miércoles, 16 de septiembre de 2020

Alicia Maguiña

 

    En el año del centenario del nacimiento de Chabuca Granda, celebrado de forma virtual este año, y que tuvo su fecha central el jueves 3 de la semana pasada, y cuando vivimos una era marcada por la presencia de una amenaza sanitaria mundial, nos sorprende la mañana del lunes 14 la triste noticia del fallecimiento de una de las compositoras, promotoras e intérpretes más importantes de nuestra música nacional. Gran conocedora de los ritmos tanto costeños como andinos, forma con Chabuca la gran dupla femenina de las grandes creadoras que ha dado el Perú en la última centuria.

    La primera vez que vi a Alicia Maguiña fue allá por los años finales de la década del 70 del siglo pasado, cuando en el mes de enero el distrito de Yauyos, en la provincia de Jauja, se aprestaba a celebrar como cada año la afamada “Fiesta del 20 de Enero”, ocasión en que la tunantada cobraba vigor y todo el pueblo se volcaba en las tardes veraniegas, hiciera sol o cayera lluvia, a la plaza antigua del legendario barrio de la ciudad, para presenciar las vistosas y coloridas comparsas de las cuadrillas de chutos, chupaquinas, príncipes, tucumanos, jamilles y otros personajes, y disfrutar las sabrosas viandas y bocadillos que hacían la delicia de los jaujinos. Y de pronto, en medio de la algazara y la música de las arpas y los violines, alguien corría el rumor de que Alicia Maguiña, un nombre que yo escuchaba por primera vez, estaba entre la multitud. Al girar la vista, imitando a los demás que la buscaban con la mirada, hacía su paso la figura imponente de una mujer alta y delgada, de tez blanca y ojos inmensos, que recorría risueña el espectáculo que tanto amaría a partir de entonces, acompañada de quien fuera su compañero de ruta –por  cierto tiempo, en la música y en el corazón–, el no menos conocido Carlos Hayre, guitarrista de vanguardia.

    Y así con los años, era costumbre ya verla cada mes de enero en la ciudad de Jauja, para gozar como cualquier lugareño de la tradicional festividad. Crecería también mi interés por este personaje que no sólo creaba e interpretaba música de la costa, como valses, marineras y tonderos, sino que también demostraba el mismo fervor por los ritmos del ande, especialmente por los del valle del Mantaro, como los huainos, las mulizas y la propia tunantada; así como la chonguinada de la provincia de Huancayo, adonde acudía cada año para bailar como coya en la fiesta del distrito de Sapallanga. A esto sumaba su enorme talento como acuciosa investigadora de toda la música del Perú, que difundía a través de las ondas de Radio Nacional todos los sábados y domingos a las 2 de la tarde, hora que yo reservaba con especial cuidado para entregarme a una audición bendita de los intérpretes y los grupos  diversos de las distintas regiones de este, gracias a su arte, maravilloso país. Una tarde podían estar Los Errantes de Chuquibamba, otra El trío Ayacucho, o Manuel Silva “Pichincucha”, o Raúl García Zárate, los que nos regalaran sus insondables melodías, alternando con otros tantos representantes del criollismo nacional.     

    Escribo esto escuchando la voz de Alicia en la radio, en uno de los tantos homenajes que se le ha brindado en estos días, recordando su legado ahora que ya no está. Me consternó recibir la fatídica noticia ese lunes aciago, mientras me preparaba para mis clases. Comenté con mis alumnos el significado de tamaña pérdida, tratando de calar en ellos el nombre de alguien que tal vez les sonara lejano o desconocido. Y pensaba que ya  no podré oírla cada fin de semana, su voz modulada presentando y comentando con exquisitez y conocimiento cada artista que emitía en su programa, en una labor que yo sé era absolutamente sincera y legítima, porque transmitía esa pasión y frenesí que sólo se encuentra en quienes aman de verdad la música, con rigor y propiedad, como gustaba repetir, ajena a toda huachafería y mistificación que abunda en el medio.

    Así quería recordarla, como una mujer que desbordaba elegancia, finura y señorío, como autora de hermosas páginas de nuestro cancionero e incansable difusora del riquísimo acervo patrio. Y finalizo estas líneas firmando con un par de lágrimas que usted, estimado y anónimo lector, lectora, ya no podrán notar.

                                            

Lima, 16 de septiembre de 2020.    


     

lunes, 14 de septiembre de 2020

Campo de Agramante

 

    Cuando Simón Bolívar arribó al Perú hace doscientos años, con el objetivo preciso de tomar el relevo en la conducción de la lucha independentista ante el retiro de San Martín, lo primero que detectó su ojo avizor en el escenario político peruano de entonces fue una abierta lucha de facciones que se disputaban el poder de manera cainita. El comentario que hizo ante sus acompañantes de ocasión fue fulminante: «Esto es un verdadero campo de Agramante». Y tal parece que después de todo este tiempo transcurrido, acercándonos a «celebrar» el tan cacareado bicentenario, seguimos en lo mismo. Con diferentes actores, con un guion ligeramente retocado, observamos con gran estupor el mismo drama, la misma tragedia, con el agregado de elementos pintorescos de comedia bufa. Y esto es algo que tienen que saber los más jóvenes de este vapuleado país, que venimos asistiendo durante estos dos siglos al mismo espectáculo cada vez que se les entra en gana a quienes se han arrogado la facultad de conducir los destinos de millones de compatriotas que confiaron de buena de fe en ellos.

    Lo sucedido con el presidente de la República, con los bochornosos audios propalados de manera irregular en el pleno del Congreso, merece en primer lugar una exhaustiva investigación que debe caer en manos del Ministerio Público, que es la instancia correspondiente para evaluar y aquilatar si lo que allí se escucha constituye delito o no, y si encuentra que hay indicios suficientes dar curso al debido proceso. Lo que no se puede hacer es saltarse alegre e irresponsablemente los conductos regulares de cómo funciona la justicia, festinando trámites de una manera insensata y afiebrada sólo por el prurito de descabezar un poder del Estado para tomarlo enseguida y hacer de las suyas. Es cierto que todos los peruanos estamos indignados con los acontecimientos, desconcertados y suspensos, como diría un personaje de Cervantes, pero actuar como pretende hacerlo cierto sector del Poder Legislativo, con ánimo de vendetta e ínfulas cuchilleras, desconociendo el trágico telón de fondo de una de las crisis sanitarias y económicas más devastadoras de toda nuestra historia, es francamente demencial.

    No resisto copiar las palabras de Javier Marías en su artículo de este domingo, escritas para otra realidad pero que calzan como anillo al dedo para lo que pasa por estas tierras: “Como soy muy veterano, me ha dado tiempo a comprobar algo frecuente: quienes más ponen el grito en el cielo, quienes acusan y denuncian con mayores estrépito y vehemencia, quienes más se indignan públicamente ante las corrupciones, los latrocinios y las injusticias, suelen ser quienes menos autoridad moral tienen para hacerlo. A veces —aún es más— son los más corruptos, ladrones e injustos de todos. En estos últimos casos les conviene mostrar su furia contra otros para así procurarse coartada y desviar la atención de sí mismos. El truco es viejísimo y simple, pero continúa funcionando. El mensaje que lanzan es este: “¿Cómo voy a ser yo corrupto o ladrón si me encolerizo —ya lo ven— con los que lo son o parece que lo son?” Huelga decir que estos vociferantes nunca aguardan a que algo esté probado, ni conocen la presunción de inocencia. No es raro que anden a la caza de chivos expiatorios para no convertirse ellos en tales.»

    Tal cual, el tipo que arrastra numerosas acusaciones ante el Poder Judicial, incriminado en delitos de diversa índole, es aquél que a la primera, y tal vez esperando la ocasión más propicia, lanza la bomba en el recinto parlamentario amparado en su condición de congresista y con la sospechosa anuencia del presidente de la Cámara. Inmediatamente desliza y hace correr el rumor de vacancia, apelando a una causal de dudosa interpretación en la Constitución, una calificación del más puro subjetivismo que se presta para cualquier cosa, y que hace tiempo ya debió ser regulado por el propio Congreso o por el Tribunal Constitucional. Invocar la “incapacidad moral”, como están haciendo los fautores del desaguisado, no puede ser la salida para este nuevo entrampamiento de nuestra vida política. Estamos atravesando una verdadera tormenta múltiple y desbancar al piloto no creo que sea lo más cuerdo y racional.

    Y para agregar más ingredientes al sancochado, el presidente del Congreso realiza llamadas a los comandantes generales de las FF.AA. para dizque transmitirles «tranquilidad», como si nuestro país tuviera todavía que ampararse en el sector militar para garantizar el real funcionamiento de su democracia. En un acto sedicioso, que sus secuaces jamás van a reconocer, ha pretendido involucrar a las fuerzas castrenses en una intentona a todas luces golpista. Y pensar que el susodicho pertenece a un partido con una dolorosa historia como víctima de estos actos de fuerza. Qué diría el fundador y jefe de Acción Popular si supiera que uno o varios de sus seguidores se han puesto en el plan de tocar las puertas de los cuarteles. Estoy seguro que al instante volvería a morirse de la pura vergüenza. El panorama no es distinto en los otros partidos que secundan a Edgar Alarcón en su empresa antidemocrática y anticonstitucional.

