viernes, 3 de junio de 2016

Una madre espera la muerte

     Al internarse en el mundo de William Faulkner, se siente esa atmósfera típica del misterio y oscuridad que rodean los comienzos de sus historias. Las voces múltiples surgen nuevamente para narrarnos, desde sus diversos puntos de vista, la misma trama. Es lo que sucede en Mientras agonizo (1930), donde Darl, Cora, Jewell y Cash, van alternando sus registros orales en torno al trabajo de este último, que batalla con afán en la confección de un ataúd. Después se irán sumando otras voces, otros ámbitos, que nos darán diferentes perspectivas del único suceso de la novela: la agonía de Addie Bundren, y su deseo inaplazable de ser enterrada en Jefferson, su tierra natal.
     Una madre espera la muerte observando cómo su hijo mayor, Cash, sierra los tableros y clava los clavos de su caja definitiva. Mistress Bundren, la moribunda, a quien los suyos apenas soportaban, según la indiscreta confesión de Cora, contempla su próximo fin mientras sus hijos y Anse, el marido, están en lo suyo. El padre masticando su tabaco en el porche, Dewey Dell abanicándola, y Vardaman, el hijo menor, ha cogido un pez grande que trae a casa ensangrentado y cubierto de polvo.
     Anse llama al médico, Peabody, como nunca lo había hecho, quien sube hasta lo alto de la montaña donde viven los Bundren, asido a una soga que sostiene Anse. Addie muere ante la atónita mirada de Anse y Dewey Dell, mientras Cash sigue serrando en la noche y Vardaman ha corrido a llorar al establo, junto a los caballos y la vaca, a la par que acusa al médico de haber matado a su madre. Es la visión del niño que, en medio de su esquematismo, reduce las cosas a una interpretación binaria del mundo.
     En un ambiente imantado de sombras, los Bundren asumen, cada quien a su manera, la muerte de Addie, así como también lo hace Tull, el esposo de Cora. Mientras Addie agoniza, transcurre la monótona vida campestre, y cuando exhala el último suspiro, todos los afanes se trasladan al cuidado de su entierro y sepultura, sobre todo para cumplir su último deseo de ser llevada a Jefferson. El padre y los hijos sacan la caja y la llevan cuesta abajo. Esta se desliza debido a la desesperación de Jewell.
     La travesía de la familia hacia Jefferson, llevando el ataúd con la difunta, está salpicada de anécdotas e incidentes. En el camino se detienen en lo de Samson, quien les brinda posada, pero ellos prefieren arreglárselas solos, pues son muy orgullosos. “Con las mujeres, nunca se sabe por dónde van a salir”, reflexiona Samson ante la actitud que observa en el grupo de parte de una de ellas. Varios puentes habían sido llevados por la riada, por lo que llegar a Jefferson será para los Bundren una auténtica odisea.
     Al cruzar el río se hunde el ataúd de la madre, y hay un estrépito de gritos, carros volcados y patas de caballos y mulas al aire, tironeados por la desesperación de no perderla. Al fin la recuperan, no sin un despliegue de ímpetus denodados por lograrlo. Asimismo, Jewel y Vernon rescatan las herramientas de Cash, quien a su vez queda malherido.
     El monólogo del reverendo Whitfield es conmovedor, confesando el engaño que perpetraron con Addie en contra de Anse. Los zopilotes sobrevuelan el ataúd. Después de ocho días de camino, el cadáver hedía y espantaba a la gente del pueblo. Las mulas se habían ahogado; el granero se incendia y Jewel salva el ataúd de en medio de las llamas. El pie y la pierna de Cash se iban ennegreciendo; Darl ha enloquecido y se ha marchado en tren a Jackson; el padre se ha puesto la dentadura que tanto ansiaba, y ha presentado a sus hijos a la nueva señora Bundren. Esta vertiginosa sucesión de acontecimientos desembocan en el epílogo de una historia que está saturada de interrogantes y certezas crudas, de escenas enrarecidas por el enigma de los hechos y por sucesos impregnados de una apabullante realidad. Una genuina joya literaria.

Lima, 9 de febrero de 2016.

     

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