Ante la proximidad de la segunda vuelta
electoral, que definirá al ganador de la Presidencia de la República para el
periodo 2016-2021, es urgentísimo advertir sobre el mayor peligro que se cierne
sobre la democracia peruana, si la candidata de la dictadura y de la corrupción
se ciñe finalmente con la banda presidencial este 28 de julio.
El fujimorismo es una enfermedad endémica
de nuestro cuerpo político, una suerte de cáncer contraído por el organismo
nacional en los azarosos años 90, a consecuencia quizás de ciertos desórdenes
en la vida económica, social y política del país.
Votar por K. Fujimori, elevarla o
encumbrarla a la Primera Magistratura de la Nación es infligirse,
autoinfligirse mejor, uno de los agravios morales más ominosos como sociedad,
como colectividad; es ignorar con clamorosa impunidad todo lo que significó el
régimen putrefacto de su padre, al que ella sirvió y perteneció, y del cual
nunca ha hecho un claro deslinde.
El Perú es un país enfermo, moral y
mentalmente, por lo menos en ese porcentaje inamovible de la población que
avala la candidatura de quien representa el trauma más sangriento de la década
final del siglo XX; y que se apresta a otorgarle el triunfo a la hija de su
violador, simbólicamente hablando. Es decir que, dejándose seducir por
caramelos y chocolates –léase dádivas–, se va a entregar nuevamente al verdugo
que le infligió el mayor daño moral y psíquico como comunidad.
Ese cáncer que creíamos curado con las
laboriosas quimioterapias del 2000, ha vuelto a rebrotar más furioso y
destructor que nunca, haciendo metástasis.
¿Es éste un país o una horda de insolentes
desmemoriados? ¿Cómo podemos interpretar el hecho evidente de que el
congresista más votado sea el hijo del ladrón, cuando hace apenas unas décadas
lo era Luis Alberto Sánchez? ¿Hasta qué cimas de deshonra y estulticia nos ha
llevado esta gangrena viscosa e infecta?
Lo que está en juego es el destino ético
de nuestro país, que un probable retorno de esa banda de forajidos, que pisotearon
todo lo decente durante la década infame, podría terminar convirtiendo en una
auténtica satrapía regida por una dinastía purulenta y rebelde.
¡Por la puerta grande saldrá el mandamás!,
vocifera una de sus adeptas; ¡no necesitamos negociar con la oposición!,
pregona uno de sus más cerriles voceros; es decir, ese desprecio congénito por
la democracia y todos aquellos valores que encarna un genuino estado de
derecho. Se volverán a zurrar en las normas y las leyes. ¿Acaso nadie recuerda
lo que sucedió con el Poder Judicial, por poner un ejemplo, en los años turbios
del régimen del oprobio? La ignominia toca nuestras puertas, y una mayoría de
peruanos se apresta a darles la bienvenida a sus propios verdugos.
Las últimas revelaciones de claros nexos
con el narcotráfico de su secretario general, no sorprenden a quienes están al
tanto del sucio historial de esa agrupación en las redes criminales del tráfico
de drogas, desde cuando alias “asesor”, gemelo moral del dictador, hacía de las
suyas desde los reductos mafiosos del servicio de inteligencia, en tratos
delictivos con los abastecedores de los cárteles de la droga que pululaban por
nuestra Amazonía. Es casi seguro que la nefanda alianza de la corrupción y el
crimen celebrarán sus saturnales de llegar al poder la hija del déspota.
Qué explicación podemos encontrar para
esta deriva autoritaria y delincuencial del poder que la misma población
peruana parece dispuesta a consentir sin el menor empacho. Algo no hemos hecho
bien para que en estos tres lustros de recuperación de la democracia, hayamos
ido cayendo de mal en peor, eligiendo cada vez a lo que con depurado eufemismo
llamamos mal menor, hasta llegar al mismo borde del abismo, donde a todas luces
terminaremos escogiendo al peor de todos los males, a sabiendas o atrapados en
la más cruel inocencia política de todas las que existen.
¿Qué perverso gen anida en nuestro ADN
nacional para lanzarnos voluntaria y decididamente en manos de la canalla y el
lumpen disfrazados de dirigentes políticos? Que algún psicoanalista o psiquiatra
nos ayude a descifrar este enrevesado entramado que nos pone al límite de los
valores que la ética y la civilización encarnan.
Lima,
28 de mayo de 2016.
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