sábado, 29 de septiembre de 2012

Goethe: el helenista


El poderoso influjo que ha tenido Grecia en la vida y la obra del gran escritor alemán Johann Wolfgang Goethe, ha sido rastreado del modo más prolijo y documentado por Humphry Trevelyan en su libro Goethe & the greeks (Goethe y los griegos), publicado en 1942. La obra constituye un valioso estudio para comprender el talante espiritual y el temple estético de una figura capital de la cultura alemana.
     En seis capítulos traza el derrotero vital e intelectual del formidable autor del Fausto, desde su nacimiento en 1749 en la ciudad de Fráncfort, su fructífero periplo por Leipzig y luego Italia -en una maravillosa experiencia por el mediterráneo, recorriendo ciudades como Roma, Nápoles y Sicilia-, hasta su regreso a Weimar y muerte en 1832.
     La infancia de Goethe transcurrió en un ambiente dominado por el pietismo y el racionalismo, que actuaron al unísono para eliminar la influencia griega en la educación alemana de la primera mitad del siglo XVIII. Se vivía bajo las ideas del pedagogo Comenio, quien pretendía desterrar de la enseñanza a los “maestros paganos” griegos y latinos, a pesar de que en 1699 se iniciaría lentamente la revalorización de lo griego en la cultura alemana con la publicación del Telémaque de Fenelón.
     “El único camino para que seamos grandes, ah, si fuera posible, inimitables, es la imitación de los antiguos”, decía Winckelmann, describiendo la atmósfera cultural que empezaría a vivirse por esos años en el país germánico, aires que respiraría el joven Goethe, pues sus “primeras oraciones en griego datan de agosto de 1758”.
     A los 12 años ya había leído a Racine y Corneille; admiraba a Sócrates y a los estoicos, sobre todo sus reglas de vida. Es por esa época que su padre lo envía a Leipzig a estudiar leyes, pero a él le interesaban las lenguas, los clásicos y la historia, y su ferviente deseo era ir a Gotinga. En 1769 tiene ocasión de visitar la magnífica colección de escultura griega de Mannheim, quedando deslumbrado ante el Laocoonte. Gracias a los griegos se dio cuenta del “profundo significado de la forma humana”. En septiembre de 1770 se produce su encuentro con Herder, que marcaría hondamente su vida.
     Amén del influjo de Herder y su Verdad, sentimiento y naturaleza, Goethe realiza lecturas importantes de Winckelmann y Lessing; demuestra gran interés por Píndaro y por los himnos órficos. Lo seduce especialmente la intimidad de los griegos con la naturaleza y la realidad. Emularía, no imitando, a los poetas helénicos, principalmente al famoso autor de las odas.
     El primer drama de inspiración griega que Goethe escribe es Ifigenie, luego vendría Elpenor. Huye a Roma, como dice en sus diarios, en 1786: “Yo mismo luchaba con la muerte y la vida, y no hay lengua que exprese lo que en mí ocurría”. Allí se dedicó al estudio de Rafael, Miguel Ángel y otros maestros modernos. El contacto con la obra de Palladio le revela la presencia del genio. Paralelamente sentiría los efectos de la tragedia griega, por un lado frialdad y fuerza, por el otro pasión y furia: el pedernal y el fuego.
     Dueño de una curiosidad omnívora, Goethe llegó a Roma el 29 de octubre de 1786. Luego visita Nápoles y Sicilia; en ésta cree encontrar la visión de un “tesoro indestructible” que lo va a acompañar por el resto de sus días. Estando aquí, el poeta alemán asume la creencia de que Homero había escrito La Odisea en la isla italiana.
     Se dedica al estudio de la anatomía comparada, como una manera de entender la concepción de la forma que los griegos tuvieron de la figura humana. Obtuvo ese conocimiento “en la forma más completa en su estudio de la escultura griega por la cual logró la visión de la forma humana, en unidad y variedad, un microcosmo del universo, llave para el conocimiento de Dios.”
     La filosofía de vida griega, en perfecta comunión con la naturaleza, es llevada a la práctica por Goethe cuando se une a Christiane, “así como Marte se apodera de Rea Silvia cuando ella iba a sacar agua del Tíber”. Una existencia basada en la satisfacción de los instintos primarios se le ofrece en la forma acabada de una concepción estética elaborada en consonancia con los latidos más naturales del hombre. Solo aquí se entiende en toda su dimensión el estar “más allá de bien y del mal” nietzcheano, que expresa, según el ideal griego, la forma más elevada y armónica de la moral: la moralidad estética, la moralidad de la belleza. En una palabra, el ideal de la moralidad natural que sigue a los instintos, mandato de los dioses.
     Goethe busca no un regreso a la naturaleza, sino un avanzar a una segunda naturaleza. Casi lo mismo que Nietzsche, un siglo más tarde, formularía en términos de un ascenso a la naturaleza. Existe una afinidad filosófica y estética entre estos dos grandes creadores alemanes que fueron seducidos, cada uno a su manera, por la impronta helénica.
     Un hecho trascendental en la vida de Goethe constituye sin duda su amistad con Schiller, a quien conoce en el verano de 1794. Así como su encuentro con Herder le significó una experiencia altamente fructífera, pues en muchos sentidos aquél fue su verdadero maestro, la fecunda amistad con el otro genio de la poesía alemana, le provee las mejores herramientas para el desarrollo de su obra y la plena expansión de su espíritu. Esta relación se cortaría abruptamente en 1805 con la súbita muerte del poeta amigo.
     Entre tanto Goethe seguiría dando muestras de sus mejores frutos, pues cuando publica Hermann und Dorothea, los críticos exclamarían que se trata de “la corona de helenismo de Goethe”. Señalan que “la tendencia a la ‘descripción detallada’ es una imitación directa del estilo homérico”. Por cierto, los poemas homéricos tienden a agruparse en torno a dos temas principales: la ira de Aquiles y el regreso de Odiseo. Con Achilleis y Helena, intenta recrear el mundo griego, concretamente, la tragedia griega.
     Trató en todo momento de reconciliar los dos mundos de la cultura europea: el mediterráneo y el nórdico. Su aspiración llegaría a la apoteosis cuando quiso fundir en un solo drama a las dos figuras míticas de ambas vertientes: Fausto y Helena. Aunque los resultados no fueron los esperados, para siempre quedó en Goethe el modelo de la Hélade como el paradigma y la quintaesencia de la humanidad, pues como él mismo afirmaría a modo de conclusión: “Los griegos alcanzaron la perfección por una coordinación balanceada de todas las facultades humanas y por la alegría de vivir y trabajar y sufrir dentro del mundo.”

