La pasión por las letras, así como las que se suelen experimentar por otras artes, especialmente por la música y la pintura, constituye un manantial indetenible de efervescencias personales y de goces espirituales, que quien lo vive, quisiera trasmitir a los demás como si fuera la confesión más exaltada de un placer inaudito y único. El joven, o no tan joven, letraherido, siente que ha descubierto una cantera secreta de mágicos conjuros y hechizos deslumbrantes, que lo inmunizan de los trasiegos cotidianos que la vida le infiere de modo implacable.
Eso es lo que significa, en su sentido más profundo, el motivo y el tema de Cartas a un joven novelista, un libro epistolar que Mario Vargas Llosa publicó en 1997 y que, cualquiera sea la época en que se lea, sirve como un magnífico compendio de consejos, testimonios, guías y orientaciones para quien quiera asumir la literatura como la actividad central de su vida, además de altamente gratificante. Tiene el mismo sabor y objetivo que otro espléndido libro del siglo XIX, escrito por el delicado poeta alemán Reiner María Rilke, y que titula justamente Cartas a un joven poeta.
En doce cartas se dirige invariablemente a ese “querido amigo” que puede ser cualquiera de nosotros, cualquiera que ante la desmesura de su incipiente vocación, quisiera recibir la palabra sabia y precisa de alguien que no sólo admira, sino que puede erigirse en la persona clave para el destino y la asunción de la vocación de este novato escritor.
Todos los secretos y entresijos del arte de contar le son revelados al ficticio joven, ávido de conocer las mañas y artimañas de un milenario arte que, nacido en la oscuridad más remota de los tiempos, ha evolucionado de tal manera que ha llegado a los nuestros revestido de ciertas exquisiteces y sofisticamientos, de la mano tanto de la escritura como de la aparición de esto que ahora conocemos como literatura, pero que en aquellas época estaba sin duda ataviada sólo de oralidad.
Cada carta es el magnífico pretexto para desarrollar un aspecto de los muchos que integran el maravilloso arte novelesco, empezando por el principal de ellos, que es el de saber cómo se vive la vocación por la literatura, y que Vargas Llosa explica valiéndose de la conocido metáfora de la solitaria, ese bicho que se enquista en nuestro organismo para colonizarlo por completo y convertirnos en sus siervos y esclavos a perpetuidad.
Luego pasa, en la segunda carta, a detallar el proceso de la creación, explicándole a su joven destinatario de dónde se extraen las historias, para lo cual se sirve de la imagen del catoblepas, ese animal fantástico, ya cifrado por Borges, que se alimenta de sí mismo. El novelista sería, según Vargas Llosa, un ser autofagocitario, que se devora a sí mismo para extraer la materia de su creación.
Las siguientes cartas están dedicadas a exponer la manera cómo se logra adquirir el poder de persuasión en las ficciones; a dilucidar el asunto del estilo para que la escritura posea esa marca personal que es muy importante en un novelista; a esclarecer el problema del narrador tanto desde el punto de vista espacial como desde el punto de vista temporal; a diferenciar el nivel de realidad en que están escritas las historias, echando mano para ello a los ejemplos de escritores como Flaubert, Faulkner o Cortázar.
Asimismo le describe, con profusas explicaciones, el uso de las mudas y el salto cualitativo, la caja china, el dato escondido y los vasos comunicantes. En todas ellas, el emisor hace gala, merced a su experiencia, de un gran conocimiento en la materia que trata, sugiriéndole de paso, a su curioso receptor, las lecturas más diversas a través de sutiles menciones a obras consagradas de la literatura universal.
En la última carta, titulada “A manera de posdata”, le advierte que cada uno de los aspectos que contienen el tenor de las misivas, conforman en verdad un todo armónico e irrompible, pero que por asuntos estrictamente técnicos, los pedantes han inventado esas denominaciones. Y a continuación, despidiéndose, le pide irónicamente que olvide todo lo que le ha dicho en sus cartas y que se ponga a escribir novelas.
Ya no soy un joven, pero no he renunciado aún a ser un novelista, es por ello que he leído con suma delectación este hermoso libro que me viene a confirmar en esa fe literaria, de cuya verdad es culpable el propio Vargas Llosa, de que “la literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderme contra el infortunio.”
Lima, 1 de octubre de 2011.
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