    A partir del 28 de julio del 2021, la justicia deberá empezar a rodar su maquinaria para investigar a fondo todo este entripado auditivo en que está inmerso el presidente Vizcarra y sus felonas secretarias, evaluando cada uno de los episodios concernidos y aplicando la ley con total independencia como corresponde a un Estado de Derecho. No tenemos por qué precipitar una vacancia que lo único que lograría es agravar el estado de cosas en un país ya de por sí devastado por una pandemia y su secuela desastrosa en la salud, la economía, la educación, etcétera. Y peor todavía sabiendo que quienes asumirían el poder en esas circunstancias serían estos sujetos impresentables, movidos por la batuta  atrabiliaria de un perseguido por la justicia, escudado provisionalmente en su condición de congresista, pero que una vez vencido el período para el que fue electo probablemente termine con sus huesos en la cárcel.

 

Lima, 14 de septiembre de 2020.  

domingo, 13 de septiembre de 2020

José Carlos desde Italia

    Recién instalado en la capital, joven estudiante universitario allá por los lejanos años en que la democracia daba sus primeros pasos en nuestro país, después de un largo paréntesis de doce años, los libros que primero me acompañaron en mi flamante soledad de provinciano desarraigado fueron aquellos que tuve ocasión de adquirir en cierta ocasión en que un vendedor itinerante llegó a la tiendecita que mi familia tenía en Jauja. Se trataba de la colección de las obras completas de un autor cuyo nombre sonaba en los ámbitos académicos estudiantiles, en los nombres de ciertas calles o de algunos centros de enseñanza, pero a quien no había leído en absoluto. Llevado por la corazonada y la curiosidad, no regateé su precio e inmediatamente los incorporé a la pequeña biblioteca que se poblaba lentamente en la oscuridad de la sala familiar.

    Eran veinte ejemplares de las obras completas de José Carlos Mariátegui, pequeños volúmenes de fácil traslado y cómoda lectura. Empecé por los títulos más convencionales, los que eran citados profusamente por la prensa o mencionados en alguna clase escolar. Gradualmente me fue ganando la prosa sencilla, fina y elegante del Amauta, en lecturas llenas de fruición y gozo. Al cabo de algún tiempo ya había recorrido casi todo el majestuoso río del pensamiento y la mentalidad del acucioso escritor y periodista. Y digo casi porque se me escapó, no sé si por descuido o desgano, un precioso texto que ahora he recuperado para mi afecto y devoción por el entrañable ensayista.

    En unas cuantas fervorosas y frenéticas semanas he leído, como se leen las columnas diarias de los periódicos, Cartas de Italia, un conjunto de artículos que escribió José Carlos desde el país que lo acogió en Europa para el diario El Tiempo de Lima. Pensaba en que hace exactamente cien años, un joven Mariátegui recién arribado a Italia, comenzaba sus colaboraciones con el medio limeño, abordando diversos temas relativos a la realidad europea de la posguerra, como el de la aplicación del Tratado de Versalles, el problema Adriático, las crisis de los gabinetes Nitti y Giolitti en Roma, el centenario del Dante y la política asumida por el ministro Benedetto Croce, entre otros. Textos donde ya despuntaban nítidamente la agudeza mental y la sagacidad del analista, características que en poco tiempo llegarían a su madurez para acometer empresas de mayor calado, textos que prefiguraban aquellos que integrarían su primer libro La escena contemporánea, publicado en 1925.

    Con mucha cautela, como el auténtico pensador que habitaba en él, nos advierte José Carlos de los peligros del fascismo, una ideología acabada de nacer prácticamente en territorio italiano, del cual fue testigo en sus primeros balbuceos en el Viejo Continente. En varios artículos, define con gran perspicacia aquella nefasta doctrina política que empezaba a crecer en suelo del Lacio y que tendría en los años siguientes un protagónico lugar en una de las más grandes tragedias del siglo XX.

