Son numerosos los libros, entre ficciones
y ensayos, que tratan sobre la persecución y exterminio de los judíos por parte
de las tropas nazis durante la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, la novela Sin destino (1975), escrita por el
Premio Nobel húngaro Imre Kertész, destaca nítidamente por sus dotes singulares
en el manejo de los datos históricos cuanto por la concisión de una prosa
austera y potente, poseedora de una rara belleza que nos interroga
permanentemente sobre aquello que nos parece imposible de tener otros
significados.
Un libro sobre el llamado Holocausto
judío, que con más precisión deberíamos llamar Shoah, como lo ha demostrado
Juan Gelman en un luminoso artículo periodístico de 1999 titulado “Arte y genocidio”,
donde hace el deslinde de la siguiente manera: “El aura de ‘Holocausto’ remite
a ‘un acto de abnegación que se lleva a cabo por amor’ según la Real Academia,
o una ‘renuncia a algo muy querido o de sí mismo para lograr un ideal o el bien
de otros’, según María Moliner. Nada más lejos de lo que sucedió en los campos
de concentración y los hornos crematorios nazis… La palabra hebrea ‘Shoah’
refiere a la destrucción total y evoca el desierto vacío. Es lo que ocurrió, lo
que los propios nazis llamaban ‘vernichten’,
que significa literalmente en alemán ‘reducir a la nada’.”
El narrador es György, tiene quince años y
ve al inicio de la novela cómo su padre arregla sus cosas porque debe ir al
campo de trabajo. Llegan familiares y amigos para despedirse de él, entre ellos
sus abuelos y los padres y hermanas de su madrastra. Uno de los hermanos
mayores de ésta llega después y le habla para aleccionarlo sobre su
responsabilidad, ahora que se quedará solo con ella. La escena es triste, hay
llantos y rostros acongojados. Su madre vive aparte, y se reúne con ella dos
días a la semana por disposición judicial.
Han pasado dos meses y György Köves es
asignado como auxiliar de albañil en la isla de Csepel, adonde tiene que acudir
con el pase que recibe, pues siendo judío su libertad de movimiento es muy
limitada. Se trata de una empresa militar de refinería de petróleo, que los
alemanes administran a través de representantes húngaros. Tiene, en el ínterin
de sus idas y vueltas al trabajo, su primera experiencia sentimental con
Annamária, una chica de catorce años que vive en el mismo edificio que él.
Un día detienen a todos los trabajadores
que se dirigen a la refinería, entre ellos al muchacho, los llevan a un amplio
local cercano de la aduana, luego a un cuartel militar donde deben esperar
hasta el día siguiente para que sus casos sean “examinados”. En realidad, es un
simple eufemismo para dilatar el tiempo mientras organizan la forma de ser
enviados a diferentes destinos, nada menos que los terroríficos campos de
concentración, una versión del infierno creada por la paranoia nazi.
Posteriormente son conducidos en tren a
Alemania, y cuando se detienen en una estación con los primeros rayos del sol,
el protagonista, empinándose sobre la única ventana del vagón, logra leer las
dos palabras del cartel situado debajo del techo del edificio: “Auschwitz-Birkenau”,
el más temible campo de exterminio alemán. “Puedo asegurar que la espera no
conduce a la alegría”, habría pensado el narrador al inicio de ese párrafo del
trepidante relato. Enseguida describe cómo terminó incorporado, con los demás
muchachos y mucha gente más, al campo de concentración más célebre del nazismo.
Allí, les sirven una sopa incomestible y un pan negro. A la par, advierte la
presencia de chimeneas innumerables, los hornos crematorios de los presos. Toma
conciencia de estar en un Konzentrationslager
(campo de concentración), específicamente en un Vernichtungslager (campo de exterminio).
Los días transcurren iguales y monótonos
entre los dos paseos diarios al barracón de los aseos y a los baños, la
distribución de la comida, el recuento vespertino y todo tipo de noticias. Dice
el narrador: “Esperábamos, siempre esperábamos –si lo pienso bien– que no
ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor
definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz”.
Después de tres días en Auschwitz, un tren
de mercancías lo conduce a Buchenwald, el otro campo tristemente célebre de la
historia, donde le asignan el número 64,921 (Vier-und-sechzig, neun,
ein-und-zwanzig). De allí, al concluir la cuarta noche, es enviado al campo de
Zeiz. Las peripecias y tribulaciones que padece en estos campos están narrados
con una tranquila crudeza, diríamos con un sereno espanto, describiendo
situaciones estremecedoras que conmocionan su joven visión del mundo y de los
seres humanos desde una perspectiva de relativa
normalidad.
El
último capítulo es, sorprendentemente, el más sobrecogedor, puesto que cuando
las tropas aliadas liberan los campos, el protagonista emprende el camino de
vuelta al hogar y lo primero que
encuentra es que su casa está habitada por otras personas. Indaga entre los
vecinos por los suyos, los señores Fleishmann y Steiner lo reconocen y reciben
con amabilidad. A través de ellos se entera de que su padre ha muerto en el
campo de concentración de Mauthausen, que su madrastra se ha vuelto a casar,
esta vez con Süto, el amigo de su padre que al comienzo de la novela los ayuda
haciéndose cargo de sus bienes para escamotearlos de la requisa nazi.
Al final el personaje principal reflexiona
sobre el destino y la libertad, dos conceptos que para él son excluyentes. Hay
un breve debate con los señores Fleishmann y Steiner, con quienes no se pone de
acuerdo, por lo que decide salir para buscar a su madre. Sentado en la banca de
un parque, piensa que sobre la experiencia de la felicidad en medio de los “horrores”
de un campo de concentración debería hablar la próxima vez que le pregunten.
Imprescindible novela que se lee con
deleite y expectación, una de las cumbres sobre la temática que ensombreció el
siglo XX.
Lima,
4 de agosto de 2016.
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