Los recientes atentados en el metro de Moscú han resucitado un viejo problema que, cada cierto tiempo, recrudece en la volcánica región --políticamente hablando-- del Cáucaso. Consternados aún por los 39 muertos y 73 heridos de las estaciones de Lubyanka y Park Kultury, los rusos son testigos y víctimas, después de 6 años, del violento accionar terrorista que ha golpeado el centro neurálgico de la capital.
Las primeras investigaciones apuntaban a los grupos insurgentes de la zona del Cáucaso norte, quienes habrían dado cumplimiento a una severa advertencia de uno de sus líderes, quien en meses pasados había declarado su objetivo de extender la lucha a las zonas urbanas de la ex república soviética, en plan de escarmiento o venganza por la muerte de Buriatskii, un importante jefe separatista checheno, exterminado en la llamada Operación policial de Ekáshevo (Ingushetia).
Casi simultáneamente, aparecía un vídeo en la red, donde el líder del autodenominado Emiratos Islámicos del Cáucaso, el escurridizo Doku Umarov, reivindicaba la autoría de los mismos y volvía a amenazar a la República Federal con próximos ataques, en evidente represalia por lo que los terroristas islámicos chechenos consideran un genocidio, perpetrado por las fuerzas represoras rusas, en contra de su pueblo.
Días después se lograba identificar a las dos atacantes, dos mujeres muy jóvenes, una de 17 y la otra de 20 años, viudas de dos terroristas chechenos abatidos hace poco por las fuerzas rusas. Y esto es lo realmente sorprendente en estos luctuosos sucesos, la participación de las “viudas negras”, esposas, hermanas o hijas de combatientes islamistas muertos en las guerras del Cáucaso, verdaderas kamikazes eslavas que, no temiendo inmolarse en aras de la causa independentista, desatan el pánico y la muerte en los lugares más inesperados de la que ellas consideran la nación opresora.
En conflicto de Chechenia es una de esas heridas abiertas de los tiempos modernos en materia de derechos humanos, en una región que a través de la historia a pasado por mil avatares en pos de conseguir una estabilidad que hasta ahora le ha resultado esquiva. Las últimas manifestaciones de esa grieta en el Asia han sido las dos guerras que desangraron las montañas caucásicas entre 1994 y 1996 y entre 1999 y 2002, que cobraron la pavorosa cifra de 150 mil muertos y que enfrentaron a las fuerzas separatistas chechenas con las todopoderosas tropas rusas, herederas del régimen soviético y que en tiempos de Stalin ya dieron muestra de su real poder al someter militarmente a ese pueblo hasta disolverlo en una diáspora humillante.
Existen dos antecedentes inmediatos de los sucesos trágicos en el metro moscovita: la captura por los insurgentes chechenos del teatro Dubrovka de Moscú en el año 2002, que terminó sangrientamente cuando el ejército intervino para rescatar a los rehenes; y el secuestro de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, en el año 2004, que igualmente terminó de forma trágica con la muerte de 335 personas, entre ellas 156 niños.
A pesar de haber declarado su independencia en 1991, en el año 2003 se celebró un referéndum sobre el estatuto de autonomía de la región, cuyos resultados, según el gobierno del Kremlin, arrojaron la inverosímil cifra del 96% de votos reconociendo a Chechenia como parte de Rusia. Sin duda que se trataba de una maniobra del presidente Vladimir Putin para justificar el statu quo de la república más rebelde y díscola que se ha enfrentado al poder ruso a lo largo de toda su historia.
Este viejo entredicho tuvo en el 2006 su expresión más mediática e individual, con el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya, quien era reconocida tanto en su país como en el extranjero como una de las personas que más sabían sobre la cuestión de Chechenia y los derechos humanos. Su muerte, que hasta hoy sigue impune, cubrió, con el ominoso manto del crimen, la verdad que iba aflorando en relación a la forma cómo las autoridades rusas habían enfrentado hasta ese momento la exigencia y la lucha independentista del pueblo checheno.
En 1996, el escritor y periodista español Juan Goytisolo, lió sus petates y se embarcó rumbo a la candente zona para rastrear, in situ, la naturaleza, las raíces y las implicancias de ese antiguo litigio. El resultado: 7 vibrantes reportajes que fueron publicados en el diario El País de España con el título de “Paisajes de guerra con Chechenia al fondo”.
Tras hurgar en los manidos clichés que han blandido el nacionalismo y paneslavismo más ortodoxos para enfrentar a los chechenos, a quienes califican de “bandidos”, “fanáticos”, “criminales” y “mafiosos”, como una forma de estigmatizarlos para hacer más excusable su actitud hacia ellos, Goytisolo nos recuerda algunos vestigios literarios que han abordado el tema, desde la novela Los cosacos de León Tolstoi, así como su obra Haxi Murad sobre la guerra del Cáucaso entre 1851 y 1853, pasando por Un héroe de nuestro tiempo de Mijaíl Lérmontov, hasta el polémico Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsin.
Repasa igualmente otros factores y condicionantes del conflicto, como el genocidio perpetrado por Yeltsin, el urbicidio del que es víctima Grozni o la presencia de las cofradías sufís, paisaje cultural que complejiza y hace casi insoluble una situación que mantiene en ascuas tanto a la nación rusa, como a ese levantisco pueblo que, como dice Tolstoi, reverdece como el cardo tenaz y no se rinde.
Pero es pertinente recordar también que los métodos violentos nunca han sido el mejor camino para encontrar la solución de los problemas, pues como dice Octavio Paz “el terrorismo es el tiro por la culata de la desesperación”, una opción finalmente suicida y a la larga inútil.
Para concluir, una cita oportuna de Krishnamurti: “Mientras haya una frontera, ya sea nacional, económica, religiosa o social, es un hecho evidente que no puede haber paz en el mundo”.
Lima, 03 de abril de 2010.
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