado a Pancho Salvatierra –otro lo había robado Bijou, produciéndose una desesperada búsqueda dantesca–, con el fin de fabricar una burbuja de felicidad o bienestar pasajeros con Gloria en Marruecos, adonde acuden por una invitación de su hijo para su exposición de fotografía, se cifra todo un simbolismo del fracaso existencial del escritor que ve cerrársele cada una de las puertas del éxito o, siquiera, del reconocimiento.
    En el último capítulo, es Gloria Echeverria de Méndez la que narra el final de la historia de una relación donde el fracaso ronda constantemente, los asedia como un animal pertinaz que no se atreve a dar el zarpazo final. Dialogando con Núria Monclús, Gloria pone en claro el significado –o trata de hacerlo– de un escritor chileno exiliado en Europa y que persigue, buscando afanosamente, la oportunidad de convertirse en el nuevo integrante del denostado boom.
    Interesante novela que se lee con gusto y avidez, dejándose llevar por la pluma diestra y avezada del magnífico José Donoso, que ha perpetrado con esta obra un melancólico canto a la sublime derrota.
                            

Lima, 02 de febrero de 2017.