Varios acontecimientos de los últimos
tiempos permiten girar la vista con cierto detenimiento al panorama político
que presenta el Viejo Continente, a partir, especialmente, del recrudecimiento
de los movimientos de ultra derecha que empiezan a tomar forma en los
principales países de la Unión Europea, en una dinámica que tiene también su
correlato en otras latitudes, como es el caso de América, donde dos de los más
importantes países del continente son gobernados por líderes políticos de esa
tendencia. Uno de ellos, Donald Trump, en los Estados Unidos; y el otro, Jair
Bolsonaro, en el Brasil. Con las consecuencias que ya todos vemos por estos
días.
Pero volviendo a Europa, dos hechos
cruciales de las últimas semanas confirman un fenómeno que viene creciendo con
una fuerza que ha despertado legítimamente las alarmas de los sectores
democráticos en sus respectivos países. El primero, acaecido a fines de abril,
con las elecciones españolas, ha visto por primera vez insurgir en el espectro
político ibérico a un partido que se reclama en la práctica heredero de las
fuerzas más oscuras de la tradición hispana. El partido de ultra derecha VOX
representa sin una pizca de duda al franquismo redivivo, al fascismo de pelaje
gris que colorea diversas regiones del mapa político europeo. Si bien en dichos
comicios el PSOE ha obtenido la mayor votación, VOX ha conseguido un
significativo número de representantes al parlamento, los primeros que consigue
la extrema derecha en un país que parecía inmune a los populismos de esa
estirpe.
El segundo ha tenido lugar a comienzos de
mayo, cuando en la ciudad italiana de Nápoles, el líder de la Liga,
vicepresidente y ministro del Interior Matteo Salvini, ha logrado congregar a
los más conspícuos representantes de la extrema derecha europea, con la única
excepción de la francesa Marine Le Pen, pero cuyo partido ha estado presente en
la cita que ha servido para trazar estrategias que han de seguir al unísono
estas fuerzas retrógradas en diversos aspectos de la problemática de la Unión, especialmente
con respecto a la inmigración, álgido asunto que ha puesto en tela de juicio la
esencia misma del proyecto comunitario, por las desinteligencias mostradas en
el liderazgo de su gestión y por la férrea oposición de los gobiernos a cuya cabeza están políticos que
defienden la xenofobia y la discriminación.
El caso de Hungría es perfectamente
conocido, siendo la visita reciente de su presidente Viktor Orbán a la Casa
Blanca, donde fue recibido por su homólogo y modelo político Trump, la imagen
que mejor ilustra estos tiempos que corren, dominada por figuras que han
resucitado una ideología que hace cien años exactamente irrumpió en una Europa
que acababa de salir de una cruenta guerra que asoló el Viejo Mundo por cuatro
largos y atroces años. La marcha sobre Roma, en l922, con Mussolini a la cabeza
y sus camisas negras de cuerpo de choque, fue la génesis de uno de los
totalitarismos más revulsivos y nefastos de la historia, que tuvo su clímax en
el nazismo de Adolph Hitler en la Alemania de los años treinta.
Lo mismo pasa en Holanda, en Polonia, en
Austria, en Francia, en la mismísima Alemania, donde la bestia negra del
fascismo alza su hocico feroz amenazando con su aliento mefítico a las
pacíficas sociedades democráticas de occidente con instaurar una era de terror,
persecución y oscurantismo como no se conocía desde hace casi un siglo. Esto no
nos debe hacer olvidar, por supuesto, el clima social y político, los avatares
económicos que han incubado al nuevo monstruo, responsabilidad que deben asumir
quienes no han podido estar a la altura de los desafíos contemporáneos en la
dirección y sostenimiento del proyecto comunitario, que sin duda es uno de los
resortes fundamentales para el establecimiento de una sociedad igualitaria y
justa, la más avanzada civilización sobre la faz de la tierra.
Sin embargo, las crisis económicas, los
desajustes sociales, los problemas financieros de la deuda, la migración, el
absurdo Brexit y otros que enfrenta
la Unión Europea desde hace una década, no pueden justificar jamás una respuesta
de este tipo, que signifiquen el encumbramiento de fuerzas destructivas que
vayan a socavar los cimientos sobre los que se ha erigido el edificio
comunitario, atentando contra los principios democráticos y sus políticas de
asistencia y solidaridad que han llevado adelante un estado de bienestar, que
aparentemente empieza a resquebrajarse, quizás, pero que exige salidas más
inteligentes y mesuradas que aquellas que propone el populismo cerril y crudo
de los nacionalismos a ultranza y los fascismos resucitados.
Tres hechos finales que terminan
de configurar esta peliaguda escena son, en primer lugar, la crisis política en
Austria, con la renuncia del vicepresidente Heinz-Christian Strache, envuelto
en una trama de corrupción al revelarse unos vídeos donde transa acuerdos
ilícitos con la hija de un magnate ruso. Con él también se han ido los
ministros del partido de ultraderecha FPÖ, miembro de la coalición de gobierno
con el ÖVP del primer ministro Sebastian Kurz, quien de inmediato ha convocado
a elecciones anticipadas. El segundo acontecimiento ha sido la dimisión de la
primera ministra inglesa Theresa May, al fracasar su plan de salida de la Unión
Europea, lo que agrava el panorama en el Reino Unido con respecto a las negociaciones
por el Brexit; y finalmente, las
elecciones al Parlamento Europeo, donde a pesar del crecimiento de los partidos
euroescépticos y conservadores, los proeuropeos todavía son mayoría, resultado
que puede dar un respiro momentáneo a los defensores de la Unión, pues lo
fundamental es abocarse ahora a la reconstrucción del tejido comunitario para
que siga siendo la gran alternativa hacia la consolidación de una Europa auténticamente
democrática y ejemplar como modelo de sociedad.
Lima,
26 de mayo de 2019.
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