    La discordia entre los aliados –Francia e Inglaterra, esencialmente– por los resultados del plebiscito por la Alta Silesia, es sometida a la escrutadora mirada del cronista, concluyendo su análisis con una broma de humor negro que en dos pinceladas describe toda la problemática de la Entente; o las tensas discusiones entre el Vaticano y el Quirinal por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas; o el cisma del socialismo italiano en el trasfondo político de los escarceos y los celos de la Segunda y la Tercera Internacional; o el naciente problema de Irlanda y su definición territorial y política. Y así, nada escapa al ojo avizor de este migrante sudamericano que convertiría al simpático y meridional país del mediterráneo en el atalaya de su potente pluma de sensible y lúcido hombre de cultura. Pues en la segunda parte, quizás se agrupan los artículos más entrañables, como el dedicado a la santificación de Juana de Arco, al rescate de las mujeres de letras italianas, a los avisos económicos para contraer matrimonio, al apasionante episodio de los amores entre Alfred de Musset y George Sand, llamados los amantes de Venecia, o a describir con suma delectación su paseo por Florencia, la legendaria ciudad del Dante y del arte renacentista.

    En suma, un abigarrado y transparente conjunto de escritos donde brilla el acerado estilo hecho de concisión y hondura del Amauta, artículos que se leen con agrado y enorme interés. Creo que es el mejor momento para emprender la relectura completa de una obra que atraviesa disímiles intereses intelectuales, pues no se agota en los temas políticos e ideológicos el espíritu múltiple y acucioso de nuestro autor, dotado también para apreciar las expresiones del arte en sus más diversas manifestaciones.  

 

Lima, 3 de septiembre de 2020.  

cartas de italia 

jueves, 3 de septiembre de 2020

La máscara de la muerte roja

 

    Los luctuosos acontecimientos del último sábado en el distrito de Los Olivos, donde una discoteca –que funcionaba ilegalmente y en pleno estado de emergencia, con restricciones estrictas sobre los derechos de reunión y a pocos minutos de iniciarse el toque de queda–, fue intervenida por la policía ante las quejas de los vecinos, con el lamentable saldo de 13 jóvenes muertos, coloca otra vez sobre la mesa de la discusión pública asuntos tan vitales en nuestra convivencia social como son el concepto de ciudadanía, la responsabilidad individual, el control de la autoridad municipal y los métodos policiales que se usan en este tipo de situaciones.

    Hay evidentemente una serie de factores que confluyen para explicar la ocurrencia de una tragedia que no es nueva en nuestra realidad. Un episodio con este desenlace ya es repetitivo en nuestra historia reciente. Cada cierto tiempo, una masacre de proporciones sobresalta nuestra aparente tranquilidad citadina instalándonos en la indignación y el dolor mezclados, tratando de hallar a los culpables o señalándolos directamente como si con ello pudiéramos aliviar en algo el desconcierto y el estupor que se apodera de todos. Nada de esto va a devolver a la vida a las víctimas, es cierto, pero a lo que aspira toda comunidad civilizada es a que este catálogo de sangre y desconsuelo no se repita más, y no viva con la constante inseguridad de que más temprano que tarde nuevamente se presente un hecho similar.

    ¿Qué empuja a un puñado significativo de jóvenes a infringir deliberadamente las normas sanitarias impuestas por la autoridad para evitar la propagación del virus? ¿Hasta qué punto las autoridades municipales son incapaces para ejercer una fiscalización eficaz sobre estos locales de diversión? ¿Cuál es la estrategia correcta que debe emplear la policía al momento de incursionar en eventos así para cumplir su deber de manera eficiente? En fin, son preguntas que nos hacemos los ciudadanos comunes y corrientes como tratando de desentrañar un fenómeno tan complejo y que presenta diversas aristas y ángulos.

    En un terrorífico cuento de Edgar Allan Poe, cuyo título he tomado prestado para esta nota, se narra un suceso de análogas circunstancias, en que un príncipe de nombre Próspero, hombre rico y poseedor de haciendas y palacios, decide sustraerse a la muerte en una época devastada también por la peste, invitando para ello a miles de nobles como él para refugiarse en una de sus abadías, lejos de la ciudad arrasada por la calamidad de los contagios y la muerte. Manda asegurar su mansión con puertas de hierro y muros infranqueables, y bien aprovisionados empiezan a disfrutar todos de los magníficos aposentos y los deliciosos manjares mientras están seguros de burlar a la parca. Después de algunos meses de confinamiento, el príncipe decide realizar un baile de disfraces para agasajar a sus invitados. Todos se preparan para el día señalado tratando de encontrar el mejor traje de la noche. Comienza la fiesta, suena la música en los siete salones tapizados con diferentes colores y el escenario se va poblando de hombres y mujeres que disfrutan de los sones que ejecuta la orquesta. Cada hora, un reloj siniestro resuena en el séptimo salón haciendo estremecer de pavor a los alegres danzantes que se quedan paralizados mientras el péndulo sigue acompasado su vaivén hasta que lentamente se va difuminando el sonido y poco a poco la reunión retoma su ritmo frenético de algazara y diversión.

