La trágica muerte, en un accidente
doméstico, del gran pintor Fernando de Szyszlo enluta a la cultura nacional, y
específicamente al arte peruano y latinoamericano, pues la figura del notable
artista plástico nacido en Lima en 1925 poseía una dimensión internacional
merced a sus innatas condiciones para la pintura, la escultura y la creación
artística en general, así como por sus agudas incursiones en la escritura a
través de inflamados artículos periodísticos y bellísimos libros de ensayos y
testimonio personal.
Hijo de un hombre de ciencia polaco,
afincado en el Perú por razones de la guerra del 14, y de una mujer singular
por ser la hermana del gran cuentista y poeta iqueño Abraham Valdelomar
–curiosamente muerto también en similares circunstancias–, su trayectoria posee
ese halo de ensoñación y misterio que rodea a los auténticamente grandes. El
impulso por la pintura lo sintió desde muy joven, cuando era un estudiante de
arquitectura que recelaba de sus condiciones para el dibujo. Mas cuando tuvo la
oportunidad de perfilar su destreza para los trazos, descubrió definitivamente
la que sería su verdadera vocación a la que dedicaría el resto de su vida.
Casado en primeras nupcias con Blanca
Varela, la extraordinaria poeta peruana del siglo XX, y amigo de los más
importantes hombres de la cultura de su tiempo, como José María Arguedas,
Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Octavio Paz,
André Bretón y tantos otros, se instaló muy tempranamente en París, donde
realizó el gran aprendizaje que lo formó como el artista cabal que fue. A ello,
uniría su admiración y afecto por el arte precolombino, reconocible
notoriamente en los colores y las formas que darían sustrato a su apuesta por
el abstracto.
Un recorrido impecable por el arte y la plástica
contemporáneas ha hecho que sea reconocido por cualquier entendido como uno de
sus eximios representantes, codeándose con los grandes de su tiempo, como
Rufino Tamayo, Roberto Matta, Wilfredo Lam, Fernando Botero, por mencionar
algunos, artistas todos ellos que estuvieron en la vanguardia de la pintura de
nuestro tiempo. Sin embargo, el hecho de que Szyszlo decidiera establecerse en
el Perú, cuando los demás adquirían reconocimiento y renombre –amén del éxito– en
los ámbitos europeos y mundiales, no lo convierte en un exponente ancilar de
ella, pues la fuerza y calidad de su obra están más allá de toda discusión.
Otra faceta de su poliédrica personalidad
lo conforma su compromiso político, entendido éste en su acepción más elevada, ese
activismo que lo llevó a militar e involucrarse en todas las causas donde
estuvieran en juego la defensa de la libertad, la democracia y los derechos
humanos. No podemos olvidar sus firmes posturas en el combate de la dictadura
en los últimos tiempos, su aguerrida vocación por los principios de la
civilización y la ciudadanía en épocas oscuras, tomando partido en todo momento
por los valores inalienables del ser humano y la vida.
Fernando de Szyszlo nos deja, pues, una
obra valiosa para querer y conocer mejor al Perú y su cultura; su muerte sólo
constituye un tránsito al panteón de los inmortales, a ese Olimpo habitado por
los creadores y hacedores de la belleza; la intensa poesía de sus colores y la
magia misteriosa de sus trazos continuarán enriqueciendo las miradas y los
espíritus de generaciones enteras de hombres y mujeres rendidos ante la
maestría de su arte. Se va, en compañía del ser que más amó y lo amó, pero ya
está instalado para siempre en la memoria y el cariño de quienes valoramos y
admiramos al ser humano y al artista, en esa doble condición que trasciende cualquier
otra jerarquía.
Lima,
14 de octubre de 2017.
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