Ha revivido una antigua discusión sobre las llamadas corridas de toros, un elemento de la tradición y la cultura de algunos países hispanoamericanos. La decisión del gobierno de Cataluña de prohibir legalmente la realización de este tipo de espectáculos ha levantado otra vez el polvo de la polémica. En ella se han involucrado importantes sectores de la intelectualidad española y latinoamericana, así como líderes políticos de todos los espectros ideológicos de ambas orillas del Atlántico.
La corrida de toros se introduce en España a comienzos del siglo XIX --cuando ya en toda Europa se habían abolido este tipo de espectáculos, al empuje de la Ilustración--, durante el reinado del “retrógrado y absolutista” Fernando VII, como dice el filósofo español Jesús Mosterín. Luego se impondría en estas tierras, que los europeos llamaron Nuevo Mundo, despertando con el correr del tiempo la ola de fanáticos y, paralelamente, detractores.
Un artículo del escritor peruano Mario Vargas Llosa, publicado el pasado 18 de abril en el diario El País de España, titulado Torear y otras maldades, no ha hecho sino avivar las llamas de un debate que siempre ha tenido enconados rivales, y donde se han exhibido con poca frecuencia razonamientos coherentes frente a una expresión cultural --en el sentido más amplio del término-- muy controversial. Sobre todo de quienes avalan estas manifestaciones de barbarie en tiempos de civilización, arguyendo para ello desde razonamientos que apelan estrictamente a la fuerza y el peso de la tradición, hasta supuestas motivaciones estéticas que son bastante discutibles y que caen, por el contrario, en racionalizaciones nada convincentes.
Es un sofisma perfecto afirmar, por ejemplo, como lo hace Vargas Llosa, que quienes tienen como parte de su dieta cotidiana algún producto de procedencia animal, están al mismo nivel ético de quienes gozan de una corrida de toros. Una cosa es alimentarse con la carne de ave, res o pescado, y otra, muy distinta, solazarse con el crudelísimo espectáculo del ensañamiento y tortura pública de un toro. Es decir, que quienes comemos la carne de cualquier animal, no hacemos por ello un espectáculo soez e impúdico con la muerte de los animales, así sean crustáceos, moluscos o cangrejos, que legítimamente preocupan al novelista.
Ampararse pues en la tradición, las costumbres, el arte y otras razones parecidas, no puede jamás justificar la masacre de estos pacíficos bovinos en los innumerables cosos diseminados por muchas ciudades de España y de algunos países de Latinoamérica, como Perú, Colombia y México. Como dice el profesor Mosterín: “lo que no justifica éticamente nada es que algo sea tradicional… De hecho, todas las salvajadas son tradicionales allí donde se practican”. Con argumentos endebles y razonamientos torcidos, se pretende consagrar una costumbre anacrónica y cruel, que a estas alturas de la evolución humana ya debería haber quedado en el pasado como una curiosa reliquia de su devenir.
El otro argumento esgrimido por los apologetas de dichas corridas es el de la libertad. Ellos tendrían, como cualquier ser humano, el derecho de disfrutar libremente de una tarde taurina, sin que nadie coacte esa su libertad de elegir con qué divertirse. Pero como dice Mosterín, este argumento está “basado en la incomprensión del concepto y en la ausencia de cultura liberal”. En efecto, nadie puede arrogarse el derecho de gozar con el sufrimiento y la muerte de otro ser vivo.
El otro soporte argumental acude al arte. Dice, extrañamente, Vargas Llosa: “para quien goza con una extraordinaria faena, los toros representan una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo”. ¡Tamaña audacia! ¿Qué enriquecedor puede ser la visión de la tortura de un ser vivo? ¿Cómo puede compararse el infinito deleite que nos proporciona la música, el teatro y la poesía, con la grosera complacencia de ver desangrarse a un animal en la arena, mientras un monigote enlucido hace pases amanerados que el vulgo celebra alborozado? Antonio Machado, el gran poeta español, afirmaba que la corrida no es “arte, puesto que nada hay en ella de ficticio o imaginado”.
Negarse a ver las mentadas corridas, no es de ninguna manera cerrarse ante la realidad de la muerte, como afirma ligeramente Vargas Llosa. No veo qué tiene que ver una cosa con la otra. La muerte es una realidad tan cotidiana, una presencia tan inmediata en nuestros tiempos, que no sé para qué inventarse una representación que nos salpique en la cara.
Si se suprimen las corridas, la violencia no se reorientará a ninguna parte, como teme el novelista, porque el ser humano no necesita ese aparejo sucedáneo para dejar de volcar, como siempre lo ha hecho, sus apetitos y sus ansias ingénitas de destrucción y agresividad, contra otro ser humano o contra la naturaleza. Inversamente, lo que abonan las llamadas corridas, es “la carencia de sensibilidad y el total desprecio por el sufrimiento de los animales”, como muy bien concluye el profesor Mosterín.
Estuvieron en contra de esta matanza los pensadores liberales de la Inglaterra ilustrada de hace 200 años, como el gran jurista y filósofo Jeremy Bentham, así como el ilustrado Melchor de Jovellanos. En los tiempos modernos, José Ferrater Mora era partidario de su abolición.
Llegará el momento en que se apruebe una Declaración Universal de los Derechos de los Animales, en cuyo primer artículo figurará como principio el derecho a no ser torturado.
Lima, 01 de mayo de 2010.
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