Lima, 29 de septiembre de 2012.
     

viernes, 21 de septiembre de 2012

La muerte en Bengasi


     Coincidiendo con el aniversario número 11 de los atentados a las Torres Gemelas, un hecho luctuoso ha empañado los procesos de renovación que viven los países árabes, enlutando de paso a la diplomacia mundial: el alevoso asesinato de Christopher Stevens,  embajador estadounidense en Libia, junto a otros tres miembros del servicio de la embajada, a manos de una turba enfurecida y salvaje de fanáticos en la sede del consulado de ese país en Bengasi.
     El hecho que ha disparado la reacción desaforada de las masas extremistas ha sido la difusión de lo que al parecer se trata de un tráiler de una película sobre el máximo profeta del islam: Mahoma. Se trata de Inocencia de los musulmanes o Guerrero del desierto, un bodrio cinematográfico propalado por el sitio de internet llamado You Tube, atribuido a un tal Sam Bacile, nombre falso de Nakoula Basseley Nakoula, donde se denigra de forma grotesca y chabacana a la figura central del credo musulmán.
      Fueron doce horas de terror, entre las 7 de la noche del martes 11, y las 7 de mañana del día siguiente, tiempo en que han sucedido los acontecimientos del asalto e incendio de la legación norteamericana, circunstancias en la que han perdido la vida el embajador y tres empleados más, cuando un grupo armado de integristas islámicos ha atacado violentamente la residencia consular, en una acción aparentemente bien planificada.
     Otra sería la historia si la Flota de Seguridad Antiterrorista (FAST), un comando de marines encargado de proteger las sedes diplomáticas de los EE.UU. en el mundo entero, que se encontraba en ese momento en Rota (Cádiz), su base regular de guardia, hubiese actuado oportunamente ante algún indicio de lo que se veía venir.
     La ola de protestas, consecuencia de la ira musulmana, se ha dejado sentir desde Egipto hasta Indonesia, pasando por Sudán, Yemen y Túnez, donde también los locales de las embajadas norteamericanas han sido atacados por muchedumbres indignadas ante lo que consideran una ofensa sacrílega a sus creencias. Que Mahoma sea presentado en el vídeo de marras como mujeriego, homosexual, violador y traficante de esclavos, ha constituido sin duda un insulto mayúsculo a su religión para estos exaltados manifestantes.
     La reacción del gobierno estadounidense ha sido de condena, tanto a los homicidas disturbios de Libia que han terminado con la muerte de su embajador, como al malhadado filme que ha desatado esta respuesta desproporcionada. Situación que ha servido, a su vez, para que el candidato republicano Mitt Romney trate de aprovechar la coyuntura haciendo declaraciones totalmente carentes de sentido. Se inscribe más bien en la línea de la estrafalaria postura del patético pastor Terry Jones, quien hace unos meses estuvo a punto de mandar a la hoguera numerosos ejemplares del Corán.
     A su vez los grupos fundamentalistas islámicos como Al Qaeda y Hezbolá, han tomado como baza el malhadado filme, para llamar a una verdadera cruzada contra las representaciones diplomáticas de Estados Unidos en el Oriente Medio. Esto ha creado una inútil situación de controversia internacional entre Washington y el mundo árabe, en vísperas de celebrarse en el país más poderoso del planeta unas elecciones políticas que se presentan como las más reñidas de los últimos tiempos.
     Estos sucesos no hacen sino confirmar lo sensibles que pueden ser los sentimientos religiosos ante los embates de la intolerancia y la descalificación, sobretodo si quien las asume se sitúa en posiciones extremas en la militancia de su fe. Es lo que se ha visto en el caso presente, pues no otra sería la respuesta si los seguidores de otras creencias se expresaran en términos similares a quien simboliza los valores y principios de la ética cristiana en Occidente. El fanatismo y la ortodoxia conducen siempre a callejones sin salida, son manifestaciones de la cerrazón y abdicaciones del juicio.
     Una reciente publicación francesa pretende echar más leña al fuego, presentando en su carátula una imagen de dos figuras del islamismo con el titular de “Intocables”. Si bien la libertad de expresión franquea la difusión libre de todo tipo de ideas, mensajes e ilustraciones, no podía ser más inoportuna la aparición de esta revista en momentos en que la comunidad islámica está herida en su honor y viene respondiendo de modo violento en diversos lugares del Medio Oriente ante las representaciones occidentales.
     La muerte del diplomático debería servir para una reflexión profunda sobre el sentido de la convivencia civilizada entre las diferentes culturas y religiones del planeta, pues nada aviva más el resentimiento y el espíritu de venganza que mostrarse irreverente y ofensivo con las figuras e íconos emblemáticos del otro, por más que no compartamos sus creencias o que nos parezcan absurdas. Respetar y considerar el punto de vista y la creencia del otro es un signo de civilización y cultura, que en todo momento debe estar presente en cada ciudadano si queremos construir un mundo armónico y democrático.

Lima, 21 de septiembre de 2012.

