La concesión del Premio Nobel de
Literatura 2016 al cantautor estadounidense Rober Allen Zimmerman, más conocido
como Bob Dylan, ha desatado una polémica entre los lectores de las más diversas
procedencias, ya sean músicos u hombres de letras. Curiosamente hay
quisquillosos tanto entre los primeros como entre los segundos, quienes no
admiten que un galardón que normalmente estaba reservado a los escritores, vaya
a recaer en las manos de un cantante, que es creador de canciones ciertamente,
pero que esencialmente es un músico. Mientras que en la cofradía de los hombres
de la pluma se tiende a ver con mayor apertura, sobre todo al recordar que en
sus orígenes la poesía y la música estuvieron estrechamente unidas. Los nombres
de Homero, Safo, más la extensa lista de los juglares medievales y los
trovadores de las cortes europeas, no hacen sino corroborar este aserto.
Lo que la Academia sueca ha hecho no es sino
reconocer esa gran tradición poética que viene desde los mismos inicios de la
concepción de la literatura, en una etapa de promisora oralidad que dio paso
posteriormente al espléndido desarrollo de la escritura, que actualmente domina
el ámbito de lo literario es verdad, pero que no deja por eso de considerar a
la vertiente oral la importancia que tiene. Tampoco debemos olvidar lo que la
cultura literaria le debe a la infinita riqueza de las tradiciones orales, las
epopeyas, los cantos épicos, las leyendas y toda esa gama de ingente producción
poética que ha alimentado y nutrido el desarrollo de la literatura en todos los
rincones del planeta.
Oponerse a la decisión de la Academia sueca
solo por el prurito de la convencionalidad, anclados en inveterados juicios
dogmáticos, basados en estrictos argumentos puristas, es restarle toda la
jocunda vitalidad que puede insuflarle al premio el hecho de voltear la mirada
hacia otras manifestaciones del espíritu humano que también tienen a la palabra
como su vehículo esencial para la transmisión de la belleza. Un reconocimiento
de esta naturaleza no puede petrificarse en el tiempo ni convertirse en una
baldosa mental que nos impida ir ensanchando los criterios con que un creador
expresa la maravillosa diversidad de su arte.
Bob Dylan dijo alguna vez en una
entrevista que él no se consideraba un poeta o algo por el estilo, sino un
artista del trapecio. Inmediatamente pensé en el relato homónimo de Kafka, que
quizás poco o nada tenga que ver con el arte del músico de Minnesota, aunque
algo sí podrían compartir ambos personajes tan distantes y dispares en otros
sentidos: el desafío del espacio a través de
las piruetas que cada quien es capaz de realizar en su respectivo arte.
Eso es lo que ha venido haciendo el legendario cantante norteamericano desde
que en sus inicios explorara el género del folk para exponer rítmicamente las
letras de sus canciones que inmediatamente la crítica calificó de protesta; y
enseguida se lanzara hacia otros géneros como el soul, el country, los spirituals y el jazz, ritmos todos ellos
donde ha dejado también lo mejor de su producción.
Diversos cantantes han interpretado sus
canciones, muchos álbumes se han vendido y múltiples conciertos ha dado el
cantautor que desde hace algunos años venía siendo voceado para el premio que
ahora le ha sido otorgado. No se conoce la reacción del premiado, todo hace
pensar que algo inesperado está por suceder. Como fuera, los académicos lo
esperarán el 10 de diciembre en Estocolmo para la entrega oficial del galardón,
y aunque Dylan decidiera no ir o eventualmente rechazara la distinción, el giro
que ha dado el prestigioso premio va a marcar un hito en su propia historia,
que de esta manera expande su radio de acción, siendo perfectamente posible que
en los próximos años un historietista o autor de cómic pueda acceder igualmente
a esta consagración universal que significa, entre otras cosas, dicha presea.
Muy bien podrían haber obtenido esta dicha –algunos están a tiempo aún– juglares
como Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Vinicius de Moraes, Joan Manuel Serrat,
Facundo Cabral o Atahualpa Yupanqui, entre los nuestros; o Leonard Cohen, Jacques
Brel, Georges Brassens, entre otros muchos poetas de la canción del mundo
entero.
Dylan reúne todos los méritos para este
premio, razón por la que hablar de error o equívoco de los jurados suecos, como
ha deslizado en un comentario el Nobel peruano Mario Vargas Llosa, no es sino
una muestra de la confusión en la que muchos han caído al creer que sólo los
novelistas o narradores son los merecedores de aquél, cuando es también la
poesía, quizás el más antiguo de los géneros literarios, y por cierto la forma
más acabada del arte de la palabra, lo que ahora se ha reconocido, así como
otras veces puede serlo el ensayo o el teatro, incluso el periodismo como el
año pasado con Svetlana Alexiévich.
A seguir deleitándonos con sus magníficas
canciones apreciando el singular lirismo de sus letras.
Lima, 22 de octubre de 2016.
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