jueves, 16 de febrero de 2017

El amor líquido

    Sin duda que la pregunta por el amor ha sido una constante en la historia del pensamiento. El hombre, sobrecogido por la curiosidad y el asombro, ha pretendido indagar, a lo largo de su largo tránsito por este mundo, por la naturaleza de ese enigmático y complejo sentimiento que siempre le ha resultado arduo definir y entender, quizá porque de lo que simplemente se trataba era de vivirlo, aceptando sin más sus laberintos y meandros, sus acertijos y desafíos.
    Zygmunt Bauman, el filósofo y ensayista polaco recientemente fallecido, acuñó un término que le ha servido de santo y seña para desentrañar los misterios de las diversas expresiones culturales de la sociedad contemporánea: la liquidez. Pues así como existe una modernidad líquida o un tiempo líquido, también habría un amor líquido. Es decir, el concepto de lo líquido aplicado a todo aquello sujeto a la mudanza, a lo cambiante, proteico y transitorio. Por lo tanto, alude a la falta de solidez, de consistencia y perennidad de los variados elementos de la vida humana. El amor entre ellos.
    Es así como en estos tiempos experimentamos la vivencia amorosa con una sensación cada vez más desesperanzada, precaria, desvalida, amenazada por tantos peligros que acechan en una era que todo lo cuestiona, disuelve, pulveriza. Las uniones que fragua el amor, ya sea a través del matrimonio u otro tipo de relación, se hallan indemnes ante la embestida de una modernidad que de la mano de la tecnología y el ritmo avasallante de la civilización terminan haciendo trizas ese ideal romántico con que nació el desventurado amor.
    Y a pesar de que el amor es lo sagrado para el hombre moderno, como lo sostenía Tzvetan Tódorov, filósofo y lingüista franco-búlgaro que también nos ha abandonado recientemente, lo que está en entredicho es su consistencia, su durabilidad, su falta de perspectiva para situarse en el horizonte existencial de nuestra era. Hay excepciones, desde luego, pero la regla invisible que determina este insólito tiempo está signada por esa erosión indetenible –perverso gusano que lo carcome todo–, de una forma de relación humana que ya se tambalea peligrosamente.
    A la pregunta de qué es el amor, no se me ocurre otra salida que la de San Agustín, pues si no me lo preguntan, lo sé; y si me lo preguntan, no lo sé. Con esta sutileza expreso mi desconcierto ante lo inefable, la auténtica hazaña de épica conceptual que implica acometer tan ardua tarea. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, algunas mentes luminosas trataron de alumbrarnos en el difícil camino de su comprensión. He aquí un pequeño recuento de esa labor.
    “Basta amar para dejar de ser libre”, decía Propercio, advirtiéndonos de las dulces cadenas, trocadas en amargas, que nosotros mismos terminamos colocándonos. Un aforismo demoledor de Georg Christoph Lichtenberg asevera que si el amor es ciego, el matrimonio nos devuelve la vista. Lapidario. En la misma línea corrosiva de la secular institución de occidente, Guillermo Cabrera Infante aseguraba que el matrimonio era la tumba del amor.
    Marguerite Yourcenar, la formidable autora de Memorias de Adriano, pensaba que el amor era un castigo, por no haber aprendido a quedarnos solos. En parecido tono, el gran poeta lusitano Fernando Pessoa afirmaba lo siguiente: “Amar es cansarse de estar solo: es una cobardía por lo tanto, y una traición a nosotros mismos.” Probablemente lo decían dos contumaces solitarios. Y Susan Sontag llevaba al extremo esta visión cruda y desencantada del amor: “Amar duele. Es como entregarse a ser desollado y saber que en cualquier momento la otra persona podría irse llevándose tu piel.” Pavoroso.
    Una conocida cita bíblica, perteneciente a una de las epístolas de San Juan, afirma que el amor todo lo puede, que el amor lo vence todo; mas, Cabrera Infante, con su cáustica y filuda ironía, arriba a la comprobación contraria, a la certeza inquebrantable de que todo vence al amor. Irrebatible.
    Pero de todas mis pesquisas literarias y librescas, me quedo con una cita memorable, imbatible definición del amor que la dio el queridísimo Gabriel García Márquez, cuando en su prosa exquisita e inconfundible sentenció: “El amor es un sentimiento contra natura, que condena a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa.” Perfecta.
    El tema es inagotable, razón por la que continuaré mis búsquedas, y en una próxima entrega tal vez tengamos aproximaciones más certeras y vislumbres más nítidos del poliédrico objeto que nos interpela.
                     

Lima, 16 de febrero de 2017.       

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