Después de veinte años, he releído con
inmenso fervor la emblemática novela que se ha constituido en el santo y seña
de la jaujinidad: País de Jauja
(PEISA, 1993), del reconocido escritor Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1933).
Por un momento me asaltó la idea de que, con el transcurso del tiempo, su poder
de seducción se hubiese deteriorado, y por tanto perdido esa magia encantatoria
que hace dos décadas me mantuvo en estado de éxtasis recorriendo sus páginas
como si recorriera las calles del viejo terruño impregnado de tantísimos
recuerdos y vivencias.
Pero no, al avanzar las primeras páginas
caí nuevamente bajo el hechizo de su brujería narrativa; era otro, sin duda, el libro que
leía, como otro era quien lo hacía, pues evidentemente en todo este tiempo
pasado ambos habíamos experimentado los rigores de las naturales mudanzas de la
existencia, expresado en aquel famoso aforismo de Heráclito de que nadie se
baña dos veces en el mismo río. Mucha agua había corrido desde entonces bajo el
puente de los años que la experiencia de este reencuentro ha sido
verdaderamente novedoso.
La historia de Claudio Alaya Manrique, un
adolescente de 15 años que pasa sus vacaciones escolares cumpliendo
determinados ritos de iniciación, que serán fundamentales para su educación
sentimental como para su vocación de artista, atrapa al lector lenta pero
seguramente. Tenemos lo que Joyce llamaría un retrato del artista adolescente,
oscilando entre las pasiones por la música y por las letras, dilema feliz que
el personaje vive en una suerte de gozo perpetuo. Estudia piano con su madre,
transcribiendo juntos la música –huaynos y yaravíes– dejada por su abuelo, y
luego asiste donde la maestra Mercedes Chávarri para perfeccionar su
aprendizaje. Lee simultáneamente La
Ilíada, que su hermano Abelardo ha escogido para él, lectura que impregnará
su imaginación de los mitos griegos que luego cotejará con los andinos que
alguna vez escuchara de labios de Marcelina. Conviven así, en la narración, el
mito del minotauro y el de los amarus en feliz armonía, símbolo de ese sincretismo
cultural que recorre toda la obra.
Una galería de personajes singulares
pueblan la novela con sus variopintas y excéntricas ocupaciones, como por
ejemplo el carpintero Fox Caro, comerciante de ataúdes y poseedor de una
oratoria místico-poética con alusiones a una “esotérica versión del sermón de
la montaña”; o Cristóforo Palomino, Palomeque, peluquero, enjalmador y
latinista; o Mitrídates, limeño, expósito y guardián del mortuorio del
hospital; o Zoraida Awapara, joven viuda de perturbadora belleza y sensualidad
que impresiona los sentidos de Claudio y de sus amigos; o Elena Oyanguren,
joven paciente del sanatorio que deslumbra por su exótica belleza; y así se van
añadiendo otros personajes secundarios que le dan color y diversidad al relato.
En la narración se intercalan las notas
del protagonista, los relatos de Marcelina y las cartas de Leonor, la modesta
muchachita del pueblo de Yauli que ha despertado los sentimientos amorosos de
nuestro protagonista. También están las cartas de Laurita, la hermana de
Claudio que vive en Lima donde estudia pintura en Bellas Artes. Su hermano
mayor, Abelardo, ha dejado sus estudios de derecho en San Marcos y trabaja como
bibliotecario en el Concejo Municipal. Sus padres son el maestro Eduardo Alaya,
fallecido luchador social y simpatizante de la izquierda, y la dama Laura
Manrique, hija del que fuera organista de la Iglesia Matriz don Baltazar José
Manrique. Vive con ellos su tía Marisa, maestra soltera con un agudo sentido
del humor, y con quien Claudio pone constantemente a prueba su paciencia y su
sentido de tolerancia.
Pero en medio de esta atmósfera de diáfana
y optimista alegría, un hecho sombrío destaca en segundo plano, una tragedia
que se nos va revelando a través de los testimonios involuntarios e
incoherentes que las viejas tías Euristela e Ismena realizan cada vez que
Claudio las visita a pedido de su madre. La misteriosa historia de la hacienda
en Yanasmayo, y de los sucesos que involucraron a un tal Antenor o Agenor, al
hacendado y a sus hijas, va alimentando
la intriga del lector hasta el cruel desenlace donde el mismo Antenor, desde
las sombras, relata cómo fue que su propio padre –José María de los Heros–
acabó con su vida por empeñarse en amar a su medio hermana, Euristela, a pesar
de que él no lo sabía hasta ese momento crucial que precipita su muerte. Luego
el incendio, provocado para esconder el crimen, y su entierro en Raupi, al pie
de las chullpas o torres fúnebres de los pobladores xauxas.
Al final, la misa de difuntos en memoria
de las dos tías, muertas casi al unísono, tal como vivieron. Será la ocasión
para que Claudio exponga ante los demás sus dotes musicales, pues de acuerdo
con el padre Monteverde, él tocará el armonio, interpretando la creación de su
abuelo, Baltazar José Manrique, el Laudate
Dominum, así como una pieza de Buxtehude, un organista danés del siglo
XVIII. Para ello también ha comprometido la colaboración del rumano Radulescu,
cuya cuidada voz tenoril completa la misa cantada con la que Claudio conquista
apoteósicamente los oídos de los asistentes y el reconocimiento de su
prometedora carrera artística.
Ecos cervantinos y pinceladas homéricas matizan
la narración de una historia que a pesar de ese acontecimiento infausto,
señalado líneas arriba, llega al final destilando un mensaje esperanzador y
lleno de promesas sobre el porvenir armonioso e integrado de una sociedad que
hará honor al real significado de la antigua leyenda del País de Jauja. Una
lectura vibrante y placentera de un espléndido libro.
Lima,
5 de octubre de 2016.
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