sábado, 28 de octubre de 2017

Memorias de un incesto

    Después de un tiempo relativamente prolongado, he leído con gran deleite y expectación El mundo sin Xóchitl (Lima, 2001), turbadora novela del escritor piurano Miguel Gutiérrez, que ha aguardado con silenciosa paciencia en los anaqueles de mi biblioteca, recordándome, sin embargo, con su muda presencia, la cada vez más impostergable hora de su lectura. La historia del amor incestuoso entre Wenceslao y Xóchitl, los hijos de la jovencísima dama Constanza y del viejo caballero don Elías, representante de la más rancia aristocracia provinciana del norte del país, es el motivo que recorre toda la obra.
    El narrador secundario ha recogido de manos de la viuda las memorias dejadas por Wenceslao a su muerte, que contienen el relato de la azarosa y prohibida relación que mantuvo durante su niñez con su hermana. Los niños han perdido a su madre muy pequeños y quedan al cuidado de la negra Artemisia, criada de don Elías. Cuando éste los sorprende un día durmiendo juntos, decide que es el momento de separarlos, pero simultáneamente surge en los hermanos el deseo homicida de acabar con el viejo.
    La visita que hacen Güencho y Xóchitl al cuarto de la zamba Pelagia los convence de que deben buscar su ayuda para el objeto que persiguen. Entretanto, son testigos de la rutina en la casona donde viven todos, cuyo ocaso vivirán con nostalgia y tristeza; la llegada de diversos invitados, amigos de su papá-abuelo, como ellos lo llaman, llenará en parte los días grises y anodinos de don Elías. También está la presencia de Papilio, el hermano menor nacido con retardo, que ellos adoptan simbólicamente como el hijo de su amor de niños en tránsito a la adolescencia.
    Ricardo y Albina son los hijos mayores de don Elías, fruto del primer matrimonio de éste con la rica heredera Mathilde, hija de una conocida familia de la ciudad, quien tuvo que disputar con otras candidatas no menos dotadas del medio por conquistar el amor del joven forastero recién llegado al pueblo. La pareja enfrentaría su fractura con la aparición de la misteriosa y desconocida Constanza; Mathilde se refugiaría primero en el segundo piso de la casona, llevándose consigo a su propia servidumbre, y luego en el hospital psiquiátrico Larco Herrera de la capital, donde terminaría sus días.
    Cuando luego de una larga agonía el viejo muere, los niños planean su fuga, pues su medio hermana Albina, monja que usa el nombre de Apolonia, ha dispuesto el destino de ambos por deseo expreso de su padre. El niño sería enviado con su padrino, y la niña a un internado; sor Apolonia se haría cargo de Papilio. En medio de los ajetreos del velorio y el entierro, los hermanos abandonan la casa siendo acogidos en la casa del señor Dunbar, viejo amigo de su padre, donde se esconden un tiempo para instalarse definitivamente en Monte de los Padres, la casa-hacienda que fue del viejo Elías a unas horas de la ciudad.
    Allí viven con un grupo de campesinos y el administrador de la casa-hacienda, tratando de pasar desapercibidos para evitar ser delatados ante sus familiares que los buscan en Piura. Sus salidas, esporádicas y furtivas, les sirven para comprobar la sorda hostilidad y animadversión de los habitantes de aquellas comarcas, quizás en posesión del secreto sobre la naturaleza de las relaciones entre los hermanos. Las miradas sesgadas, las actitudes de rechazo, los ojos acusadores de los hombres y las mujeres del entorno, les revelan un clima adverso que deben sortear.
    Entre escenas de celos, escapadas provocadoras de Xóchitl, ceremonias a la que buscan acceder los muchachos para ser aceptados por la comunidad, transcurren sus días en libertad hasta la repentina irrupción, en este paisaje de bucólica felicidad y ansias de infinito gozo, de la muerte, impensada pero siempre acechante. Xóchitl es víctima de una epidemia que ya había cobrado varias vidas en la zona. La penosa agonía de la niña sume a Wences en la mayor desolación, repensando su vida a partir de ese instante para ingresar al tantas veces temido mundo sin Xóchitl que da título a la novela.
    Magistral demostración de destreza narrativa, espléndido fresco de la existencia en una representativa urbe del norte del país a mediados del siglo pasado, cautivante y transgresora historia de un tema que sigue siendo un tabú ya bien entrado el siglo XXI. Todas estas cualidades hacen de El mundo sin Xóchitl una de las ficciones más logradas de la narrativa peruana de estos tiempos, obra de uno de los grandes novelistas peruanos de la segunda mitad del siglo XX, el escritor Miguel Gutiérrez, poseedor además de una valiosa producción que merece ser conocida y leída.


