sábado, 27 de octubre de 2018

La muerte en Estambul


    Una verdadera tormenta política se ha desatado en el mundo árabe, con graves implicancias internacionales, a raíz de la desaparición seguida de muerte del periodista saudí Jamal Kashoggi en el Consulado de Arabia Saudita en Estambul. Todos los testimonios recogidos por la inteligencia turca apuntan a que Kashoggi, luego de haber ingresado a la sede diplomática el pasado 2 de octubre –con el fin de realizar trámites documentarios en vistas a su próximo matrimonio con una ciudadana turca–, no salió más, y que un grupo de 15 agentes enviados por el régimen de Riad lo habría torturado, asesinado y troceado para desaparecer todo rastro de su crimen. Enseguida, su cuerpo fue aparentemente diseminado por lugares que la policía turca investiga con denuedo.
    La versión de las autoridades de la monarquía saudita ha variado conforme han pasado los días: primero dijeron que no sabían nada de su paradero; después, que estaban investigando entre sus representantes en Turquía; para, finalmente, admitir que el periodista había muerto en circunstancias en que se produjo una pelea al interior de la legación diplomática. Una explicación bastante pueril, por decir lo menos, que sin embargo ha contentado a medias al mandatario estadounidense, quien se ha mostrado igualmente errático en sus respuestas ante el hecho.
    Las reacciones a nivel mundial pasan, en primer lugar, por la cancelación de su asistencia al foro en el país árabe –llamado el Davos del Desierto– de los representantes de Francia, Reino Unido y Holanda; en segundo lugar, Alemania también suspende la venta de armas que ya tenía pactado con el reino; y en tercer término, la presión y exigencia de los respectivos gobiernos de la Unión Europea para obtener una explicación valedera sobre lo ocurrido con el periodista saudí.
    Jamal Kashoggi fue muy cercano a Mohammed bin Salmán, el príncipe heredero que ejerce el poder, hasta el año pasado, cuando comenzó a distanciarse por estar en desacuerdo con algunas actitudes del monarca en relación a las libertades fundamentales que ponía en entredicho con su forma de gobierno. Esto lo obligó a exiliarse en los Estados Unidos, donde colaboraba con una columna de opinión en el influyente diario The Washington Post, en cuyos artículos manifestaba constantemente su preocupación por los serios recortes a la libertad de expresión en su país, así como amenazas a críticos  del régimen, persecuciones a los disidentes y violaciones de los derechos humanos. La última columna que el diario publicó del periodista, enviado por un amigo después de unos días de su desaparición, se tituló justamente “Lo que más necesita el mundo árabe es libertad de expresión”.
    Decía que Donald Trump ha tenido una actitud errática porque ha pasado de condenar el asesinato a tener una reacción más indulgente cuando el gobierno árabe se ha desmarcado del mismo, pero sobre todo porque está en juego el apetitoso negocio de las armas, que Estados Unidos vende al país que es el mayor productor de petróleo del planeta. Quien no ha sido para nada contemporizador es el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, quien ha condenado en duros términos lo ocurrido culpando directamente al príncipe, además de revelar los audios donde se aprecia la cruel tortura a que fue sometido el periodista, pues lo golpearon, le cortaron los dedos y finalmente lo descuartizaron. Sencillamente, horripilante.
    El caso de Kashoggi es uno entre los centenares de periodistas asesinados cada año en el mundo: en Ecuador, en México, en el Medio Oriente, en Italia, en Rusia, etcétera. Enumerarlos llenaría páginas de páginas, demostrando todo ello lo riesgoso y peliagudo que puede llegar a ser este oficio que el entrañable Gabo llamaba el más hermoso del mundo. Al ser el periodista una figura imprescindible en la sociedad, como fiscalizador y crítico del poder, se gana fácilmente la enemistad de autócratas, dictadores, sátrapas y toda esa laya de pequeños hombres investidos de poder que se arrogan el ilegítimo derecho de disponer de la vida y la muerte de aquellos que osan cuestionar su ilimitada y todopoderosa majestad.
    Aun en las democracias se intenta silenciar con medios velados y trampas legales a la prensa, cuando ella es molesta y esclarecedora de los abusos y tropelías que se quieren perpetrar desde el poder legítimamente constituido. El acoso, la persecución, la amenaza, la denuncia, se convierten en armas contundentes de ciertos políticos que en pleno Estado de Derecho buscan exterminar al mensajero, para ocultar y enterrar sus propias inmundicias, acallando las voces que señalan los delitos y latrocinios en que incurren con el fin de ser cubiertos por el vil manto de la impunidad. Lo vemos ahora mismo en nuestro país, a propósito de los últimos acontecimientos con una ley mordaza que felizmente no prosperó.
    No debemos bajar la guardia ante la prepotencia y exigir inmediatamente la exhaustiva investigación de la muerte de Kashoggi, para que los criminales se sometan a la ley y reciban el castigo que merecen. La comunidad internacional no debe permitir que los asesinos se salgan con la suya. Estaremos vigilantes.

Lima, 27 de octubre de 2018.       

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