En veintidós días --tantos como capítulos tiene el libro-- he leído, sumido en verdadero estado de trance hipnótico, la fascinante historia de Flora Tristán y de su nieto, Paul Gauguin, que Mario Vargas Llosa recrea en su espléndida novela El paraíso en la otra esquina.
Es mi método de lectura, cansino, moroso, demorado, hecho deliberadamente para prolongar un placer impagable. No concibo esas lecturas veloces y fulminantes, primero porque me parecerían una demostración de irrespeto por el autor, y segundo porque terminarían expeditivamente una ceremonia, un ritual más bien, que merece siempre la consagración de un tiempo singular.
La aventura vital y literaria de la escritora y activista política Flora Tristán, se alterna en la novela con la aventura artística y desaforada de Paul Gauguin, el pintor de lo exótico y lo paradisíaco. Ambos, insuflados de ese idealismo romántico, muy a tono con el siglo de las utopías, imbuidos por ese afán de pretender implantar en la tierra un edén real y concreto.
Si el idealismo de Flora es sobre todo social, el de Paul es existencial. Cuando ella emprende ese periplo agotador, y a ratos frustrante, por las principales ciudades francesas, sembrando sus novedosas ideas a favor de la igualdad de la mujer y en pro de los derechos de los obreros, ya había tenido que experimentar un matrimonio fallido --con violencia, secuestros y disparos incluidos--, además de un viaje esperanzador al Perú, la tierra de su padre, que concluyó en la mayor de las decepciones.
En el caso de Paul, igualmente, cuando decide huir de la Europa civilizada y burguesa, para instalarse en una de las islas de la Polinesia francesa, Tahití, buscando un mundo virginal, salvaje y puro, ya había pasado por un matrimonio anodino, un trabajo muy bien remunerado, pero insulso e incapaz de colmar los anhelos más personales del artista, y un escándalo en el que se vio envuelto a raíz de que su amigo, el pintor holandés Vincent Van Gogh, cometiera esa locura de cercenarse la oreja, preso de la desesperación al saber que Paul lo abandonaba.
Madame La Còlere y Koke --así eran conocidos en su entorno respectivo--, abuela y nieto, que no se conocieron físicamente, pues mientras ella moría en 1844, a los 41 años de edad, él recién nacería en 1848, estuvieron sin embargo unidos en esa odisea extraordinaria de una vida asaeteada de una y mil peripecias, contadas libremente, como en todo mundo novelesco, por un narrador que pasa sutilmente de la segunda a la tercera persona, en una demostración de pericia literaria en la que Vargas Llosa es un consumado maestro.
Con una obra escasa pero valiosa la primera, entre cuyos títulos destaca nítidamente el clásico Peregrinaciones de una paria y La unión obrera; y una obra copiosa y deslumbrante el segundo, cuyos cuadros llevan el nombre, sobre todo los de su segunda etapa, en lengua maorí --como por ejemplo las obras maestras Manao tupapau, Pape mae y ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?--, cada quien destacaría en lo suyo, ella como agitadora social y pionera de las reivindicaciones sociales de los derechos de las mujeres y de los obreros, y él como el abanderado de la pintura pos impresionista, precursor de las corrientes de vanguardia que en las primeras décadas del siglo XX renovarían la pintura contemporánea.
Los dos soñaron con mundos mejores, y lucharon por ello con lo que tuvieron a su alcance, hasta donde la vida les permitió, con una obstinación y un denuedo únicos. El paraíso que Flora se imaginaba tenía la forma de una sociedad más justa y más humana, donde las mujeres fueran iguales en derechos a los hombres, y donde los obreros alcanzasen una vida más digna y decorosa. El paraíso de Paul era más estético, un lugar alejado de los grandes destellos de la civilización, donde todo es artificial y corrupto, y más próximo a la vida natural de los salvajes y de los animales.
Por vivir obsesionados con sus propias utopías, y a pesar de que en vida no obtuvieron el reconocimiento que merecían, nuestros dos personajes son los más acrisolados ejemplos de una existencia volcada a la persecución de un sueño, a ese quimérico objetivo que hace de todo ser humano un ser histórico y trascendente.
Lima, 24 de abril de 2010.
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