sábado, 29 de septiembre de 2012

Goethe: el helenista


El poderoso influjo que ha tenido Grecia en la vida y la obra del gran escritor alemán Johann Wolfgang Goethe, ha sido rastreado del modo más prolijo y documentado por Humphry Trevelyan en su libro Goethe & the greeks (Goethe y los griegos), publicado en 1942. La obra constituye un valioso estudio para comprender el talante espiritual y el temple estético de una figura capital de la cultura alemana.
     En seis capítulos traza el derrotero vital e intelectual del formidable autor del Fausto, desde su nacimiento en 1749 en la ciudad de Fráncfort, su fructífero periplo por Leipzig y luego Italia -en una maravillosa experiencia por el mediterráneo, recorriendo ciudades como Roma, Nápoles y Sicilia-, hasta su regreso a Weimar y muerte en 1832.
     La infancia de Goethe transcurrió en un ambiente dominado por el pietismo y el racionalismo, que actuaron al unísono para eliminar la influencia griega en la educación alemana de la primera mitad del siglo XVIII. Se vivía bajo las ideas del pedagogo Comenio, quien pretendía desterrar de la enseñanza a los “maestros paganos” griegos y latinos, a pesar de que en 1699 se iniciaría lentamente la revalorización de lo griego en la cultura alemana con la publicación del Telémaque de Fenelón.
     “El único camino para que seamos grandes, ah, si fuera posible, inimitables, es la imitación de los antiguos”, decía Winckelmann, describiendo la atmósfera cultural que empezaría a vivirse por esos años en el país germánico, aires que respiraría el joven Goethe, pues sus “primeras oraciones en griego datan de agosto de 1758”.
     A los 12 años ya había leído a Racine y Corneille; admiraba a Sócrates y a los estoicos, sobre todo sus reglas de vida. Es por esa época que su padre lo envía a Leipzig a estudiar leyes, pero a él le interesaban las lenguas, los clásicos y la historia, y su ferviente deseo era ir a Gotinga. En 1769 tiene ocasión de visitar la magnífica colección de escultura griega de Mannheim, quedando deslumbrado ante el Laocoonte. Gracias a los griegos se dio cuenta del “profundo significado de la forma humana”. En septiembre de 1770 se produce su encuentro con Herder, que marcaría hondamente su vida.
     Amén del influjo de Herder y su Verdad, sentimiento y naturaleza, Goethe realiza lecturas importantes de Winckelmann y Lessing; demuestra gran interés por Píndaro y por los himnos órficos. Lo seduce especialmente la intimidad de los griegos con la naturaleza y la realidad. Emularía, no imitando, a los poetas helénicos, principalmente al famoso autor de las odas.
     El primer drama de inspiración griega que Goethe escribe es Ifigenie, luego vendría Elpenor. Huye a Roma, como dice en sus diarios, en 1786: “Yo mismo luchaba con la muerte y la vida, y no hay lengua que exprese lo que en mí ocurría”. Allí se dedicó al estudio de Rafael, Miguel Ángel y otros maestros modernos. El contacto con la obra de Palladio le revela la presencia del genio. Paralelamente sentiría los efectos de la tragedia griega, por un lado frialdad y fuerza, por el otro pasión y furia: el pedernal y el fuego.
     Dueño de una curiosidad omnívora, Goethe llegó a Roma el 29 de octubre de 1786. Luego visita Nápoles y Sicilia; en ésta cree encontrar la visión de un “tesoro indestructible” que lo va a acompañar por el resto de sus días. Estando aquí, el poeta alemán asume la creencia de que Homero había escrito La Odisea en la isla italiana.
     Se dedica al estudio de la anatomía comparada, como una manera de entender la concepción de la forma que los griegos tuvieron de la figura humana. Obtuvo ese conocimiento “en la forma más completa en su estudio de la escultura griega por la cual logró la visión de la forma humana, en unidad y variedad, un microcosmo del universo, llave para el conocimiento de Dios.”
     La filosofía de vida griega, en perfecta comunión con la naturaleza, es llevada a la práctica por Goethe cuando se une a Christiane, “así como Marte se apodera de Rea Silvia cuando ella iba a sacar agua del Tíber”. Una existencia basada en la satisfacción de los instintos primarios se le ofrece en la forma acabada de una concepción estética elaborada en consonancia con los latidos más naturales del hombre. Solo aquí se entiende en toda su dimensión el estar “más allá de bien y del mal” nietzcheano, que expresa, según el ideal griego, la forma más elevada y armónica de la moral: la moralidad estética, la moralidad de la belleza. En una palabra, el ideal de la moralidad natural que sigue a los instintos, mandato de los dioses.
     Goethe busca no un regreso a la naturaleza, sino un avanzar a una segunda naturaleza. Casi lo mismo que Nietzsche, un siglo más tarde, formularía en términos de un ascenso a la naturaleza. Existe una afinidad filosófica y estética entre estos dos grandes creadores alemanes que fueron seducidos, cada uno a su manera, por la impronta helénica.
     Un hecho trascendental en la vida de Goethe constituye sin duda su amistad con Schiller, a quien conoce en el verano de 1794. Así como su encuentro con Herder le significó una experiencia altamente fructífera, pues en muchos sentidos aquél fue su verdadero maestro, la fecunda amistad con el otro genio de la poesía alemana, le provee las mejores herramientas para el desarrollo de su obra y la plena expansión de su espíritu. Esta relación se cortaría abruptamente en 1805 con la súbita muerte del poeta amigo.
     Entre tanto Goethe seguiría dando muestras de sus mejores frutos, pues cuando publica Hermann und Dorothea, los críticos exclamarían que se trata de “la corona de helenismo de Goethe”. Señalan que “la tendencia a la ‘descripción detallada’ es una imitación directa del estilo homérico”. Por cierto, los poemas homéricos tienden a agruparse en torno a dos temas principales: la ira de Aquiles y el regreso de Odiseo. Con Achilleis y Helena, intenta recrear el mundo griego, concretamente, la tragedia griega.
     Trató en todo momento de reconciliar los dos mundos de la cultura europea: el mediterráneo y el nórdico. Su aspiración llegaría a la apoteosis cuando quiso fundir en un solo drama a las dos figuras míticas de ambas vertientes: Fausto y Helena. Aunque los resultados no fueron los esperados, para siempre quedó en Goethe el modelo de la Hélade como el paradigma y la quintaesencia de la humanidad, pues como él mismo afirmaría a modo de conclusión: “Los griegos alcanzaron la perfección por una coordinación balanceada de todas las facultades humanas y por la alegría de vivir y trabajar y sufrir dentro del mundo.”

Lima, 29 de septiembre de 2012.
     

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