La
publicación de El héroe discreto
(Alfaguara, 2013), reciente novela del Nobel peruano Mario Vargas Llosa ha
suscitado una larga lista de comentarios, reseñas y recensiones que más o menos
coinciden en lo esencial, con ligeros matices en los juicios que los críticos
asumen desde su particular punto de vista. Para algunos, los seguidores
incondicionales del escritor, se trata de una obra que confirma la maestría
narrativa de quien hace apenas unos años fuera reconocido internacionalmente
con el máximo galardón de las letras. Para otros, sus acérrimos impugnadores,
es la demostración palmaria de su crepúsculo creativo.
Lo curioso es que ambas posturas muy bien
pueden estar poseídas de razón, no excluirse necesariamente, pues la lectura de
la misma nos seduce precisamente por esa destreza del narrador, adquirida con
los años y la práctica, para entregarnos una historia, o unas historias mejor
dicho, que nos mantienen en vilo, estrategia tomada de las que usan los
productores de la radio y la televisión para sus creaciones -los afamados culebrones-, que tanto encandilan al
público latinoamericano.
Pero es consenso general que no estamos,
claro está, frente a una de las grandes ficciones del novelista arequipeño, a
esas portentosas arquitecturas verbales que nos ha dejado a lo largo de su
trayectoria, como Conversación en La
Catedral, La guerra del fin del mundo
o La fiesta del chivo, por
mencionar sólo algunas. Es más bien una obra discreta y menor entre la vasta
producción del autor que abarca, entre novelas, ensayos y piezas dramáticas,
más de medio centenar de títulos. Pues lo cierto es que la discreción es una
virtud cuando se trata de una cualidad de la persona, pero no cuando se trata
de una obra de arte.
En esa estructura binaria que ya ha usado
numerosas veces, Vargas Llosa narra dos historias que corren paralelas hasta
que en un punto se tocan, trenzándose luego para precipitarse en un final
común. La azarosa peripecia vital del piurano Felícito Yanaqué, un exitoso empresario
transportista, dueño de una flota de camiones y ómnibus, que no sucumbe al
chantaje de la mafia, que quiere convencerlo de pagar un cupo para su
seguridad, se cruza con la tortuosa existencia del empresario limeño Ismael
Carrera, desilusionado de sus hijos que sólo buscan su fortuna, que termina
casándose con su sirvienta Armida en un intento de arruinarles la codicia a sus
ambiciosos descendientes.
De por medio está, como es habitual en el
mundo novelesco de Vargas Llosa, la presencia de pequeños guiños o golpes de
efecto para atrapar el interés del lector, como el fallido aquel de las
apariciones fantasmales que cuenta Fonchito, ante el desconcierto y la
preocupación de don Rigoberto y de Lucrecia, la madrastra ya conocida de otras
historias. Esto último marca también el retorno de conocidos personajes de la
ficción vargasllosiana, como el sargento Lituma, la Chunga, los Inconquistables
y los ya referidos Fonchito, Rigoberto y Lucrecia.
Por lo demás, hay un aspecto de la novela
que me subyugó desde que lo leí, y que me sigue rondando como uno de esos
hallazgos que no por conocidos y cercanos a muchos de los mortales, dejan de
ser reveladores cuando se los menciona en un contexto como el de una obra de
ficción. Se trata del concepto aquel que utiliza don Rigoberto para separar su
apacible vida doméstica del asalto externo de la barbarie: los “espacios de
civilización”. En efecto, cada persona es capaz de erigir en su ámbito privado,
alejado del mundanal ruido y de la prosaica vida de la urbe, una pequeña isla
personal donde imperen el buen gusto, la calidad estética y la alta cultura,
eligiendo con suma exquisitez desde la música que uno desee escuchar, los
grabados o cuadros que apetece observar, las películas que elegimos por placer,
las lecturas y los autores que nos placen frecuentar, hasta los silencios y las
pausas entre una actividad y otra.
Mucho me temo, sin embargo, que muy pocos
serán los seres que están verdaderamente dotados para el pleno disfrute de
momentos así, pues es de sobra sabido que en tiempos como éste, regido por una
cultura que privilegia el entretenimiento barato, el gusto fácil y el
aguachirle de los productos del arte contemporáneo, son escasos quienes pueden
elevarse hacia las cumbres de las más excelsas creaciones del espíritu humano.
En suma, el libro nos proporciona un
agradable momento de divertida lectura, tampoco pretende más. Mas es posible,
si uno aguza un poco la mirada, sacarle algunas perlas que motiven reflexiones
más profundas sobre los más diversos aspectos de la aventura existencial del
hombre.
Lima, 15 de
octubre de 2013.
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