sábado, 1 de junio de 2019

El tercer oído


    Es evidente que en materia de gustos artísticos, sean éstos poéticos, pictóricos o musicales, sólo por mencionar algunos, existe una amplia variedad de pareceres y puntos de vista, de atracciones y repulsiones, de pasiones y rechazos que hacen de esa vivencia humana una de las más controvertidas, polémicas y discutibles. Sin embargo, también es cierto que todos debemos partir de ciertos estándares mínimos de aceptabilidad, para no hablar todavía de calidad, si queremos ponernos a debatir seriamente sobre la apreciación estética de las obras que el ser humano ha fraguado a lo largo de la historia en todas las artes.
    Me vienen a cuento estas reflexiones ahora que acabo de leer un artículo de la periodista y bloguera cubana Yoani Sánchez, publicado en diciembre del año 2016 y que sorprendentemente no lo conocía, titulado “Reguetón, la música de la realidad”, donde explicita varios tópicos referidos a dicho género musical –no hay más remedio que denominarlo así– que me han resultado, francamente, chirriantes. No voy a discutir la figura y trayectoria de la autora, por demás respetable, sino circunscribirme a un aspecto que desde hace mucho tiempo es el objeto de mis cavilaciones, búsquedas, investigaciones y, sobre todo, apasionadas vivencias: el gusto musical.
    Lo primero que salta a mi vista es el muy dudoso criterio de la cantidad cuando se trata de argumentar a favor o en contra de un elemento de la realidad, especialmente en este asunto de la música, al afirmar por ejemplo que la repulsa que ha recibido una canción muy sexista de un intérprete colombiano “se disuelve en los 200 millones de reproducciones que exhibe el videoclip en You Tube”. Pero, ¿desde cuándo el argumento de la cantidad valida un producto artístico? Si la discusión se mantiene en el terreno de lo comercial, es otra cosa, mas si prima, como debe ser, el criterio estético, qué puede importar así lo vean todos los habitantes de la tierra, cuando el producto es deplorable no sólo por el mensaje que transmite, sino por la forma que adopta, que en música casi lo es todo.
    Llega a llamar una cosmogonía al ritmo de marras, es decir, equipara la crudeza y lascivia de sus letras con la mirada que han esbozado las filosofías ante el mundo y sus avatares. Pues claro que importa si gusta o no, y si bien no hay manera de taparse los oídos y obviarlo, sí hay formas de combatirlo y desbaratarlo, desnudando sus miserias y sus sordideces desde la educación musical y el refinamiento de los gustos. Tal vez una ímproba tarea, pero necesaria y fundamental si queremos afianzar una cultura de calidad en nuestras tan vapuleadas sociedades. Como dice el paleoantropólogo español Juan Luis Arsuaga: “Apreciar la belleza es una cuestión de educación y sensibilidad. Busque lo que es bello en la vida. Hay mucha belleza”.  
    Qué pena que piense que sólo comprendiendo los códigos del reguetón puede uno comunicarse con los jóvenes, y no se trata de minimizarlo ni censurarlo, sino de desenmascararlo, operando sobre él una verdadera vivisección para exhibir ante ellos su marrullera procacidad y su indigencia musical. Ahora, no creo que exprese la rebeldía como dice Sánchez, pues si algo expresa ese engendro ruidoso es la torpeza hecha sonido y la bajura como bandera pretenciosamente contestataria. En cuanto a su duración, tengo la esperanza de que no sobrevivirá por mucho tiempo, pues como dijo Raphael, es sólo cuestión de moda.  
    El paralelo que establece entre un Víctor Jara y un Silvio Rodríguez con un tal Don Omar y otros dos cubanos es verdaderamente ofensivo, tanto para el legado musical de esos dos gigantes de la canción latinoamericana, como para quienes seguimos siendo fervientes seguidores de un género que, como en el caso de la trova, ha dado auténticas joyas musicales al acervo cultural de nuestra patria grande.
    Comparar el reguetón con la papa domesticada del altiplano es otro desliz de la bloguera, y ni tarde ni temprano terminaremos aceptándolo ni menos bailándolo, como sí hemos degustado y valorado nuestra deliciosa papa andina. No hay nada de fatalidad en que su nacimiento en el Nuevo Mundo nos obligue a considerarlo como la expresión más emblemática de estas tierras, pues definitivamente no posee las más mínimas condiciones para erigirse en representativa de lo mejor de nuestra tradición musical.
    Hacer la apología de esos ídolos de plastilina que son los reguetoneros, que “dictan moda, costumbres y maneras de decir”, no los vuelve en referentes de adolescentes cuyas apuestas musicales y artísticas transitan por otros senderos; y así vendan más discos por sus inmersiones manieristas en los abismos del exceso y la desfachatez, o los cite circunstancialmente un expresidente como Obama, o lo bailen todas las clases sociales, eso no les otorga ningún pasaporte de perdurabilidad, ni menos valida un aporte a la música que están a años luz de conseguir.
    Por último, pretender hacer del reguetón una lengua franca, al nivel de lo quiso ser el esperanto o lo que es el código html, no pasa de ser un exceso de la que cualquier melómano se siente indigno. Pero donde raya el disparate absoluto es al calificarlo de “antídoto contra el malestar de la cultura”, cuando es precisamente la expresión de ella, la mayor y maligna excrecencia de una época de baja cultura que ha terminado consagrando la bagatela y la bazofia, la marranada y la vulgaridad, la chabacanería y el mal gusto en materia musical.
    Parafraseando al grandísimo filósofo alemán Friedrich Nietzsche, voy a concluir afirmando: ¡Qué martirio es para quienes poseen un ‘tercer oído’ la audición de apenas unos segundos de esa intragable mescolanza de sonsonete y coprofilia que se llama reguetón! ¡Qué fastidio detenerse al borde de ese pantano lentamente removido de sonidos que brotan del miasma y la podre de lo más desagradable y ofensivo para el olfato del espíritu! 

Lima, 1 de junio de 2019.

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