domingo, 7 de octubre de 2018

Edgardo Rivera Martínez


    En un día en que normalmente nos hubiésemos levantado con la noticia del anuncio del Premio Nobel de Literatura 2018, cosa que no sucederá, pues, como todos sabemos, este año no se concederá el citado galardón –por los oscuros sucesos de acoso y abuso sexual que envuelve a la Academia, actualmente en reformulación–, en cambio, nos sorprende tristemente con la del fallecimiento de un querido autor nacional.
    La muerte del escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez (1933-2018), marca un hito en la historia de las letras peruanas, pues su figura trasciende de la mera presencia local y regional para escalar a niveles no sólo nacionales sino incluso internacionales, teniendo en cuenta, entre otros logros, su segundo lugar en el concurso Rómulo Gallegos con su afamada novela País de Jauja. Su partida del último jueves 4 por la noche nos deja en la mayor desolación, en un año signado curiosamente por la ausencia de tantos notables creadores, artistas e intelectuales del Perú y del mundo.
    La última vez que tuve ocasión de estar en contacto con Edgardo fue a raíz de la publicación de mi primer libro, cuyos originales le hice llegar a mediados del año pasado con el fin de que pudiera escribir un breve comentario para la contracarátula. Como el tiempo pasaba, y mi editor presionaba para tener ya las palabras del reconocido narrador, me vi en el apuro de volver a escribirle excusándome por la impertinencia y el atrevimiento de solicitarle algo que, tal vez –especulaba para mis adentros– no estuviera a la altura de sus expectativas y por lo tanto mereciera la pena unas frases.
    Estaba en ese trance, debatiéndome en la incertidumbre de no saber si mis textos le suscitaban alguna reacción, cuando recibimos la llamada de Betty, su esposa y leal compañera, quien se disculpaba por el retraso en nombre de Edgardo y pasaba a explicar brevemente el motivo de la demora. Nos dijo que, en primer lugar, Edgardo estaba escribiendo su próxima novela y, como es lógico suponer, esto le absorbía casi todo su tiempo; pero que, haciendo un paréntesis, se había puesto a leer mis originales, siendo capturado por los temas que desarrollaba, con tanto interés y paciencia, que pasaba de uno a otro texto con la interrogante y el asombro de no saber quién era realmente ese autor que se permitía abordar de tal manera las materias de que trataba.
    Celebré silenciosamente esa primera condecoración del maestro, para enseguida, al cabo de unos pocos días, recibir los comentarios elogiosos que aparecen ahora en la contraportada de la flamante edición de mi  El centauro en el espejo (Acuedi, 2018). Nada me resulta por ello más gratificante que el hecho de que el mayor nombre de las letras jaujinas haya apadrinado, de esta manera, mi debut libresco.
    Por eso siento que, en muchos sentidos, Edgardo está y estará con nosotros por siempre, y que su legado es infinito e inagotable, pues aparte de sus libros –entre novelas, cuentos y ensayos– está su calidad de ser humano, visible y patente en los pocos pero intensos momentos que la ocasión nos brindó de departir en su compañía. Abundar en el significado de su obra sería reiterar los tópicos que ya se han repetido en las necrológicas y homenajes que se le han tributado, por lo que sería ocioso recalar en ellos. Lo único que no debemos olvidar es cómo su literatura inscribió en el imaginario de los lectores la bienhechora y fantástica idea de una sociedad que ha llegado a armonizar sus aparentes contrastes, un país de todas las sangres que alcanza por fin ese oasis de armonía, inclusión y tolerancia, gracias al conjuro de una cabal comprensión de la aventura humana abierta a todas las vertientes de la cultura, simbolizado mágicamente en el arte –especialmente la música–, que se yergue en el gran catalizador de todas las diferencias y en el signo mayor de la gran fraternidad universal.
    Ese es el sentido trascendente del nombre poético que eligió precisamente para conjugar la diversidad que nunca debe significar separación ni distancia: Jauja, el país del mito y la historia, la utopía al alcance de las manos, la Arcadia fundacional y real, la tierra bíblica que mana leche y miel, el anhelado El Dorado de los conquistadores, la ciudad moderna que puede ser la metáfora perfecta de la felicidad para los seres humanos ya no más condenados a cien años de soledad.
    Hasta siempre, maestro; los inmortales viven más allá de las contingencias de la carne y el tiempo.
   
Lima, 7 de octubre de 2018.            

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