Los diarios íntimos constituyen un
verdadero género literario, cuando quienes lo ejercen vuelcan en ellos, además
de sus preocupaciones y obsesiones de cada día, su talento para la escritura y
una vocación narradora que puede detectarse desde las primeras líneas. Es lo
que sucede con uno de esos diarios que forman parte ya del canon literario de
las letras contemporáneas, escritos por una niña judía que moriría con casi
toda su familia en los campos de concentración nazis al finalizar la segunda
guerra mundial. Los manuscritos, hallados por amigos de la familia, fueron
rescatados por el padre que sobrevivió al genocidio, quien los publicó con el
título inicial de Het achterhuis, o El anexo, popularizado en su versión al
inglés como Diary of a Young girl, y
conocido mundialmente como El Diario de
Ana Frank.
Se trata de una serie de cartas que Ana le
escribe a Kitty, como ha bautizado al cuaderno que le fuera obsequiado en
ocasión de su cumpleaños número 13. En él va detallando la evolución de sus
sentimientos y el día a día de sus tribulaciones, desde su salida de Alemania
para instalarse con su familia en Ámsterdam, perseguidos por el régimen
nacional-socialista alemán en su condición de judíos, hasta su captura a
comienzos de 1944 para terminar aniquilados por la barbarie totalitaria.
Lo primero que sorprende al lector es que
una niña de trece años sea capaz de expresar los pormenores de su vida con esa sutileza y sencillez, aunados a una gran perspicacia, fruto quizás de su enorme
poder de observación y de sus abundantes lecturas de que dan fe muchos pasajes
de sus diarios. La primera entrada es de junio de 1942, donde narra la
celebración de un cumpleaños y otros detalles de un acontecimiento doméstico,
con una prolijidad, mesura y sentido de las cosas que conmueven. Más adelante
revelaría una idea que ya le rondaba desde entonces, la de escribir una novela
policial con el título que rescato encabezando este artículo: “El anexo
secreto”, la “historia de ocho judíos metidos en su escondite, su forma de
vivir, de comer, de hablar.” Podemos imaginar lo que habría significado una
obra así de haber tenido la joven escritora la posibilidad de llevarla a cabo.
Dos familias, los Frank y los Van Daan, más
el señor Dussel, ocho personas en total, se instalan en un anexo de la casa de
la calle Prinsengracht, apenas protegidos por un tabique colocado en una de las
puertas secretas que da acceso al refugio. Durante más de dos años de encierro
tienen lugar los ajetreos y los trasiegos de toda convivencia humana. Uno no se
imagina cuánto de infierno puede anidar, a veces, en la propia casa, sobre todo
si se está obligado a convivir con seres que uno no conoce o que no quiere.
Para Ana, sólo el estudio podía significar una vía de escape, como lo confiesa
en su carta del 17 de octubre de 1943. En otra parte dice al respecto: “Las
personas libres no podrían imaginar lo que los libros significan para quienes
están escondidos. Libros y más libros, y la radio… Ese es todo nuestro entretenimiento.”
Efectivamente, es por la radio que siguen todos los incidentes de la guerra que
asola Europa, donde precisamente ellos serían parte de sus millones de víctimas.
Ana es objeto de toda clase de acusaciones,
reprimendas y malos tratos por parte de los adultos, especialmente de su madre,
con quien no guarda una relación armoniosa y a quien señala en muchos pasajes
de sus diarios como una persona no precisamente afectuosa con ella y sí muy
intransigente y de mal carácter. Es constante el tono de reproche cuando habla
de su madre. La señora Van Daan tampoco es ajena a la crítica de la joven autora,
pintándola como intrigante, ladina y frívola. Y no son pocos los encontronazos
con el señor Dussel, pues deben compartir una mesa que a Ana le sirve para sus estudios y para la escritura de sus
diarios. De su padre y de su hermana no tiene mayores quejas. Pero está también
la contraparte, la ilusión y los primeros escarceos amorosos que despierta en
ella Peter, el hijo de los Van Daan, con quien vivirá intensos momentos de un
dulce idilio adolescente.
En la
anotación del 8 de noviembre de 1943 deja traslucir toda su desesperanza. Es
curioso el episodio en que pierde su estilográfica, obsequio de su padre, pues
guarda una siniestra analogía con su propia desaparición física, como si fuera
presagio y prefiguración del exterminio de su familia en los campos de
concentración de Auschwitz y de Bergen-Belsen.
El régimen alimenticio de los refugiados
está descrito con cierta prolijidad en la carta del lunes 3 de abril de 1944;
en la del día siguiente, Ana reflexiona sobre su vocación de escribir,
manifestando su anhelo de convertirse en periodista y escritora. Sus aficiones
y actividades favoritas están descritas en la entrada del jueves 6 de abril. El
27 detalla sus lecturas y su disciplina de estudios. Asombra la diversidad de
inquietudes intelectuales que muestra la niña en sus inclinaciones y búsquedas.
Interrogantes llenas de amargura y pequeños
atisbos de esperanza se dejan sentir en su carta del 3 de mayo. A veces Ana cae
en la más honda desesperanza, preguntándose si no hubiese sido mejor morir todos,
o que una bomba los aplastara de una vez, pues no sería mayor a la inquietud
que ahora los agobia. Serían los prolegómenos de la llegada final de la Gestapo
en agosto, probablemente debido a una delación de algún almacenero ávido de la
recompensa ofrecida por encontrar judíos. El resto era previsible: son llevados
a los campos de concentración, unos mueren en las cámaras de gas, de otros se
pierde el rastro, y Ana y su hermana Margot terminan en el infierno de Belsen,
donde son víctimas de una epidemia de tifus que las llevará a la muerte.
Vibrante alegato contra la barbarie de la
guerra desatada por el odio xenófobo de los jerarcas nazis; espléndido
testimonio de indesmayable humanidad a través de los ojos de una niña acuciosa
e inteligente; preciso retrato de unas vidas situadas al filo de la
cornisa; hermoso relato de la peripecia
excepcional del ser humano enfrentado a los límites de su condición
existencial.
Lima,
10 de octubre de 2017.
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