sábado, 15 de septiembre de 2012

El culto del libro


     Releer el texto referido al libro, que el escritor argentino Jorge Luis Borges pronunciara en la Universidad de Belgrano en el año de 1979, y reunido, junto a otras disertaciones, bajo el título de Borges oral, me ha suscitado escribir este breve ensayo sobre mi particular relación con los libros, esa especie de romance sostenido durante muchos años con uno de los productos culturales más sorprendentes que el genio humano haya podido crear.
     No tengo noción exacta de cuándo empezó este romance especial con los libros, que con los años se tornaría en un apasionado y por momentos frenético contacto; el más remoto recuerdo que guardo de él es un volumen de pasta blanca, de un autor cuyo nombre felizmente no he olvidado: Hans Fallada; pero me asalta en este momento la vívida imagen de tres volúmenes de diferentes colores –rojo, amarillo y azul-, diestramente ilustrados,  donde se podían encontrar textos seleccionados de la literatura universal, cuentos, fábulas y mitos.
     La primera novela de la que tengo memoria haber leído es Los perros hambrientos, cuando en el primero de secundaria el profesor de castellano nos dejó como libro de lectura. Los personajes, paisajes y circunstancias los atesoro como un viaje del pasado que ahora quisiera volver a realizar. Paralelamente, crecía mi interés por visitar las librerías, que en mi provincia eran pocas, por cierto, y de las cuales casi todas han desaparecido. Me detenía a observar en los escaparates de vidrio los diversos ejemplares de obras que yo ansiaba tener.
     Con los ahorros que lograba obtener de mis propinas escolares, cada fin de mes acudía, exultante, a una de estas librerías, para llevarme el libro o los libros que durante buen tiempo había estado esperando. Con qué soterrada y honda alegría regresaba a mi casa llevando conmigo el precioso producto. De esta manera, poco a poco se fue incrementando mi colección de libros, arrinconados primero en un anaquel adosado a una esquina de la sala en la casa que vivíamos. Cuando la cantidad de los volúmenes se hizo considerable, mi madre adquirió un estante de madera con puertas corredizas de vidrio que acogió, cóncavamente, a toda esa masa desordenada de textos que pululaban por los rincones más inesperados.
     Estando ya en la universidad, no me abandonó la costumbre de buscar, inquirir y comprar y prestarme libros; cada semana acudía al quiosco de periódicos donde se vendían colecciones populares de la editorial La Oveja Negra, obras selectas de la literatura latinoamericana y universal, así como una especial denominada Obras Maestras. Había otra de obras de filosofía y clásicos del pensamiento universal, más una que otra reliquia que lograba pescar en mis incursiones a las ferias del libro, ferias populares o librerías de viejo.
     Las principales bibliotecas de la capital me verían también como un asiduo concurrente, enamorado visitante que entablaba una relación casi promiscua con aquellos volúmenes ajenos que otros necesitados como yo igualmente trajinaban. Tengo en la memoria grabada con gratitud y satisfacción los años en que fui lector constante en la biblioteca del Goethe Institut, donde pude leer a los grandes autores de nacionalidad alemana que ahora forman parte del panteón privado de mis escritores favoritos.
     A costa de serias restricciones, que a la postre bien valieron la pena, pude hacerme de una valiosa posesión de libros de la famosa casa española Alianza Editorial, ejemplares que albergo con especial dedicación. Del Fondo de Cultura Económica, de PEISA, de Alfaguara, de Espasa y otras editoriales más, obtendría magníficas muestras que enriquecen la modesta biblioteca que he logrado formar con los años.  
     Los libros son, como lo ha dicho de modo insuperable el gran Ray Bradbury, reductos mágicos donde están encantados los espíritus más grandes que el género humano ha producido, y que cuando uno los abre ellos despiertan, y echan a andar, acompañándonos de modo misterioso, estableciendo ese silencioso diálogo con el lector a través de la lectura.
     De esta nutrida presencia, que sombrea los movimientos y las acciones más impensadas de mi vida, he adquirido el curioso hábito, cada vez más anacrónico en el mundo de hoy, del trato con los libros, callados compañeros que me hablan en el lenguaje cifrado del espíritu, invalorables amigos que escoltan las horas más preciosas de una inexistencia que de otra manera sería más pobre e insignificante.

   Suscribo plenamente, con todos sus puntos y comas, lo dicho por el maestro argentino en aquella conferencia, pues para mí también el libro es “ese instrumento sin el cual no puedo imaginar mi vida, y que no es menos íntimo para mí que las manos o que los ojos”.

Lima, 15 de septiembre de 2012.