Lima, 22 de octubre de 2017. 

sábado, 14 de octubre de 2017

Szyszlo: una vida de ensueño

    La trágica muerte, en un accidente doméstico, del gran pintor Fernando de Szyszlo enluta a la cultura nacional, y específicamente al arte peruano y latinoamericano, pues la figura del notable artista plástico nacido en Lima en 1925 poseía una dimensión internacional merced a sus innatas condiciones para la pintura, la escultura y la creación artística en general, así como por sus agudas incursiones en la escritura a través de inflamados artículos periodísticos y bellísimos libros de ensayos y testimonio personal.
    Hijo de un hombre de ciencia polaco, afincado en el Perú por razones de la guerra del 14, y de una mujer singular por ser la hermana del gran cuentista y poeta iqueño Abraham Valdelomar –curiosamente muerto también en similares circunstancias–, su trayectoria posee ese halo de ensoñación y misterio que rodea a los auténticamente grandes. El impulso por la pintura lo sintió desde muy joven, cuando era un estudiante de arquitectura que recelaba de sus condiciones para el dibujo. Mas cuando tuvo la oportunidad de perfilar su destreza para los trazos, descubrió definitivamente la que sería su verdadera vocación a la que dedicaría el resto de su vida.
    Casado en primeras nupcias con Blanca Varela, la extraordinaria poeta peruana del siglo XX, y amigo de los más importantes hombres de la cultura de su tiempo, como José María Arguedas, Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Octavio Paz, André Bretón y tantos otros, se instaló muy tempranamente en París, donde realizó el gran aprendizaje que lo formó como el artista cabal que fue. A ello, uniría su admiración y afecto por el arte precolombino, reconocible notoriamente en los colores y las formas que darían sustrato a su apuesta por el abstracto.
    Un recorrido impecable por el arte y la plástica contemporáneas ha hecho que sea reconocido por cualquier entendido como uno de sus eximios representantes, codeándose con los grandes de su tiempo, como Rufino Tamayo, Roberto Matta, Wilfredo Lam, Fernando Botero, por mencionar algunos, artistas todos ellos que estuvieron en la vanguardia de la pintura de nuestro tiempo. Sin embargo, el hecho de que Szyszlo decidiera establecerse en el Perú, cuando los demás adquirían reconocimiento y renombre –amén del éxito– en los ámbitos europeos y mundiales, no lo convierte en un exponente ancilar de ella, pues la fuerza y calidad de su obra están más allá de toda discusión.
    Otra faceta de su poliédrica personalidad lo conforma su compromiso político, entendido éste en su acepción más elevada, ese activismo que lo llevó a militar e involucrarse en todas las causas donde estuvieran en juego la defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos. No podemos olvidar sus firmes posturas en el combate de la dictadura en los últimos tiempos, su aguerrida vocación por los principios de la civilización y la ciudadanía en épocas oscuras, tomando partido en todo momento por los valores inalienables del ser humano y la vida.
    Fernando de Szyszlo nos deja, pues, una obra valiosa para querer y conocer mejor al Perú y su cultura; su muerte sólo constituye un tránsito al panteón de los inmortales, a ese Olimpo habitado por los creadores y hacedores de la belleza; la intensa poesía de sus colores y la magia misteriosa de sus trazos continuarán enriqueciendo las miradas y los espíritus de generaciones enteras de hombres y mujeres rendidos ante la maestría de su arte. Se va, en compañía del ser que más amó y lo amó, pero ya está instalado para siempre en la memoria y el cariño de quienes valoramos y admiramos al ser humano y al artista, en esa doble condición que trasciende cualquier otra jerarquía.


Lima, 14 de octubre de 2017.

jueves, 12 de octubre de 2017

El anexo secreto

    Los diarios íntimos constituyen un verdadero género literario, cuando quienes lo ejercen vuelcan en ellos, además de sus preocupaciones y obsesiones de cada día, su talento para la escritura y una vocación narradora que puede detectarse desde las primeras líneas. Es lo que sucede con uno de esos diarios que forman parte ya del canon literario de las letras contemporáneas, escritos por una niña judía que moriría con casi toda su familia en los campos de concentración nazis al finalizar la segunda guerra mundial. Los manuscritos, hallados por amigos de la familia, fueron rescatados por el padre que sobrevivió al genocidio, quien los publicó con el título inicial de Het achterhuis, o El anexo, popularizado en su versión al inglés como Diary of a Young girl, y conocido mundialmente como El Diario de Ana Frank.
    Se trata de una serie de cartas que Ana le escribe a Kitty, como ha bautizado al cuaderno que le fuera obsequiado en ocasión de su cumpleaños número 13. En él va detallando la evolución de sus sentimientos y el día a día de sus tribulaciones, desde su salida de Alemania para instalarse con su familia en Ámsterdam, perseguidos por el régimen nacional-socialista alemán en su condición de judíos, hasta su captura a comienzos de 1944 para terminar aniquilados por la barbarie totalitaria.
    Lo primero que sorprende al lector es que una niña de trece años sea capaz de expresar los pormenores de su vida con esa sutileza y sencillez, aunados a una gran perspicacia, fruto quizás de su enorme poder de observación y de sus abundantes lecturas de que dan fe muchos pasajes de sus diarios. La primera entrada es de junio de 1942, donde narra la celebración de un cumpleaños y otros detalles de un acontecimiento doméstico, con una prolijidad, mesura y sentido de las cosas que conmueven. Más adelante revelaría una idea que ya le rondaba desde entonces, la de escribir una novela policial con el título que rescato encabezando este artículo: “El anexo secreto”, la “historia de ocho judíos metidos en su escondite, su forma de vivir, de comer, de hablar.” Podemos imaginar lo que habría significado una obra así de haber tenido la joven escritora la posibilidad de llevarla a cabo.
    Dos familias, los Frank y los Van Daan, más el señor Dussel, ocho personas en total, se instalan en un anexo de la casa de la calle Prinsengracht, apenas protegidos por un tabique colocado en una de las puertas secretas que da acceso al refugio. Durante más de dos años de encierro tienen lugar los ajetreos y los trasiegos de toda convivencia humana. Uno no se imagina cuánto de infierno puede anidar, a veces, en la propia casa, sobre todo si se está obligado a convivir con seres que uno no conoce o que no quiere. Para Ana, sólo el estudio podía significar una vía de escape, como lo confiesa en su carta del 17 de octubre de 1943. En otra parte dice al respecto: “Las personas libres no podrían imaginar lo que los libros significan para quienes están escondidos. Libros y más libros, y la radio… Ese es todo nuestro entretenimiento.” Efectivamente, es por la radio que siguen todos los incidentes de la guerra que asola Europa, donde precisamente ellos serían parte  de sus millones de víctimas.
    Ana es objeto de toda clase de acusaciones, reprimendas y malos tratos por parte de los adultos, especialmente de su madre, con quien no guarda una relación armoniosa y a quien señala en muchos pasajes de sus diarios como una persona no precisamente afectuosa con ella y sí muy intransigente y de mal carácter. Es constante el tono de reproche cuando habla de su madre. La señora Van Daan tampoco es ajena a la crítica de la joven autora, pintándola como intrigante, ladina y frívola. Y no son pocos los encontronazos con el señor Dussel, pues deben compartir una mesa que a Ana le sirve  para sus estudios y para la escritura de sus diarios. De su padre y de su hermana no tiene mayores quejas. Pero está también la contraparte, la ilusión y los primeros escarceos amorosos que despierta en ella Peter, el hijo de los Van Daan, con quien vivirá intensos momentos de un dulce idilio adolescente.
    En la anotación del 8 de noviembre de 1943 deja traslucir toda su desesperanza. Es curioso el episodio en que pierde su estilográfica, obsequio de su padre, pues guarda una siniestra analogía con su propia desaparición física, como si fuera presagio y prefiguración del exterminio de su familia en los campos de concentración de Auschwitz y de Bergen-Belsen.
    El régimen alimenticio de los refugiados está descrito con cierta prolijidad en la carta del lunes 3 de abril de 1944; en la del día siguiente, Ana reflexiona sobre su vocación de escribir, manifestando su anhelo de convertirse en periodista y escritora. Sus aficiones y actividades favoritas están descritas en la entrada del jueves 6 de abril. El 27 detalla sus lecturas y su disciplina de estudios. Asombra la diversidad de inquietudes intelectuales que muestra la niña en sus inclinaciones y búsquedas.
    Interrogantes llenas de amargura y pequeños atisbos de esperanza se dejan sentir en su carta del 3 de mayo. A veces Ana cae en la más honda desesperanza, preguntándose si no hubiese sido mejor morir todos, o que una bomba los aplastara de una vez, pues no sería mayor a la inquietud que ahora los agobia. Serían los prolegómenos de la llegada final de la Gestapo en agosto, probablemente debido a una delación de algún almacenero ávido de la recompensa ofrecida por encontrar judíos. El resto era previsible: son llevados a los campos de concentración, unos mueren en las cámaras de gas, de otros se pierde el rastro, y Ana y su hermana Margot terminan en el infierno de Belsen, donde son víctimas de una epidemia de tifus que las llevará a la muerte.
    Vibrante alegato contra la barbarie de la guerra desatada por el odio xenófobo de los jerarcas nazis; espléndido testimonio de indesmayable humanidad a través de los ojos de una niña acuciosa e inteligente; preciso retrato de unas vidas situadas al filo de la cornisa;  hermoso relato de la peripecia excepcional del ser humano enfrentado a los límites de su condición existencial.

