Resulta penoso para cualquier observador
internacional el espectáculo actual de una España en trance separatista, en
medio de una situación política de extrema gravedad, a punto de la fractura,
como no se había visto desde los tortuosos sucesos del 23 de febrero de 1981,
cuando la incipiente democracia estuvo en peligro, conjurado a tiempo por la
intervención del rey Juan Carlos en alianza solidaria con una sociedad que despegaba
a la vida en libertad después de más de cuatro décadas bajo el oprobio del
franquismo.
La crisis a la que se asoma el país ibérico
ha sido propiciada tanto por los afanes nacionalistas y secesionistas de la
clase dirigente catalana, encabezada esta vez por el president de la Generalitat,
Carles Puigdemont, con el apoyo de Carme Forcadell, presidenta del parlament; como por la ostentosa
incapacidad y falta de liderazgo del gobierno de Mariano Rajoy, encastillado en
la inacción y en la miopía política, que le impide vislumbrar una salida
inteligente al desafío independentista.
Aduciendo razones de índole económica,
política y cultural, entre otras, Cataluña pretende, desde hace algunos años
con mayor virulencia, convertirse en una república independiente de la España
de la que forma parte desde 1714, cuando Felipe V de Borbón se impuso a Carlos
de Austria en la llamada Guerra de Sucesión, pasando el actual territorio
catalán al poder del reino español, y adquiriendo con el tiempo la condición de
región autónoma de la que ahora disfruta para disgusto de su clase política y
de un sector importante de su población. La amenaza de la declaración de
independencia unilateral está a la vuelta de la esquina.
La consulta sin carácter vinculante del 9
de noviembre de 2014 señaló un punto de inflexión en esta sorda lucha intestina
de la España moderna, antecedente inmediato del referéndum celebrado,
ilegalmente según el Tribunal Constitucional y las leyes españolas, el pasado 1
de octubre, en medio de una violenta y caótica votación intervenida por las
fuerzas policiales enviadas desde Madrid. La jornada se vivió como una
vergonzosa demostración de terquedad política por un lado, y de ausencia de
tino por el otro, quedando ante el mundo las bochornosas escenas en los centros
de votación –con los ciudadanos resguardando los centros de sufragio y los
guardias civiles y policías arremetiendo a porrazos las colas–, como la misma
imagen de la inmadurez de una clase política que nunca estuvo a la altura de
las circunstancias.
Varios factores entran en juego para un
análisis de la problemática separatista en curso. Pero hay dos que entran en
colisión absoluta. Lo primero que se debe considerar es el inalienable derecho
del pueblo catalán, como cualquier otro, para expresarse políticamente en las
urnas; y lo segundo, no menos importante en un Estado de derecho, es el
cumplimiento irrestricto de la Constitución y las leyes; lo cual plantea un
aparente callejón sin salida, que recuerda la famosa dicotomía que esbozaba Isaiah
Berlin en su conocida tesis de las dos verdades. ¿Cuál de ellas debe
prevalecer? ¿Cómo resolver esta verdadera cuadratura del círculo
jurídico-político? He ahí la cuestión, como diría Shakespeare. Tal vez en un
referéndum pactado, como el de Escocia o el Quebec, esté la respuesta.
El
problema es que la salida a este intríngulis político no se enfrentó a tiempo,
y se dejó crecer peligrosamente hasta los niveles que todos hemos visto el
domingo 1°, en un punto de aparente no retorno, cuando desde el inicio el
diálogo, la capacidad para la concertación, la franca deposición de posturas radicales,
el entendimiento inteligente y maduro, debió evitar llegar a los extremos a que
se ha llegado, poniendo en riesgo ya no sólo el proyecto español, su sana
convivencia entre las diferentes autonomías regionales que la integran, sino
asimismo el futuro político de Cataluña, enfrentada a su potencial salida de la
Unión Europea, al margen del euro y de las instituciones que forman parte de
ese formidable proyecto integrador europeo, con todas las implicancias que eso
conlleva, en un época donde predominan los afanes integracionistas, aboliendo
por retrógrados y contrarios a la historia esas pretensiones nacionalistas en
la que ciertas colectividades quieren encerrarse.
Es urgente hacer un llamado a la cordura,
colmo el que impulsan los intelectuales, artistas y escritores españoles, desde
Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, hasta Fernando Savater y
Joan Manuel Serrat, para que se imponga la sensatez en medio de esta locura,
para que cesen los odios y las voces destempladas de todos lados, para que
impere la razón y el sentido común antes que el desastre se lleve por la borda
todo lo construido hasta ahora en cuarenta años de experiencia democrática.
Lima,
7 de octubre de 2017.
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