Los luctuosos acontecimientos del último
sábado en el distrito de Los Olivos, donde una discoteca –que funcionaba
ilegalmente y en pleno estado de emergencia, con restricciones estrictas sobre
los derechos de reunión y a pocos minutos de iniciarse el toque de queda–, fue
intervenida por la policía ante las quejas de los vecinos, con el lamentable
saldo de 13 jóvenes muertos, coloca otra vez sobre la mesa de la discusión
pública asuntos tan vitales en nuestra convivencia social como son el concepto
de ciudadanía, la responsabilidad individual, el control de la autoridad
municipal y los métodos policiales que se usan en este tipo de situaciones.
Hay evidentemente una serie de factores que
confluyen para explicar la ocurrencia de una tragedia que no es nueva en
nuestra realidad. Un episodio con este desenlace ya es repetitivo en nuestra
historia reciente. Cada cierto tiempo, una masacre de proporciones sobresalta
nuestra aparente tranquilidad citadina instalándonos en la indignación y el
dolor mezclados, tratando de hallar a los culpables o señalándolos directamente
como si con ello pudiéramos aliviar en algo el desconcierto y el estupor que se
apodera de todos. Nada de esto va a devolver a la vida a las víctimas, es
cierto, pero a lo que aspira toda comunidad civilizada es a que este catálogo
de sangre y desconsuelo no se repita más, y no viva con la constante
inseguridad de que más temprano que tarde nuevamente se presente un hecho
similar.
¿Qué empuja a un puñado significativo de
jóvenes a infringir deliberadamente las normas sanitarias impuestas por la
autoridad para evitar la propagación del virus? ¿Hasta qué punto las
autoridades municipales son incapaces para ejercer una fiscalización eficaz
sobre estos locales de diversión? ¿Cuál es la estrategia correcta que debe
emplear la policía al momento de incursionar en eventos así para cumplir su
deber de manera eficiente? En fin, son preguntas que nos hacemos los ciudadanos
comunes y corrientes como tratando de desentrañar un fenómeno tan complejo y
que presenta diversas aristas y ángulos.
En un terrorífico cuento de Edgar Allan
Poe, cuyo título he tomado prestado para esta nota, se narra un suceso de
análogas circunstancias, en que un príncipe de nombre Próspero, hombre rico y
poseedor de haciendas y palacios, decide sustraerse a la muerte en una época
devastada también por la peste, invitando para ello a miles de nobles como él
para refugiarse en una de sus abadías, lejos de la ciudad arrasada por la calamidad
de los contagios y la muerte. Manda asegurar su mansión con puertas de hierro y
muros infranqueables, y bien aprovisionados empiezan a disfrutar todos de los
magníficos aposentos y los deliciosos manjares mientras están seguros de burlar
a la parca. Después de algunos meses de confinamiento, el príncipe decide
realizar un baile de disfraces para agasajar a sus invitados. Todos se preparan
para el día señalado tratando de encontrar el mejor traje de la noche. Comienza
la fiesta, suena la música en los siete salones tapizados con diferentes colores
y el escenario se va poblando de hombres y mujeres que disfrutan de los sones
que ejecuta la orquesta. Cada hora, un reloj siniestro resuena en el séptimo
salón haciendo estremecer de pavor a los alegres danzantes que se quedan
paralizados mientras el péndulo sigue acompasado su vaivén hasta que lentamente
se va difuminando el sonido y poco a poco la reunión retoma su ritmo frenético
de algazara y diversión.
Llegada la medianoche, el reloj hace vibrar
su más horrísono son, todos se detienen con el miedo instalado en sus rostros y
de pronto los más cercanos a la última sala observan a un desconocido que
dirige sus pasos al centro de la fiesta atravesando las diversas salas
contiguas; viste un sudario y la máscara que le cubre el rostro es el de una calavera;
se trata sin duda de un infiltrado. El príncipe, enterado de la presencia del
oscuro visitante, ordena detener la música y aprehender al foráneo. Algunos
invitados se abalanzan para coger al extraño, pero al instante retroceden
expelidos por una misteriosa fuerza que emana de su figura. Cruza por el primer
salón, el anfitrión queda paralizado ante la sola presencia del enmascarado. Nadie
se atreve a acercársele. El príncipe, rojo de furia, se encamina hacia el
intruso profiriendo recriminaciones e injurias a la cobardía de sus amigos, lo
sigue hasta el último salón que ha sido pintado de negro y con una única
ventana de barrotes escarlatas hacia el exterior. Al momento de ingresar a
dicho aposento desenvaina su puñal, traspone el umbral y en ese instante se oye
un alarido que aterroriza a la concurrencia. Todos corren para saber qué ha
sucedido, pero al penetrar en el recinto ven al príncipe Próspero inerte en la
alfombra, se lanzan sobre el culpable para comprobar con espanto que es pura
vestidura, cáscara vacía, mientras todos y cada uno de los asistentes a la
fiesta caen muertos al unísono.
El relato me pareció, desde que lo leí, la
perfecta alegoría de lo que ya sucedía en nuestras ciudades durante la
cuarentena, con gente reuniéndose clandestinamente y celebrando fiestas y
bebiendo a raudales, ajenos totalmente a la terrible realidad que afrontamos y
que nos ha llevado a convertirnos en el primer país del mundo –¡oh triste
privilegio!– en tasas de contagio y mortalidad. Creían tal vez así burlar el
acecho invisible y constante de la muerte, que rondaba amenazante sus casas
como lo hizo en la abadía de Próspero en el cuento de Poe, pues ni aun
fortificándose en la más inexpugnable fortaleza podían escapar a sus
perentorios designios. Y la muerte sorteó fácilmente esos muros y cercos para
arrebatar aquellas vidas que se habían atrevido a retarla. No digo que murieron
por asistir a aquella fiesta, sino que precipitaron un desenlace que de otro
modo igualmente podría haberse presentado.
¿Cómo entender entonces la actitud de
aquellos jóvenes que se atreven a desafiar una realidad amenazante?
¿Ingenuidad, rebeldía, anarquía, desesperación? Y no se trata solamente de algo
que sucede por estas tierras. Causa asombro asimismo comprobar la reacción de
miles de manifestantes, mayoritariamente jóvenes, que han marchado por las
calles de Berlín, París, Londres, Zürich y Copenhague con carteles y proclamas
reclamando libertad –¿libertad para morir?, diría Paul Auster; ¿libertad para
matar?, agregaría yo– ante las imposiciones de las autoridades con respecto al
distanciamiento social y al uso de mascarillas como las principales medidas
para combatir la pandemia. Algo similar sucedía en ciudades de los Estados
Unidos. Días atrás la misma escena se pudo observar en Madrid, ante la
convocatoria realizada por un cantante, de cuyo nombre felizmente no me
acuerdo, que paradójicamente no estuvo presente en el evento.
Yo creo que existe una especie de anomia,
una postura de desacato deliberado ante una autoridad que para ellos ha perdido
toda legitimidad, una voluntad de abandono frente a todo aquello que posea una pizca de decisión
política que huela a gobierno, a leyes, a poder, etcétera, que ellos asocian a
manipulación, exageración, abuso e imposición. En fin, lo cierto es que hay un
arduo trabajo de análisis e interpretación de la psicología de ese segmento
poblacional que demuestra, y lo va a seguir haciendo, un comportamiento que
escapa a cualquier previsión o deseo gubernamental. También es un asunto de
educación, o mejor dicho de su carencia, una pésima formación en ciudadanía que
nos compete a todos: padres, maestros, gobierno, sociedad. Perfilar a un ser
humano para crear en él a un ciudadano cabal es casi una titánica labor
artística, una obra de escultura moral y espiritual que todavía no se ve en el
horizonte. He ahí nuestro gran desafío.
Lima, 30 de agosto de 2020.
Foto diario Correo de Lima.
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