Lima, 10 de octubre de 2017.  

      

sábado, 7 de octubre de 2017

España invertebrada

    Resulta penoso para cualquier observador internacional el espectáculo actual de una España en trance separatista, en medio de una situación política de extrema gravedad, a punto de la fractura, como no se había visto desde los tortuosos sucesos del 23 de febrero de 1981, cuando la incipiente democracia estuvo en peligro, conjurado a tiempo por la intervención del rey Juan Carlos en alianza solidaria con una sociedad que despegaba a la vida en libertad después de más de cuatro décadas bajo el oprobio del franquismo.
    La crisis a la que se asoma el país ibérico ha sido propiciada tanto por los afanes nacionalistas y secesionistas de la clase dirigente catalana, encabezada esta vez por el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, con el apoyo de Carme Forcadell, presidenta del parlament; como por la ostentosa incapacidad y falta de liderazgo del gobierno de Mariano Rajoy, encastillado en la inacción y en la miopía política, que le impide vislumbrar una salida inteligente al desafío independentista.
    Aduciendo razones de índole económica, política y cultural, entre otras, Cataluña pretende, desde hace algunos años con mayor virulencia, convertirse en una república independiente de la España de la que forma parte desde 1714, cuando Felipe V de Borbón se impuso a Carlos de Austria en la llamada Guerra de Sucesión, pasando el actual territorio catalán al poder del reino español, y adquiriendo con el tiempo la condición de región autónoma de la que ahora disfruta para disgusto de su clase política y de un sector importante de su población. La amenaza de la declaración de independencia unilateral está a la vuelta de la esquina.
    La consulta sin carácter vinculante del 9 de noviembre de 2014 señaló un punto de inflexión en esta sorda lucha intestina de la España moderna, antecedente inmediato del referéndum celebrado, ilegalmente según el Tribunal Constitucional y las leyes españolas, el pasado 1 de octubre, en medio de una violenta y caótica votación intervenida por las fuerzas policiales enviadas desde Madrid. La jornada se vivió como una vergonzosa demostración de terquedad política por un lado, y de ausencia de tino por el otro, quedando ante el mundo las bochornosas escenas en los centros de votación –con los ciudadanos resguardando los centros de sufragio y los guardias civiles y policías arremetiendo a porrazos las colas–, como la misma imagen de la inmadurez de una clase política que nunca estuvo a la altura de las circunstancias.
    Varios factores entran en juego para un análisis de la problemática separatista en curso. Pero hay dos que entran en colisión absoluta. Lo primero que se debe considerar es el inalienable derecho del pueblo catalán, como cualquier otro, para expresarse políticamente en las urnas; y lo segundo, no menos importante en un Estado de derecho, es el cumplimiento irrestricto de la Constitución y las leyes; lo cual plantea un aparente callejón sin salida, que recuerda la famosa dicotomía que esbozaba Isaiah Berlin en su conocida tesis de las dos verdades. ¿Cuál de ellas debe prevalecer? ¿Cómo resolver esta verdadera cuadratura del círculo jurídico-político? He ahí la cuestión, como diría Shakespeare. Tal vez en un referéndum pactado, como el de Escocia o el Quebec, esté la respuesta.
    El problema es que la salida a este intríngulis político no se enfrentó a tiempo, y se dejó crecer peligrosamente hasta los niveles que todos hemos visto el domingo 1°, en un punto de aparente no retorno, cuando desde el inicio el diálogo, la capacidad para la concertación, la franca deposición de posturas radicales, el entendimiento inteligente y maduro, debió evitar llegar a los extremos a que se ha llegado, poniendo en riesgo ya no sólo el proyecto español, su sana convivencia entre las diferentes autonomías regionales que la integran, sino asimismo el futuro político de Cataluña, enfrentada a su potencial salida de la Unión Europea, al margen del euro y de las instituciones que forman parte de ese formidable proyecto integrador europeo, con todas las implicancias que eso conlleva, en un época donde predominan los afanes integracionistas, aboliendo por retrógrados y contrarios a la historia esas pretensiones nacionalistas en la que ciertas colectividades quieren encerrarse.  
    Es urgente hacer un llamado a la cordura, colmo el que impulsan los intelectuales, artistas y escritores españoles, desde Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, hasta Fernando Savater y Joan Manuel Serrat, para que se imponga la sensatez en medio de esta locura, para que cesen los odios y las voces destempladas de todos lados, para que impere la razón y el sentido común antes que el desastre se lleve por la borda todo lo construido hasta ahora en cuarenta años de experiencia democrática.


Lima, 7 de octubre de 2017.