sábado, 10 de abril de 2010

El anacoreta de Montilla

Llegó a España a la juvenil edad de 21 años, ilusionado con las promesas intelectuales de la vida en el Viejo Mundo, y esperanzado en un reconocimiento material, a que tenía derecho, por ser hijo de un soldado de la península que había combatido a favor de la Corona en las huestes conquistadoras de Francisco Pizarro.
Su padre le había dejado en herencia una pequeña suma de dinero para que pueda seguir sus estudios de clérigo en la madre patria. Batalló denodadamente en pos de sus derechos en medio de un entorno hostil que siempre lo segregó por su origen mestizo, un ser social y culturalmente híbrido que venía de los confines del Imperio y que se atrevía a reclamar algo que legalmente le pertenecía.
Sus ínfulas literarias de escritor en ciernes, su condición de hijo de español nacido en la periferia, de hombre de letras que podía codearse con el más pintado de la península, le granjeó una gratuita animadversión en una sociedad con fuertes tintes coloniales e imbuida de una sacrosanta misión evangelizadora.
Era oriundo del Cuzco, capital del Tahuantinsuyo, hijo de una ñusta o princesa inca y de un capitán español; deambuló por España tratando de hacerse un lugar y un nombre en la tierra de su padre, pero llevando en la memoria y en el corazón el esplendor y la magnificencia de la gloriosa civilización de los reyes Incas, su ancestros maternos.
Reclamó para sí, antes que el de las letras, el ejercicio de las armas como su primer oficio, pues había tenido ocasión de participar en algunos encuentros de esta naturaleza, peleando en los regimientos reales en contra de los moriscos, lucha que todavía en esos años se libraba en tierras hispanas como rezago tardío de las guerras de la Reconquista.
Luego del fracaso de sus primeros intentos de establecerse como funcionario de la Corte, y de sus mundanos anhelos de poder sobrellevar esa vida cortesana que le hubiera asegurado una posición de privilegio y un porvenir exento de sinsabores, una antigua y oscura vocación terminaría imponiéndose en su madurez. Es asumiendo esta primigenia fuerza de su espíritu que se entrega a la desafiante tarea de traducir del toscano un libro de talante filosófico neoplatónico: los Diálogos de amor, de León Hebreo. Sería su primer logro literario y su primera muestra de talento como elegante prosista que sus posteriores obras confirmarían.
Con la distancia de los años y de la geografía, se daría a recordar, con una nitidez sorprendente, el tiempo de su infancia vivida al lado de sus parientes maternos en el Cuzco. Los relatos que escuchó, maravillado y curioso, en las sobremesas de su casa en la ciudad imperial, a sus tíos y demás parientes, sobre los mitos, rituales, costumbres y antiguallas de los incas, le servirían para reconstruir, ahora, la historia de su linaje materno, encarnado en esos poderosos señores que erigieron un vasto dominio sobre un extenso territorio de la América del Sur, sometiendo a los distintos pueblos, curacazgos y etnias que poblaban estas comarcas desde tiempos remotos.
Fruto de esa paciente dedicación a reconstruir el pasado, serían esos portentosos libros que dejaría a la posteridad como testimonio de su interés por el destino de América, y de su afecto y apego por la cultura que mamó de la leche materna: La Florida del Inca y los Comentarios Reales de los Incas.
De esta forma, el cuzqueño que se afincó en la casa de un familiar de su padre en la ciudad cordobesa de Montilla, terminaría conquistando la propia metrópoli de la colonia, con las únicas armas de su pluma y de su ingenio sin par, dándose a conocer al mundo entero con el nombre más sonoro y más eufónico que cabe imaginar para un hijo de dos mundos: el Inca Garcilaso de la Vega. Nombre símbolo del laberíntico encuentro de dos visiones --diametralmente opuestas-- del mundo, hombre puente entre la fastuosa y refinada Europa, y la ubérrima y legendaria América, tierra del llamado Nuevo Mundo. Este 12 de abril se cumplen 171 años de su nacimiento.

Lima, 10 de abril de 2010.

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