miércoles, 12 de octubre de 2016

La guerra y la paz

    El proceso de paz que se inició hace más de cuatro años entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las guerrillas más longevas del continente, han encallado aparentemente en un callejón sin salida. O esa es por lo menos la impresión que se tiene después de los sucesivos acontecimientos que han desembocado en el revés innegable que significó el triunfo del No en el plebiscito del último 2 de octubre.
     Luego de que el 26 de septiembre se firmara el acuerdo definitivo en la histórica ciudad de Cartagena de Indias ante la presencia de más de 2500 invitados, entre los que se contaban jefes de Estado, representantes diplomáticos, expresidentes y personalidades de la política mundial, todo hacía presagiar que el camino hacia la paz por el que transitaba el país era felizmente irreversible. Flanqueados por Ban Ki-moon, Enrique Peña Nieto, Pedro Pablo Kuczynski y Raúl Castro, representantes de un espectro ideológico de lo más variopinto, Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño sellaban el encuentro con un apretón de manos y un abrazo.
     Las encuestas anunciaban un holgado triunfo del SÍ con el visto bueno de la comunidad internacional y la esperanza de miles de colombianos que fueron víctimas de más de medio siglo de violencia. Pero he ahí que un resultado sorpresivo ha hecho saltar por los aires esa cómoda seguridad en la que andábamos instalados quienes desde un inicio vimos con buenos ojos y gran expectativa estos diálogos que se iniciaron en Oslo y continuaron en La Habana, con el auspicio de los gobiernos de Noruega y Cuba, así como la asistencia constante de Chile y Venezuela.
     Ante la evidencia de unos resultados favorables a la paz, y ante la presencia de una campaña contraria encabezada por el expresidente Álvaro Uribe, una pregunta se imponía de rigor: ¿Apostamos por el futuro, o nos quedamos anclados en al pasado? Si las víctimas directas del conflicto, aquellas que perdieron a sus seres queridos o vivieron en carne propia la violencia, como el escritor Héctor Abad Faciolince, cuyo padre fue asesinado por los paramilitares en las calles de Bogotá; Ana María Busquet, viuda de Guillermo Cano, director de El Espectador asesinado en 1986 por un sicario de Pablo Escobar; la diputada Clara Rojas y la excandidata presidencial Íngrid Betancourt, ambas secuestradas por las guerrillas en el año 2002; y miles de anónimos colombianos que sufrieron los embates de la demencia de la guerra, han expresado su deseo de perdón, ¿por qué no pueden hacerlo quienes contemplaron desde lejos el conflicto?
     Es sintomático, y paradójico a la vez, que los cinco departamentos más afectados por la guerra, preferentemente del ámbito rural, hayan votado mayoritariamente por el SÍ, mientras que las zonas urbanas lo han hecho por el NO. La capital, donde la campaña a favor ha juntado a los sectores más informados, entre ellos los intelectuales y los artistas, le ha dicho SÍ a los Acuerdos de Paz. Medellín, de donde es oriundo Álvaro Uribe, quien ha apelado a los factores primarios del miedo y la venganza para convencer al electorado, generalmente desinformado y apático, se ha inclinado por el NO.
     Baltazar Garzón, el brillante juez español que logró la detención en Londres del genocida Augusto Pinochet, entre otras nobles causas, ha señalado la inmejorable condición de este pacto que pone fin a cinco décadas de guerra interna. No será el mejor acuerdo, indudablemente, pero es el más realista que se ha podido lograr gracias, entre otros, a ese filósofo amante de los libros llamado Sergio Jaramillo, Alto Comisionado para la Paz del gobierno de Bogotá, y a su grupo de esclarecidos asesores internacionales, entre los que destaca el excanciller e historiador israelí Schlomo Ben Ami.
     Hay varios antecedentes exitosos de este tipo de acuerdos que han logrado pacificar diversas zonas convulsas del planeta. Sin ir muy lejos en el tiempo, tenemos a Sudáfrica, donde en 1993 el líder negro Nelson Mandela logró pactar la paz poniendo fin al régimen del apartheid con el gobierno de Frederik de Klerk; o el Acuerdo de Viernes Santo, que puso fin al conflicto de Irlanda del Norte en 1998; y en Latinoamérica, el Acuerdo de Esquipulas, firmado en Guatemala en 1987, que estableció la paz en Centroamérica; o los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que se firmaron en México, acabando con la guerrilla de El Salvador en 1992. En todos ellos tuvo que cederse algo, a cambio de un objetivo superior como es la paz, pues toda negociación está hecha de cesiones y concesiones, pero donde debe primar el sentido de la equidad y la justicia.
     Mas cuando empezaba a cundir el desánimo y la desesperanza ante lo acordado en La Habana y firmado en Cartagena de Indias, el Comité Noruego del Nobel anunciaba la concesión del Premio Nobel de la Paz de este año al presidente colombiano Juan Manuel Santos, “por sus decididos esfuerzos para acabar con los más de 50 años de guerra civil” en el país. Un gran espaldarazo, sin duda, del más importante Premio que concede la Fundación Nobel, que se suma así al unánime respaldo de la comunidad internacional, expresada en el apoyo de las Naciones Unidas, la Unión Europea, los Estados Unidos, Rusia, y una larga lista de países y organizaciones internacionales. Gran paradoja: mientras Colombia decía No, aunque con una magra participación del 37.44% del total de electores, el mundo entero replicaba SÍ.
     El periodista y escritor inglés John Carlin ha señalado en un reciente artículo que habría una deriva de la estupidez en el mundo, iniciada por el Brexit en el Reino Unido hace unos meses, seguida por este triunfo del NO en Colombia, y que culminaría con Trump ganando las presidenciales en los Estados Unidos el próximo mes. Tendría que replantearse este albur de las consultas ciudadanas cuando los pueblos deciden a veces jugar a la ruleta rusa desde la más completa inconsciencia y desinformación, acicateados solamente por instintos primitivos que muy bien saben explotar los demagogos de siempre.
     Queda ahora únicamente hilar fino para encontrar una salida a este impasse, tarea en la que ya están inmersos los principales actores del conflicto, quienes deberán poner por encima de todo el gran objetivo que el pueblo colombiano anhela, posponiendo intereses políticos personales que mucho daño han hecho a veces al proceso en marcha. Lo que debe quedar bien claro es que nunca más las armas deben volver a sonar: la paz es la vida y el futuro; la guerra, la muerte y el pasado.


Lima, 11 de octubre de 2016.       

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