Sin duda que la pregunta por el amor ha
sido una constante en la historia del pensamiento. El hombre, sobrecogido por
la curiosidad y el asombro, ha pretendido indagar, a lo largo de su largo
tránsito por este mundo, por la naturaleza de ese enigmático y complejo
sentimiento que siempre le ha resultado arduo definir y entender, quizá porque de
lo que simplemente se trataba era de vivirlo, aceptando sin más sus laberintos
y meandros, sus acertijos y desafíos.
Zygmunt Bauman, el filósofo y ensayista polaco
recientemente fallecido, acuñó un término que le ha servido de santo y seña
para desentrañar los misterios de las diversas expresiones culturales de la
sociedad contemporánea: la liquidez. Pues así como existe una modernidad
líquida o un tiempo líquido, también habría un amor líquido. Es decir, el
concepto de lo líquido aplicado a todo aquello sujeto a la mudanza, a lo
cambiante, proteico y transitorio. Por lo tanto, alude a la falta de solidez,
de consistencia y perennidad de los variados elementos de la vida humana. El
amor entre ellos.
Es así como en estos tiempos experimentamos
la vivencia amorosa con una sensación cada vez más desesperanzada, precaria,
desvalida, amenazada por tantos peligros que acechan en una era que todo lo
cuestiona, disuelve, pulveriza. Las uniones que fragua el amor, ya sea a través
del matrimonio u otro tipo de relación, se hallan indemnes ante la embestida de
una modernidad que de la mano de la tecnología y el ritmo avasallante de la
civilización terminan haciendo trizas ese ideal romántico con que nació el
desventurado amor.
Y a pesar de que el amor es lo sagrado para
el hombre moderno, como lo sostenía Tzvetan Tódorov, filósofo y lingüista
franco-búlgaro que también nos ha abandonado recientemente, lo que está en
entredicho es su consistencia, su durabilidad, su falta de perspectiva para
situarse en el horizonte existencial de nuestra era. Hay excepciones, desde
luego, pero la regla invisible que determina este insólito tiempo está signada
por esa erosión indetenible –perverso gusano que lo carcome todo–, de una forma
de relación humana que ya se tambalea peligrosamente.
A la pregunta de qué es el amor, no se me
ocurre otra salida que la de San Agustín, pues si no me lo preguntan, lo sé; y
si me lo preguntan, no lo sé. Con esta sutileza expreso mi desconcierto ante lo
inefable, la auténtica hazaña de épica conceptual que implica acometer tan
ardua tarea. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, algunas mentes
luminosas trataron de alumbrarnos en el difícil camino de su comprensión. He
aquí un pequeño recuento de esa labor.
“Basta amar para dejar de ser libre”, decía
Propercio, advirtiéndonos de las dulces cadenas, trocadas en amargas, que
nosotros mismos terminamos colocándonos. Un aforismo demoledor de Georg
Christoph Lichtenberg asevera que si el amor es ciego, el matrimonio nos
devuelve la vista. Lapidario. En la misma línea corrosiva de la secular
institución de occidente, Guillermo Cabrera Infante aseguraba que el matrimonio
era la tumba del amor.
Marguerite Yourcenar, la formidable autora
de Memorias de Adriano, pensaba que
el amor era un castigo, por no haber aprendido a quedarnos solos. En parecido
tono, el gran poeta lusitano Fernando Pessoa afirmaba lo siguiente: “Amar es
cansarse de estar solo: es una cobardía por lo tanto, y una traición a nosotros
mismos.” Probablemente lo decían dos contumaces solitarios. Y Susan Sontag
llevaba al extremo esta visión cruda y desencantada del amor: “Amar duele. Es
como entregarse a ser desollado y saber que en cualquier momento la otra
persona podría irse llevándose tu piel.” Pavoroso.
Una conocida cita bíblica, perteneciente a
una de las epístolas de San Juan, afirma que el amor todo lo puede, que el amor
lo vence todo; mas, Cabrera Infante, con su cáustica y filuda ironía, arriba a
la comprobación contraria, a la certeza inquebrantable de que todo vence al
amor. Irrebatible.
Pero de todas mis pesquisas literarias y
librescas, me quedo con una cita memorable, imbatible definición del amor que
la dio el queridísimo Gabriel García Márquez, cuando en su prosa exquisita e
inconfundible sentenció: “El amor es un sentimiento contra natura, que condena
a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera
cuanto más intensa.” Perfecta.
El tema es inagotable, razón por la que
continuaré mis búsquedas, y en una próxima entrega tal vez tengamos
aproximaciones más certeras y vislumbres más nítidos del poliédrico objeto que
nos interpela.
Lima,
16 de febrero de 2017.
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