Ha causado honda consternación en toda Latinoamérica, el pérfido asesinato de uno de los personajes más queridos del mundo de la música: Facundo Cabral, ese trovador argentino que ha recorrido casi todo el mundo con su voz inconfundible y su prédica singular. En azarosas y aciagas circunstancias, ha sido acribillado inmisericordemente en las calles de Guatemala cuando se dirigía del hotel al aeropuerto acompañado por quien era, al parecer, el objetivo verdadero de ese ataque criminal.
Facundo Cabral, “el más pagano de los predicadores”, “el vagabundo de primera clase” -como gustaba decir de sí mismo-, el ser humano maravilloso, el tipo extraordinario, el hombre que con su guitarra a cuestas era todo un símbolo del canto de más raigambre testimonial por estas comarcas, ha sido violentamente expulsado de este mundo por las balas asesinas de una banda de forajidos sin nombre que le han ocasionado la muerte.
El exponente más alto de lo que se conoce como música de autor, con sus eternas gafas de sol y sus uniformes trajes vaqueros, sencillo como el que más, con la modestia infinita de los grandes y el talento certero de los auténticos creadores, ha acabado su vida de la forma más inicua, a manos de esos cuatreros de la mafia que han convertido el territorio centroamericano en la versión grotesca de uno de los círculos dantescos.
Parece mentira, como si viviera una cruel y larga pesadilla, que una gavilla de delincuentes nos haya privado para siempre de tenerlo entre nosotros, deleitándonos con sus canciones y enriqueciéndonos con sus largos monólogos, llenos de anécdotas sabrosas y de chisporroteante buen humor. Mas, al recordarlo en cada momento de sus presentaciones y conciertos, al escucharlo en sus decenas de grabaciones, al imaginarlo en ese espacio encantado que ahora es su morada, podemos repetir con el memorable verso de Alejandro Romualdo: ¡Y no podrán matarlo!
No podrán matar a quien nació para la inmortalidad, a quien se ha labrado con su arte el camino seguro de la posteridad, a quien seguirán escuchando y adorando generaciones sucesivas de hombres y mujeres movidos por esa fina sensibilidad que el trovador sabía despertar. No podrán matar al cantautor genial, al poeta esencial, al filósofo itinerante, al pensador agudo y al predicador libre que ya ha ingresado al panteón sagrado de los inmortales.
Nunca hubo mejor matrimonio entre el pensamiento y la música, entre la reflexión filosófica y la intensa melodía, entre el testimonio vital y la prédica de un cristianismo primitivo, entre el hombre y la guitarra, que en los versos de las cientos de composiciones de este artista fidedignamente original y único.
El hombre que tuvo, desde antes de nacer, una vida señalada por el hado oscuro de la tragedia, logró transmutar una existencia plagada de sinsabores y desgracias, en una luminosa estela de creaciones y bellezas artísticas, gracias a esa fe incontrastable que supo inocular en él aquel sabio menesteroso que le reveló un día el Sermón de la Montaña.
Pero gracias también a ese regalo celestial que recibió cuando a los catorce años aprendió a leer, y le fue descubierto el fascinante y deslumbrador mundo de los libros, de cuyos autores se volvió en ese instante compañero inseparable, ávido discípulo y complacido lector. Con todos ellos fue elaborando su propio mensaje vitalista hasta la médula, sus palabras cargadas de esperanza y optimismo, una prédica que solía siempre empezar con una buena noticia: la de la vida.
“Hay tantas cosas para gozar y nuestro paso por la Tierra es tan corto, que sufrir es una pérdida de tiempo”, decía este maestro consumado en el arduo y delicado arte de vivir, este artista cabal que sólo transmitió paz y belleza, sabiduría y emoción, calor humano y ganas de seguir viviendo, o sea, de seguir gozando, que es una manera de entrar en contacto con la divinidad.
Nadando a contracorriente, lejos de los lugares comunes, libre de las convenciones anodinas, ajeno a los mandatos sacrosantos del mercado, enemigo de la estupidez y del fanatismo, Facundo Cabral fue y es el símbolo del hombre auténtico, del artista insobornable, que nos deja una obra valiosísima, una obra donde aletea la magia de la poesía y la rotundidad del pensamiento, el misterio de la palabra y la gracia bienhechora de la música, todo en una feliz comunión de hermandad universal, dicho con la voz providencial de este admirador de Jesucristo y Buda, de Whitman y Borges, de Krihsnamurti y Juan el Bautista, de Confucio y Lao Tsé.
Larga vida para este exponente magistral de las verdades fundamentales, para este increíble, insuperable filósofo del canto.
Lima, 15 de julio de 2011.
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