    Llegada la medianoche, el reloj hace vibrar su más horrísono son, todos se detienen con el miedo instalado en sus rostros y de pronto los más cercanos a la última sala observan a un desconocido que dirige sus pasos al centro de la fiesta atravesando las diversas salas contiguas; viste un sudario y la máscara que le cubre el rostro es el de una calavera; se trata sin duda de un infiltrado. El príncipe, enterado de la presencia del oscuro visitante, ordena detener la música y aprehender al foráneo. Algunos invitados se abalanzan para coger al extraño, pero al instante retroceden expelidos por una misteriosa fuerza que emana de su figura. Cruza por el primer salón, el anfitrión queda paralizado ante la sola presencia del enmascarado. Nadie se atreve a acercársele. El príncipe, rojo de furia, se encamina hacia el intruso profiriendo recriminaciones e injurias a la cobardía de sus amigos, lo sigue hasta el último salón que ha sido pintado de negro y con una única ventana de barrotes escarlatas hacia el exterior. Al momento de ingresar a dicho aposento desenvaina su puñal, traspone el umbral y en ese instante se oye un alarido que aterroriza a la concurrencia. Todos corren para saber qué ha sucedido, pero al penetrar en el recinto ven al príncipe Próspero inerte en la alfombra, se lanzan sobre el culpable para comprobar con espanto que es pura vestidura, cáscara vacía, mientras todos y cada uno de los asistentes a la fiesta caen muertos al unísono.

    El relato me pareció, desde que lo leí, la perfecta alegoría de lo que ya sucedía en nuestras ciudades durante la cuarentena, con gente reuniéndose clandestinamente y celebrando fiestas y bebiendo a raudales, ajenos totalmente a la terrible realidad que afrontamos y que nos ha llevado a convertirnos en el primer país del mundo –¡oh triste privilegio!– en tasas de contagio y mortalidad. Creían tal vez así burlar el acecho invisible y constante de la muerte, que rondaba amenazante sus casas como lo hizo en la abadía de Próspero en el cuento de Poe, pues ni aun fortificándose en la más inexpugnable fortaleza podían escapar a sus perentorios designios. Y la muerte sorteó fácilmente esos muros y cercos para arrebatar aquellas vidas que se habían atrevido a retarla. No digo que murieron por asistir a aquella fiesta, sino que precipitaron un desenlace que de otro modo igualmente podría haberse presentado.

    ¿Cómo entender entonces la actitud de aquellos jóvenes que se atreven a desafiar una realidad amenazante? ¿Ingenuidad, rebeldía, anarquía, desesperación? Y no se trata solamente de algo que sucede por estas tierras. Causa asombro asimismo comprobar la reacción de miles de manifestantes, mayoritariamente jóvenes, que han marchado por las calles de Berlín, París, Londres, Zürich y Copenhague con carteles y proclamas reclamando libertad –¿libertad para morir?, diría Paul Auster; ¿libertad para matar?, agregaría yo– ante las imposiciones de las autoridades con respecto al distanciamiento social y al uso de mascarillas como las principales medidas para combatir la pandemia. Algo similar sucedía en ciudades de los Estados Unidos. Días atrás la misma escena se pudo observar en Madrid, ante la convocatoria realizada por un cantante, de cuyo nombre felizmente no me acuerdo, que paradójicamente no estuvo presente en el evento.

    Yo creo que existe una especie de anomia, una postura de desacato deliberado ante una autoridad que para ellos ha perdido toda legitimidad, una voluntad de abandono frente a  todo aquello que posea una pizca de decisión política que huela a gobierno, a leyes, a poder, etcétera, que ellos asocian a manipulación, exageración, abuso e imposición. En fin, lo cierto es que hay un arduo trabajo de análisis e interpretación de la psicología de ese segmento poblacional que demuestra, y lo va a seguir haciendo, un comportamiento que escapa a cualquier previsión o deseo gubernamental. También es un asunto de educación, o mejor dicho de su carencia, una pésima formación en ciudadanía que nos compete a todos: padres, maestros, gobierno, sociedad. Perfilar a un ser humano para crear en él a un ciudadano cabal es casi una titánica labor artística, una obra de escultura moral y espiritual que todavía no se ve en el horizonte. He ahí nuestro gran desafío.

 

Lima, 30 de agosto de 2020. 

Lima: Los Olivos | Discoteca | Muertos dentro de discoteca | Asfixia |  Sábad | NOTICIAS CORREO PERÚ

Foto diario Correo de Lima.