Recién instalado en la capital, joven
estudiante universitario allá por los lejanos años en que la democracia daba
sus primeros pasos en nuestro país, después de un largo paréntesis de doce
años, los libros que primero me acompañaron en mi flamante soledad de
provinciano desarraigado fueron aquellos que tuve ocasión de adquirir en cierta
ocasión en que un vendedor itinerante llegó a la tiendecita que mi familia
tenía en Jauja. Se trataba de la colección de las obras completas de un autor
cuyo nombre sonaba en los ámbitos académicos estudiantiles, en los nombres de
ciertas calles o de algunos centros de enseñanza, pero a quien no había leído
en absoluto. Llevado por la corazonada y la curiosidad, no regateé su precio e
inmediatamente los incorporé a la pequeña biblioteca que se poblaba lentamente
en la oscuridad de la sala familiar.
Eran veinte ejemplares de las obras
completas de José Carlos Mariátegui, pequeños volúmenes de fácil traslado y
cómoda lectura. Empecé por los títulos más convencionales, los que eran citados
profusamente por la prensa o mencionados en alguna clase escolar. Gradualmente
me fue ganando la prosa sencilla, fina y elegante del Amauta, en lecturas
llenas de fruición y gozo. Al cabo de algún tiempo ya había recorrido casi todo
el majestuoso río del pensamiento y la mentalidad del acucioso escritor y
periodista. Y digo casi porque se me escapó, no sé si por descuido o desgano,
un precioso texto que ahora he recuperado para mi afecto y devoción por el
entrañable ensayista.
En unas cuantas fervorosas y frenéticas
semanas he leído, como se leen las columnas diarias de los periódicos, Cartas de Italia, un conjunto de
artículos que escribió José Carlos desde el país que lo acogió en Europa para
el diario El Tiempo de Lima. Pensaba
en que hace exactamente cien años, un joven Mariátegui recién arribado a
Italia, comenzaba sus colaboraciones con el medio limeño, abordando diversos
temas relativos a la realidad europea de la posguerra, como el de la aplicación
del Tratado de Versalles, el problema Adriático, las crisis de los gabinetes
Nitti y Giolitti en Roma, el centenario del Dante y la política asumida por el
ministro Benedetto Croce, entre otros. Textos donde ya despuntaban nítidamente
la agudeza mental y la sagacidad del analista, características que en poco
tiempo llegarían a su madurez para acometer empresas de mayor calado, textos
que prefiguraban aquellos que integrarían su primer libro La escena contemporánea, publicado en 1925.
Con mucha cautela, como el auténtico
pensador que habitaba en él, nos advierte José Carlos de los peligros del
fascismo, una ideología acabada de nacer prácticamente en territorio italiano,
del cual fue testigo en sus primeros balbuceos en el Viejo Continente. En
varios artículos, define con gran perspicacia aquella nefasta doctrina política
que empezaba a crecer en suelo del Lacio y que tendría en los años siguientes
un protagónico lugar en una de las más grandes tragedias del siglo XX.
La discordia entre los aliados –Francia e
Inglaterra, esencialmente– por los resultados del plebiscito por la Alta
Silesia, es sometida a la escrutadora mirada del cronista, concluyendo su análisis
con una broma de humor negro que en dos pinceladas describe toda la
problemática de la Entente; o las tensas discusiones entre el Vaticano y el
Quirinal por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas; o el cisma del
socialismo italiano en el trasfondo político de los escarceos y los celos de la
Segunda y la Tercera Internacional; o el naciente problema de Irlanda y su
definición territorial y política. Y así, nada escapa al ojo avizor de este
migrante sudamericano que convertiría al simpático y meridional país del
mediterráneo en el atalaya de su potente pluma de sensible y lúcido hombre de
cultura. Pues en la segunda parte, quizás se agrupan los artículos más
entrañables, como el dedicado a la santificación de Juana de Arco, al rescate
de las mujeres de letras italianas, a los avisos económicos para contraer
matrimonio, al apasionante episodio de los amores entre Alfred de Musset y
George Sand, llamados los amantes de Venecia, o a describir con suma
delectación su paseo por Florencia, la legendaria ciudad del Dante y del arte
renacentista.
En suma, un abigarrado y transparente
conjunto de escritos donde brilla el acerado estilo hecho de concisión y
hondura del Amauta, artículos que se leen con agrado y enorme interés. Creo que
es el mejor momento para emprender la relectura completa de una obra que
atraviesa disímiles intereses intelectuales, pues no se agota en los temas
políticos e ideológicos el espíritu múltiple y acucioso de nuestro autor,
dotado también para apreciar las expresiones del arte en sus más diversas
manifestaciones.
Lima, 3 de septiembre de 2020.
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