En un día en que normalmente nos hubiésemos
levantado con la noticia del anuncio del Premio Nobel de Literatura 2018, cosa
que no sucederá, pues, como todos sabemos, este año no se concederá el citado
galardón –por los oscuros sucesos de acoso y abuso sexual que envuelve a la
Academia, actualmente en reformulación–, en cambio, nos sorprende tristemente
con la del fallecimiento de un querido autor nacional.
La muerte del escritor jaujino Edgardo
Rivera Martínez (1933-2018), marca un hito en la historia de las letras
peruanas, pues su figura trasciende de la mera presencia local y regional para
escalar a niveles no sólo nacionales sino incluso internacionales, teniendo en
cuenta, entre otros logros, su segundo lugar en el concurso Rómulo Gallegos con
su afamada novela País de Jauja. Su
partida del último jueves 4 por la noche nos deja en la mayor desolación, en un
año signado curiosamente por la ausencia de tantos notables creadores, artistas
e intelectuales del Perú y del mundo.
La última vez que tuve ocasión de estar en
contacto con Edgardo fue a raíz de la publicación de mi primer libro, cuyos
originales le hice llegar a mediados del año pasado con el fin de que pudiera
escribir un breve comentario para la contracarátula. Como el tiempo pasaba, y
mi editor presionaba para tener ya las palabras del reconocido narrador, me vi
en el apuro de volver a escribirle excusándome por la impertinencia y el
atrevimiento de solicitarle algo que, tal vez –especulaba para mis adentros– no
estuviera a la altura de sus expectativas y por lo tanto mereciera la pena unas
frases.
Estaba en ese trance, debatiéndome en la
incertidumbre de no saber si mis textos le suscitaban alguna reacción, cuando
recibimos la llamada de Betty, su esposa y leal compañera, quien se disculpaba
por el retraso en nombre de Edgardo y pasaba a explicar brevemente el motivo de
la demora. Nos dijo que, en primer lugar, Edgardo estaba escribiendo su próxima
novela y, como es lógico suponer, esto le absorbía casi todo su tiempo; pero
que, haciendo un paréntesis, se había puesto a leer mis originales, siendo
capturado por los temas que desarrollaba, con tanto interés y paciencia, que
pasaba de uno a otro texto con la interrogante y el asombro de no saber quién
era realmente ese autor que se permitía abordar de tal manera las materias de
que trataba.
Celebré silenciosamente esa primera
condecoración del maestro, para enseguida, al cabo de unos pocos días, recibir
los comentarios elogiosos que aparecen ahora en la contraportada de la flamante
edición de mi El centauro en el espejo (Acuedi, 2018). Nada me resulta por ello
más gratificante que el hecho de que el mayor nombre de las letras jaujinas
haya apadrinado, de esta manera, mi debut libresco.
Por eso siento que, en muchos sentidos,
Edgardo está y estará con nosotros por siempre, y que su legado es infinito e
inagotable, pues aparte de sus libros –entre novelas, cuentos y ensayos– está
su calidad de ser humano, visible y patente en los pocos pero intensos momentos
que la ocasión nos brindó de departir en su compañía. Abundar en el significado
de su obra sería reiterar los tópicos que ya se han repetido en las
necrológicas y homenajes que se le han tributado, por lo que sería ocioso
recalar en ellos. Lo único que no debemos olvidar es cómo su literatura
inscribió en el imaginario de los lectores la bienhechora y fantástica idea de
una sociedad que ha llegado a armonizar sus aparentes contrastes, un país de
todas las sangres que alcanza por fin ese oasis de armonía, inclusión y
tolerancia, gracias al conjuro de una cabal comprensión de la aventura humana
abierta a todas las vertientes de la cultura, simbolizado mágicamente en el
arte –especialmente la música–, que se yergue en el gran catalizador de todas
las diferencias y en el signo mayor de la gran fraternidad universal.
Ese es el sentido trascendente del nombre poético
que eligió precisamente para conjugar la diversidad que nunca debe significar
separación ni distancia: Jauja, el país del mito y la historia, la utopía al
alcance de las manos, la Arcadia fundacional y real, la tierra bíblica que mana
leche y miel, el anhelado El Dorado de los conquistadores, la ciudad moderna
que puede ser la metáfora perfecta de la felicidad para los seres humanos ya no
más condenados a cien años de soledad.
Hasta siempre, maestro; los inmortales
viven más allá de las contingencias de la carne y el tiempo.
Lima,
7 de octubre de 2018.
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