        

jueves, 6 de septiembre de 2012

Viaje al fin de la noche


     A la luz del amanecer (Alfaguara, 2012), es la más reciente novela del reconocido escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez, donde confirma ciertas claves y temas de su mundo narrativo, escrita en una prosa señorial y provinciana, en el mejor sentido de la expresión. Ambientada también en Soray, espacio mítico que ya había aparecido en su anterior novela Diario de Santa María (2008), ahora convertida en provincia, situada entre las ciudades de Jauja y Huancayo, la historia discurre a lo largo de una noche, tiempo en el que Mariano de los Ríos, protagonista de la misma -de regreso a su tierra natal para establecerse en ella, después de haber recorrido el mundo-, evoca su vida, desde su ya lejana infancia hasta el presente.
     Empieza con la visión fantasmagórica de su padre, el abogado José Antonio de los Ríos, leyendo en su estudio. Raquel y Tobías son sus hermanos. A su madre, María de la Presentación Urdanivia Uxcohuaranga, la evoca con cariño, alegría y ternura, pero también con nostalgia y tristeza. La hermana de ella se había casado con un excorista de Ocopa y vivía en la ciudad ecuatoriana de Loja.
     Recuerda su infancia, cuando con Raquel se ponían a escuchar los cuentos que les narraba Leoncia, la servicial empleada doméstica de la casa familiar. La presencia de un mueble antiguo, al que Mariano se refiere como el “bargueño”, está preñado de reminiscencias que comparecen al conjuro de esa afiebrada noche de evocaciones y recuentos.
     El recuerdo de la muerte de su padre es uno de los pasajes más intensos de la novela, uno de entre los mil y uno que Mariano evoca esa noche. Su primer amor, Leonor, aparece también traída al llamado de la memoria. Luego seguirían otros nombres significativos de su vida sentimental: Soledad, Julia, Angélica, Marina, Virginia y Sophie. Cada quien descrita con cierta prolijidad y con detalles particulares de cómo las fue conociendo y en qué circunstancias se fueron esfumando esas esperanzas de concretar algo duradero.
     Su hermano Tobías se va a trabajar a Yauricocha, mientras su madre queda triste y desolada. Comienza a estudiar en la Escuela de Mineralogía en La Oroya, oficio que más tarde derivaría en su especialización en cristalografía, tal vez por la fuerza con que está marcada su niñez por los regalos que le hacía Tobías: piedras diversas y de formas extrañas que recolectaba en las alturas.
     La desaparición de Tobías sume en la preocupación y la angustia a la familia de Mariano, mientras él decide ir en su búsqueda a Yauricocha, y todo lo que puede sacar en claro, basado en el testimonio de un obrero, es que podría haberse enrolado en algún movimiento subversivo, en una época en que insurgían en el Perú los primeros brotes guerrilleros, al calor y el empuje de la Revolución cubana. Una carta posterior confirmarían estas suposiciones.
     La muerte de su madre es otro de esos instantes llenos de una profunda e inconsolable pena. Reviven en su memoria los momentos que su alma tuvo que enfrentar la ausencia inexorable de la persona que más amaba en este mundo, estableciendo con su hermana una liga de solidaridad y unión entrañable para administrar el vacío y el legado del ser que les dio la vida.
