Cuando Simón Bolívar arribó al Perú hace
doscientos años, con el objetivo preciso de tomar el relevo en la conducción de
la lucha independentista ante el retiro de San Martín, lo primero que detectó
su ojo avizor en el escenario político peruano de entonces fue una abierta
lucha de facciones que se disputaban el poder de manera cainita. El comentario
que hizo ante sus acompañantes de ocasión fue fulminante: «Esto es un verdadero
campo de Agramante». Y tal parece que después de todo este tiempo transcurrido,
acercándonos a «celebrar» el tan cacareado bicentenario, seguimos en lo mismo.
Con diferentes actores, con un guion ligeramente retocado, observamos con gran
estupor el mismo drama, la misma tragedia, con el agregado de elementos
pintorescos de comedia bufa. Y esto es algo que tienen que saber los más
jóvenes de este vapuleado país, que venimos asistiendo durante estos dos siglos
al mismo espectáculo cada vez que se les entra en gana a quienes se han
arrogado la facultad de conducir los destinos de millones de compatriotas que
confiaron de buena de fe en ellos.
Lo sucedido con el presidente de la
República, con los bochornosos audios propalados de manera irregular en el
pleno del Congreso, merece en primer lugar una exhaustiva investigación que
debe caer en manos del Ministerio Público, que es la instancia correspondiente
para evaluar y aquilatar si lo que allí se escucha constituye delito o no, y si
encuentra que hay indicios suficientes dar curso al debido proceso. Lo que no
se puede hacer es saltarse alegre e irresponsablemente los conductos regulares
de cómo funciona la justicia, festinando trámites de una manera insensata y
afiebrada sólo por el prurito de descabezar un poder del Estado para tomarlo
enseguida y hacer de las suyas. Es cierto que todos los peruanos estamos
indignados con los acontecimientos, desconcertados y suspensos, como diría un
personaje de Cervantes, pero actuar como pretende hacerlo cierto sector del
Poder Legislativo, con ánimo de vendetta
e ínfulas cuchilleras, desconociendo el trágico telón de fondo de una de las
crisis sanitarias y económicas más devastadoras de toda nuestra historia, es
francamente demencial.
No resisto copiar las palabras de Javier
Marías en su artículo de este domingo, escritas para otra realidad pero que calzan
como anillo al dedo para lo que pasa por estas tierras: “Como soy muy veterano, me ha dado tiempo a
comprobar algo frecuente: quienes más ponen el grito en el cielo, quienes
acusan y denuncian con mayores estrépito y vehemencia, quienes más se indignan
públicamente ante las corrupciones, los latrocinios y las injusticias, suelen
ser quienes menos autoridad moral tienen para hacerlo. A veces —aún es más— son
los más corruptos, ladrones e injustos de todos. En estos últimos casos les
conviene mostrar su furia contra otros para así procurarse coartada y desviar
la atención de sí mismos. El truco es viejísimo y simple, pero continúa
funcionando. El mensaje que lanzan es este: “¿Cómo voy a ser yo corrupto o
ladrón si me encolerizo —ya lo ven— con los que lo son o parece que lo son?” Huelga decir que estos
vociferantes nunca aguardan a que algo esté probado, ni conocen la presunción
de inocencia. No es raro que anden a la caza de chivos expiatorios para no
convertirse ellos en tales.»
Tal cual, el tipo que arrastra numerosas
acusaciones ante el Poder Judicial, incriminado en delitos de diversa índole,
es aquél que a la primera, y tal vez esperando la ocasión más propicia, lanza
la bomba en el recinto parlamentario amparado en su condición de congresista y
con la sospechosa anuencia del presidente de la Cámara. Inmediatamente desliza
y hace correr el rumor de vacancia, apelando a una causal de dudosa
interpretación en la Constitución, una calificación del más puro subjetivismo
que se presta para cualquier cosa, y que hace tiempo ya debió ser regulado por
el propio Congreso o por el Tribunal Constitucional. Invocar la “incapacidad
moral”, como están haciendo los fautores del desaguisado, no puede ser la
salida para este nuevo entrampamiento de nuestra vida política. Estamos
atravesando una verdadera tormenta múltiple y desbancar al piloto no creo que
sea lo más cuerdo y racional.
Y para agregar más ingredientes al
sancochado, el presidente del Congreso realiza llamadas a los comandantes
generales de las FF.AA. para dizque transmitirles «tranquilidad», como si
nuestro país tuviera todavía que ampararse en el sector militar para garantizar
el real funcionamiento de su democracia. En un acto sedicioso, que sus secuaces
jamás van a reconocer, ha pretendido involucrar a las fuerzas castrenses en una
intentona a todas luces golpista. Y pensar que el susodicho pertenece a un
partido con una dolorosa historia como víctima de estos actos de fuerza. Qué
diría el fundador y jefe de Acción Popular si supiera que uno o varios de sus
seguidores se han puesto en el plan de tocar las puertas de los cuarteles.
Estoy seguro que al instante volvería a morirse de la pura vergüenza. El
panorama no es distinto en los otros partidos que secundan a Edgar Alarcón en
su empresa antidemocrática y anticonstitucional.
A partir del 28 de julio del 2021, la
justicia deberá empezar a rodar su maquinaria para investigar a fondo todo este
entripado auditivo en que está inmerso el presidente Vizcarra y sus felonas
secretarias, evaluando cada uno de los episodios concernidos y aplicando la ley
con total independencia como corresponde a un Estado de Derecho. No tenemos por
qué precipitar una vacancia que lo único que lograría es agravar el estado de
cosas en un país ya de por sí devastado por una pandemia y su secuela
desastrosa en la salud, la economía, la educación, etcétera. Y peor todavía
sabiendo que quienes asumirían el poder en esas circunstancias serían estos
sujetos impresentables, movidos por la batuta
atrabiliaria de un perseguido por la justicia, escudado provisionalmente
en su condición de congresista, pero que una vez vencido el período para el que
fue electo probablemente termine con sus huesos en la cárcel.
Lima,
14 de septiembre de 2020.
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