Siempre que está próxima la mayor celebración religiosa del mundo cristiano, y cuyo sentido ha adquirido cada vez más connotaciones paganas y fenicias, me viene a la memoria lo que era para mí la llegada de
La llamada noche buena, nos reuníamos todos en familia en la casa de Antu, que es como llamamos a la tía más querida y más próxima que todos hemos tenido, cuya presencia tiene en más de un sentido un halo maternal que ha desplegado en todos sus sobrinos con una abnegación y una entrega inusitadas. Allí aguardábamos, mientras las mujeres mayores preparaban la cena, el momento en que los relojes dijeran que eran las doce de la noche, instante que disparaba nuestra ansiedad por abrir los regalos y vivir ese tiempo sin tiempo del más puro deleite infantil.
Sin embargo, como los regalos nos esperaban en la casa de Juya, nuestra mamá grande -como diría García Márquez-, teníamos que ser pacientes y esperar el momento del brindis, la cena pascual, la charla de sobremesa y demás interludios, para recién encaminarnos a casa y abalanzarnos con loco frenesí a los paquetes envueltos en vistosos papeles que mi madre, a escondidas y furtivamente, había dejado sobre las camas antes de salir todos para la casa de la tía.
La velada transcurría apaciblemente, cada quien degustaba su plato en silencio, algún comentario o broma matizaba la reunión y luego del brindis con el infaltable champagne, nos poníamos a dialogar más animadamente, hasta percatarnos de que los minutos habían volado y teníamos que regresar a casa.
Sin embargo, había algo que quedaba flotando en nuestras almas niñas que no compatibilizaba con ese espíritu generalizado que parecía embargar a todos, algo que la inquieta curiosidad de un muchacho captaba intuitivamente, y a veces frontalmente, en la realidad que observaba en su entorno. Uno no se explicaba cómo es que por estas fechas proliferaban por las calles y las plazas, en una cantidad inusitada, niños menesterosos, mendigos, mujeres cargando y arrastrando a sus hijos, hombres sumidos en la miseria más obscena. Todos ellos discurriendo ante nuestros ojos navideños, mostrándonos la otra cara de la medalla, restregándonos en la cara satisfecha y complacida de criaturas privilegiadas, una imagen que siempre iría unida a celebraciones como éstas.
Porque la realidad humana posee ese carácter dual, que ya el filósofo danés Kierkegaard había observado en un aforismo que más adelante conocería: “las cuerdas de la alegría y de la tristeza están tan juntas, que cuando suena la primera, inmediatamente resuena la segunda”. Los extremos se tocan, las antípodas se reconocen, el yin y el yang de los chinos se columpian armónicamente en el trapecio inefable del destino humano.
Los regalos de que tengo memoria son muchos, empezando por un carro de combate de un ejército imaginario, un juego de monopolio, una bicicleta y un reloj. Quizás son los que recuerdo con más nitidez, y que están engarzados en mis evocaciones con la figura tierna de mi madre y con el hondo significado que esta fiesta cristiana pueda tener para un hombre agnóstico como soy ahora. Quién sabe si en esta paradoja se revela esa inmensa riqueza y ese calado trascendente de esta festividad que ha superado los límites de lo estrictamente religioso para asumir un significado entrañablemente humano.
Lima, 24 de diciembre de 2010.
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