     Esa fantasmal visita que realiza María de la Presentación a la casa, con un asombrado Mariano actuando de anfitrión, mientras va mostrando a su madre cada espacio y recodo de lo que alguna vez fue el lugar que cobijó los anhelos y sueños de una familia como cualquiera, pero que gracias a la fuerza poética de la imaginación y sus destellos real maravillosos, dotan a la narración de un elemento poco común que enfatiza el efecto de encantamiento que poseen tantas vivencias agolpadas en un tiempo único.
     En Soray, en esa región más transparente del aire, Mariano evoca especialmente la figura e imagen de Marina Túpac Roca y su “amor sin mañana”; y el otro laberíntico y arduo de Virginia, a quién amó y sigue amando. Ella vivía separada de su esposo, un tal Castellares, de quien ansiaba obtener el divorcio, que por recomendación de su abogado debiera ser por mutuo disenso; pero cuando se decide a entablarle el juicio por causal -abandono malicioso del hogar conyugal por más de 2 años-, éste replica con otro por infidelidad, para lo cual adjuntaba escritos de puño y letra de Mariano y, lo que era más sorprendente, fotografías suyas con Marina, su anterior pareja. A raíz de esto, Virginia desaparece de la vida de Mariano.
     Es insólita la misa que manda celebrar en Ocopa por Soledad, Leonor, Marina y Virginia, él, un agnóstico confeso, ante la sorpresa del monje. Es el único concurrente al singular oficio litúrgico, un imponente ritual con órgano y coro.
     En París, aprovechando una beca, conoce a Sophie, una joven estudiante de literatura griega clásica de La Sorbona, con quien posteriormente viaja a Grecia. Luego visitan y recorren Praga. Pero a Segovia y Toledo, a Roma y Florencia tiene que hacerlo solo. Al final, tienen que despedirse, pues Mariano debe regresar al Perú. Las cartas menudean al comienzo, pero luego se van espaciando hasta que lentamente se difuminan en solo un recuerdo.
     Por último conoce a Constanza Lamadrid, con quien se casa, sin embargo el matrimonio no duraría mucho, situación que convence a Mariano de que su sino es quedarse solo, pues tantos proyectos y planes abortados le dejan  la desoladora moraleja de su auténtica y radical soledad.
     Finaliza la novela con una visita a Juli y Pomata, que Mariano realiza en la alucinante y onírica compañía de Sophie; pues después emprende su último destino, México, antes del regreso final.
     Mariano de los Ríos Urdanivia, entregado al laborioso ejercicio de la memoria, reconstruye paciente y diligentemente su vida, pletórica de vivencias, viajes y amores, en una suerte de viaje al fin de la noche. Hay algo de la Comala de Rulfo, en un extraño paralelismo con Pedro Páramo, pero desde la memoria y la nostalgia. Mariano, sumido en sus recuerdos, en esa larga noche poblada de monólogos y diálogos en la sombra, en un soliloquio interminable, revive los momentos que hicieron al hombre que es, en esa tierra que se confunde con su ser. También hay algo de los viajes homéricos en este regreso a la tierra natal, esa Ítaca mental que todos tenemos en el corazón de nuestra nostalgia.

Lima, 5 de septiembre de 2012.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Las memorias de Andrés A. Cáceres


     Un libro apasionante constituye Memorias de la Guerra con Chile (Editorial Milla Batres, 1980), escritas por el comandante Julio Guerrero, fiel secretario de Andrés Avelino Cáceres, en base al memorioso testimonio del Brujo de los Andes. Revisada por el mismo héroe de La Breña, se editó por primera vez en 1924, con un tiraje reducido; posteriormente se han impreso nuevas ediciones, pero ésta es la definitiva. 
     Se trata indudablemente de un valioso documento para quienes desean adentrarse en los pormenores de una de las guerras más vergonzosas de la historia militar. Se inicia cuando las primeras campañas del conflicto bélico tienen como escenario la costa sur del Perú, jornadas que estarían coronadas por el valeroso sacrificio de quien está considerado, con justísima razón, el héroe máximo de la patria: Don Miguel Grau Seminario.
     Toda esa infame historia de esta guerra fratricida, impulsada por las más torvas ambiciones de los sectores económicos financieros del país del sur, espoleados a su vez por lejanos e invisibles intereses de los imperios dominantes, tiene en los recuerdos de Cáceres la nota objetiva y precisa que va desgranando cada episodio donde participó, o del cual supo como oficial durante esos aciagos años de 1879 y siguientes.
     La parte más interesante es aquella que describe el momento en que Cáceres, derrotadas ya las huestes peruanas en las batallas de San Juan y Miraflores, huye providencialmente de la persecución chilena y, luego de un reparador descanso de breves semanas, decide la formación y reclutamiento de un ejército guerrillero en la sierra central, adonde llega buscando apoyo para emprender la resistencia, una de las jornadas más dignas y honorables de que se tenga memoria en los anales de las armas del mundo.
     Cáceres organizó la resistencia en Jauja, teniendo como base a 16 soldados que se encontraban recuperándose en el hospital de la ciudad, mientras Letelier, el jefe invasor, pedía onerosos cupos a los pobladores y amenazaba con  incendiar Huancayo. El héroe decide entonces instalar su cuartel general en Tarma, desde donde comanda las principales acciones para hacer frente a las tropas enemigas.
     Las columnas de guerrilleros voluntarios se irían incorporando de Jauja, Huancayo, Tarma, Ayacucho, Huarochirí y otros poblados aledaños. Con todos ellos establece a continuación su cuartel general en Matucana, que luego traslada a Chosica, al haberse retirado las tropas chilenas luego de haber incendiado el pueblo.
     Por tres veces los chilenos intentan acabar con la vida de Cáceres, quien se salva gracias a la diligencia y pericia del maquinista alemán Harry Wall. Mientras tanto Francisco García Calderón formaba gobierno en La Magdalena, proponiéndole al héroe un puesto prominente que él rechaza. Piérola tiene que renunciar porque las fuerzas del norte y las del sur le quitan su apoyo.
     Cáceres y una Junta de Guerra reunida en Jauja, reconocen al gobierno provisorio de García Calderón, quien sin embargo ya se encontraba hace meses en Chile, cautivo. Después de mandar fusilar a los traidores y de burlar el cerco de Lynch y Gana, Cáceres se retira a Tarma.
     Después de arrostrar la rebelión del coronel Arnaldo Panizo, traidor de la causa patriota por mezquinos asuntos de rivalidad política, Cáceres decide la reorganización del ejército guerrillero en Ayacucho; a continuación emprende la marcha a Junín, donde las tropas chilenas venían cometiendo todo tipo de tropelías y bochornosos actos de pillaje. Establece entonces su cuartel general en Izcuchaca, desde donde comanda las acciones que conducirían a jornadas gloriosas, circunstancias en que se produce uno de los hechos que lavaron momentáneamente el honor nacional, cuando el desarrapado ejército del ayacuchano derrota a los chilenos en las memorables batallas de Pucará y Marcavalle.
     Las tropas chilenas son derrotadas además en Concepción, huyendo por Jauja, Tarma y La Oroya. Lynch envía tres divisiones para batir al ejército guerrillero: la de León García, la de Del Canto y la de Urriola. Avanzan hasta Tarmatambo, situada a una legua al sur de Tarma. En junta de guerra reunida en esta ciudad  los peruanos deciden la retirada al norte, era exactamente el 20 de mayo de 1883.
     Luego de una tortuosa travesía, sufriendo todas las inclemencias del trayecto, el 1 de junio llegaron a Huánuco. Así, en las peores condiciones, el ejército de Cáceres continúa la retirada hacia el Callejón de Huaylas, remontando la Cordillera Blanca. El Brujo de los Andes logra burlar la persecución de Arriagada y Gorostiaga, los jefes chilenos, mediante un ardid.
     Las tropas peruanas llegan a Tingo, en el flanco oriental de la Cordillera. Luego prosiguen su marcha hacia Huamachuco. Allí, por falta de municiones y algún otro factor imprevisto, es aniquilado el ejército de Cáceres. Éste logra escapar del campo de batalla y se encamina a Tarma. La travesía  por Huaraz, Caja tambo, Óndores y el lago de Junín, en medio de destacamentos enemigos, es verdaderamente admirable. Los chilenos le pisan los talones, y Cáceres llega a Jauja, donde es alojado por el cura Dianderas.
     Mientras Cáceres descansa en Jauja, Urriola va en su búsqueda; entonces el héroe debe retirarse a Huancayo, y luego a Ayacucho. Estando en la ciudad de las 33 iglesias se entera de la firma vergonzosa del Tratado de Ancón por Iglesias y de la actitud de Montero, llena de dignidad en medio del oprobio.
     Era el fin, el acabamiento de una decorosa campaña librada en las condiciones más difíciles y complejas. Cuando muchos huían, otros se ocultaban convenientemente, o se aliaban sencillamente al invasor, Andrés Alfredo Cáceres –nombre verdadero del imbatible oficial- se yergue como una columna de dignidad y decencia en medio de un charco de cobardías, defecciones y traiciones. Cáceres y un puñado anónimo de valerosos peruanos supieron resistir la ignominia para salvar el honor de todo un país.
     Un libro imprescindible para todo auténtico peruano, que se lee con interés, pasión y rabia, como todo gran libro debe provocar.

Lima, 1 de septiembre de 2012.