En las elecciones más reñidas de que se
tengan memoria en las últimas décadas, el organismo electoral ha dado
finalmente su veredicto, después de angustiosos días en que el electorado vivió
en ascuas esperando el único resultado que nos salvara de la ignominia y la
indecencia: La derrota de la candidata del fujimorismo, cuyo triunfo hubiera
significado para el Perú un clarísimo retroceso en términos políticos para la
democracia y en términos éticos para la sociedad.
Luego de confirmado el triunfo del otro
candidato, quien por cierto hizo una campaña sosa y desangelada, pero que la
gran ola antifujimorista de las últimas semanas logró revertir en su favor, las
huestes de la pandilla naranja quedaron mudas de espanto, algo que ya se había
prefigurado ante el anuncio de los primeros resultados el mismo domingo al
cierre de la votación, cuando un comentarista de televisión, de clara
inclinación fujimorista, quedó petrificado en el plató, ante la inquietud y
preocupación de sus colegas que optaron por dejarlo respetuosamente en su sopor
postraumático.
La candidata perdedora, sumida en el
silencio luego de perfilarse las tendencias en el conteo oficial de los votos,
salió para decir que esperaba los resultados finales una vez resueltas las
impugnaciones, negándose a reconocer la evidencia de cómo una vez más el pan se
le quemaba en las puertas del horno, tal como le sucediera literalmente, con un
agudo sentido de la profecía, en la mañana misma de las elecciones en los
huachafos y exhibicionistas desayunos electorales, ante la mirada curiosa de
los familiares y periodistas que la rodeaban.
Inmediatamente los fujitrolls inundaron las redes sociales con sus vulgares mensajes
de descalificación y ninguneo, encumbrando a su lideresa cual heroína griega
que se hubiera enfrentado sola a todos los dioses del Olimpo. Porque la verdad
fue precisamente la contraria, que solo la unión de todos los ciudadanos que
creemos auténticamente en la democracia, más allá de banderías políticas e
ideologías, pudo salvar al Perú de caer en las garras de una banda de mafiosos
que en la década infame de los noventa camparon a sus anchas destruyendo todo
lo que de decente y civilizado quedaba aún.
Pero la imagen que graficó en su real
dimensión la catadura moral del fujimorismo fue su presentación ante la prensa
una vez que los resultados ya eran irreversibles. Acompañada de toda su bancada
electa, la Sra. Fujimori leyó un discurso plagado de mentiras y de
mezquindades, demostrando su absoluta carencia de talante democrático,
achacando a sus opositores la culpa de su derrota, enrostrando a las
autoridades su parte en el desaguisado, y lanzando irónicas frases de éxito
para el futuro gobierno, en medio de gestos ambiguos y sonrisas impostadas.
Como si la investigación por delitos de lavado de activos de su brazo derecho
Joaquín Ramírez, encabezada nada menos que por la DEA, o el burdo intento de su
candidato a la vicepresidencia José Chlimper de manipular un audio con el fin
de desacreditar a un testigo de los turbios manejos del anterior, no fueran
suficientes razones para dudar de los buenos deseos de cambio expresados por
sus voceros. Es por eso que la frase de Pedro Pablo Kuszynski al final del
último debate sonó providencialmente lapidaria: “Tú no has cambiado Pelona”.
El país se ha salvado esta vez por un
pelo, gracias a la comunión de fuerzas de todas las tendencias que creen en los
valores de la democracia y los derechos humanos –especialmente destacable fue
la posición del Frente Amplio y de su lideresa Verónika Mendoza, demostrando
una madurez política sin precedentes–, mas hay algo en lo que no deberíamos
bajar la guardia: el monstruo está instalado en nuestro sistema político,
tenemos que convivir con él, debemos hacerle frente con las armas que nos
franquea la ley y el derecho, arrinconarlo para que en cinco años no vuelva a
amenazarnos como ahora. Porque es innegable que su presencia nos va a acompañar
por buen tiempo, y si no sabemos hacer bien las cosas, es muy probable que en
la próxima ocasión pueda alcanzar lo que tanto tememos. La tarea es ardua, y si
hoy nos ha salvado el sistema inmunológico del país, es decir el voto
antibiótico, como bien lo dijo el periodista César Hildebrandt, quizás en la
próxima oportunidad ello no baste, pues la bestia se habrá hecho
inmunorresistente y avasallará implacablemente el organismo nacional.
El próximo gobierno que se instalará el 28
de julio, a pesar de ello, no nos deja abrigar mayores esperanzas, pues en lo
esencial mantendrá las estructuras de política económica que han estado
vigentes durante estas últimas décadas, ensanchando las brechas de la
desigualdad social y manteniendo casi inalterados los abismos de injusticia en
la distribución de la riqueza que han perjudicado a las mayorías de nuestro
país. Es decir, el modelo seguirá invariable, tal vez con algunos retoques
cosméticos que le den otro cariz, pero de ningún modo un cambio sustancial que
es lo que de verdad necesitamos. Sin embargo, el peligro mayor ha pasado, pues
con este nuevo gobierno de derecha se podrá por lo menos dialogar, además de no
tener un historial de crímenes y latrocinios como impúdicamente exhibía el
fujimorismo de siempre, y que le ha significado, para beneplácito del país, una
nueva derrota en las urnas. A ver si esta vez aprenden que la soberbia y la
autosuficiencia no son las mejores consejeras.
Lima,
18 de junio de 2016.
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