Estamos asistiendo, entre espantados y
absortos, al auge de líderes y movimientos de ultraderecha que están accediendo
al poder, o lo están intentando, en numerosos países del mundo, especialmente
de Occidente, que incluye Europa y América. El caso más reciente lo vemos en
Brasil, donde el candidato del ultraconservador Partido Social Liberal (PSL),
el exmilitar Jair Bolsonaro, acaba de obtener un rotundo triunfo en las
elecciones de la primera vuelta del pasado 7 de octubre con un impresionante 46
% de los votos.
Y todo indica que en la segunda vuelta
alcanzará la mayoría suficiente para convertirse en el próximo inquilino del
Palacio de Planalto. Las posibilidades del candidato del Partido de los
Trabajadores (PT), Fernando Haddad, heredero del legado de Lula y víctima de la
desconfianza del electorado hacia un partido que terminó envuelto en los
escándalos de corrupción que todos conocemos, son pocas, por no decir mínimas,
salvo que en el último momento, un vuelco en la conciencia cívica del pueblo
brasileño impida el triunfo, que sería letal para la democracia de ese país y
para América Latina, del líder neofascista.
No es poca cosa lo que puede suceder el
próximo 28 de octubre, fecha de la segunda vuelta y día clave que decidirá el
futuro del gran país sudamericano. Pero cómo es que hemos llegado a este
escenario de pesadilla, al punto de que un desconocido, que supo aprovecharse
de la coyuntura crítica que vive el país, se haga del poder a través de una
campaña impulsada por los instintos más primarios del ser humano. Apelando
sobre todo al miedo y a la mentira –como ya lo vimos en su momento en el caso
de Donald Trump en los Estados Unidos–, ha logrado cautivar a una población
desorientada y confusa por los hechos de los últimos tiempos.
Sin embargo, lo que me llama poderosamente
la atención, es el afán contemporizador y hasta cierto punto indulgente y concesivo
de algunos líderes de opinión que buscan minimizar, por no decir banalizar, lo
que está a un paso de suceder. Ver simplemente el asunto como un casual juego
de la democracia, donde se alternan cada tanto posiciones contrapuestas del
espectro político, resignándose a que sea ese pueblo, obnubilado por un mensaje
populista, el que decida lo que cree que más le conviene, es no percibir el
paisaje de fondo y aquello que verdaderamente está en juego.
Un hombre que es capaz de decirle a una
mujer que no la violaría porque es fea, o que preferiría un hijo muerto a uno
gay, o que las mujeres no deben tener el mismo salario que los hombres porque
salen embarazadas, o que la función de la policía no es torturar sino matar;
que ensalza la violencia y es nostálgico de la dictadura, que ama las armas y
piensa que la violencia es la panacea social, y que tener una hija sólo puede
explicarse por un momento de debilidad, no es precisamente el hombre idóneo
para dirigir a una nación. Es un crápula, un verdadero energúmeno que tendría
que pasar, como mínimo, por un consultorio psiquiátrico para evitar así que se
convierta en un peligro para la sociedad.
Pero así es la democracia, pues, dicen sus
abiertos y enmascarados defensores, restándole importancia a la amenaza que se
abate sobre un país en su hora más aciaga. ¿Acaso no ha declarado también que
no reconocería un resultado si él no fuera el ganador? La gran paradoja de la
democracia es que precisamente permite albergar en su seno a personajes con
tintes marcadamente autoritarios y despóticos. Un espécimen que tiene instalado
en su estructura mental un mundo binario para explicarse la realidad, que
utiliza el pensamiento maniqueo para encasillar y luego despreciar a los demás
sólo porque son diferentes, no creo que sea la figura más adecuada para
conducir los destinos de un país. Un individuo que, como su mentor
norteamericano, no tiene ningún empacho en exhibirse impúdicamente como un racista, machista,
xenófobo, homófobo, misógino, sexista y demás lindezas, sencillamente está
incapacitado moralmente para erigirse en presidente de cualquier país. Pero ya
vemos que la realidad, desgraciadamente, es distinta, que los pueblos pueden
elegir prácticamente a su propio verdugo, como la historia lo ha demostrado
hasta la saciedad.
Es por eso que cientos de miles de mujeres,
encarnado en el movimiento #EleNao (Él No), expresaron hace unas semanas en las
calles de las principales ciudades brasileñas su rechazo a Bolsonaro, por
representar justamente aquellos valores anacrónicos y antihistóricos que
pretende imponer una vez salga elegido presidente de la República. Igualmente los
intelectuales brasileños han salido a decir, solitariamente, lo que sienten y
piensan ante el peligro que se cierne sobre su país a partir del próximo 28. La
periodista y escritora Eliane Brum, los sociólogos Fernando Limongi y Manuel
Castells, la escritora e historiadora Lilia Schwarcz y muchos más advierten
claramente a sus compatriotas del abismo ante el que alegremente se inclinan
con su decisión de ese domingo. En el mismo sentido se han manifestado los
músicos emblemáticos de ese país, como los entrañables Caetano Veloso, Gilberto
Gil y Chico Buarque. Es mejor no hablar, en cambio, del apoyo que viene
recibiendo este candidato de algunas figuras del deporte de ese país, así como
del movimiento evangélico, situación que es hasta cierto punto entendible.
La humanidad se degrada con sujetos de esta
calaña. No queremos más en el mundo personajes como Trump, Orbán, Salvini, y
ahora Bolsonaro, pues constituyen una auténtica afrenta para la dignidad humana
y para el sentido común de la decencia, la civilización y el respeto por los
inalienables valores del espíritu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario