Un profesor peruano, empleado como
corrector de estilo para la agencia china Xinhua, es testigo de un hecho
histórico que marcaría las postrimerías del siglo XX: la revuelta de los
estudiantes chinos en la famosa Plaza Tian’anmen de Beiging. Alrededor de este
núcleo temático se desarrolla la trama de Los
eunucos inmortales (Lima, 1995), probablemente la obra mayor del escritor
arequipeño Oswaldo Reynoso.
Al inicio de la novela, el narrador nos
sitúa en el escenario del mayor movimiento estudiantil de protesta en la China
comunista del siglo XX: las jornadas de la Plaza Tian’anmen, que se saldaron
con miles de muertos y cientos de heridos, detenidos y desaparecidos, una feroz
represión del gobierno de Beiging silenciada por la prensa oficial, pero
conocida en Occidente de manera parcial a través de periodistas europeos y de
otros observadores privilegiados, entre ellos el narrador de la historia.
Simultáneamente, irrumpen en escena los
estudiantes arequipeños manifestando su rechazo al régimen dictatorial de
Odría, en las calles de una ciudad siempre rebelde y contestataria. Pero solo
se trata de un guiño, un destello de la memoria de este profesor peruano que
recuerda sus años juveniles como protagonista de otra jornada memorable en su
ciudad natal.
Desde su departamento en el Hotel, como
llaman al centro de residencia de extranjeros en la capital china, se va
enterando del lento crecimiento de ese fermento de resistencia y furor juvenil
que exige cambios democráticos al régimen, combate a la corrupción y fin de la
anquilosada burocracia. Lo acompañan algunos ciudadanos chinos asignados a su
servicio, como la ayi y los fuyuanes, así como el joven Liang, He, la hermosa
Tin Tin, el maestro Li, el estudiante peruano Coco y otros extranjeros
involucrados de alguna manera en los sucesos de junio de 1989.
El trabajo del lenguaje es notable, hay
pasajes en que las descripciones del paisaje y de la naturaleza alcanzan cimas
estéticas de gran valor. Lo mismo pasa con los diálogos, insertos en la
narración y que fluyen espontáneamente por todas las arterias de una prosa
trabajada con rigor y extrema exquisitez. Se puede percibir un cierto influjo
de La casa de cartón, de Martín Adán,
poeta al que el novelista frecuentó regularmente y sobre todo leyó con fervor. Pinceladas
poéticas de gran factura, diseminadas a lo largo de la narración, están allí
para corroborarlo.
Los lugares emblemáticos de la gran
ciudad, como la Avenida de la Paz Celestial, la Ciudad Prohibida, la Columna a
los Héroes del Pueblo, el Salón de la Suprema Armonía y otros, sirven no solo
de telón de fondo de los tumultuosos acontecimientos, sino que se yerguen en sí
mismos en protagonistas mudos de los trágicos sucesos que terminaron en un
ominoso baño de sangre que tiñó para siempre la historia de ese país y también
la historia contemporánea.
El desfile de estudiantes por las avenidas
de la capital portando pancartas alusivas a su lucha, la movilización de los
ciudadanos solidarizándose con los jóvenes, el tráfico infernal para acceder a
la céntrica plaza, atestada de ciclistas, coches y manifestantes, la atmósfera
tensa que precede al ingreso de los tanques del ejército ordenada por el régimen
de Den Xiaoping, están pintados con vivo realismo, mientras el mundo se prepara
a presenciar la masacre impávido y lleno de estupor.
También
permean la novela los modos y costumbres de una civilización milenaria que el
personaje conoce de primera mano, la idiosincrasia y gastronomía especialísimas
de una cultura que ha alcanzado altas cotas de refinamiento. Formas y fondos de
un modo de ser, sustratos antiquísimos que perviven en el seno de una sociedad
oficialmente socialista, pero que no ha perdido esa filosofía profunda del alma
oriental, a despecho de quienes quisieran arrancarla de raíz para estar acordes
con su nuevo proyecto político.
Numerosos hechos aciagos jalonan la vida
de la China contemporánea, como la misma revolución maoísta de 1949 y la
denominada Revolución Cultural de 1966 a 1976; por lo que los sucesos de
Tian’anmen no son sino el triste colofón de una era signada por la violencia,
la confrontación y la muerte, hechos todos ellos que arrastraron hondos cambios
en la vida política y social del país más poblado del planeta.
El título está explicado en uno de los
pasajes de la novela: “Sí, eunucos inmortales, le afirmo, los burócratas, esos
especímenes que siempre se aferran al timón del barco que sea sin importarles
el rumbo que tomen. Esos que siempre flotan. Rojos, blancos, verdes o
amarillos, qué más da, la misma mierda”. Al ser una tradición de siglos, ni
siquiera el vuelco social e ideológico experimentado en la era de Mao ha podido
extirparlos, o mejor dicho han tenido que camuflarse para adaptarse a los
nuevos tiempos.
Sobre las ideas de patria y de socialismo,
el autor intercala dos sabrosos fragmentos que delatan su sentir: “Siempre me
ha parecido grotesco el sentimiento de añoranza por una patria de papel y más
aún cuando viene unido a comidas o a himnos y banderas… Y la verdad es que
nunca he experimentado el sentimiento de patria, ni dentro ni fuera del Perú,
con cebiche o sin pisco. En todo caso, mi patria sería el rostro de la gente
que amo o tal vez siempre he amado la patria que no existe, por eso es que
nunca he podido encontrar la clave de la felicidad”. Hay claros paralelos con
el homónimo poema de José Emilio Pacheco. Y en cuanto al socialismo: “¿Y por
qué sigo creyendo en el socialismo? Porque es la más hermosa de las utopías
creadas por el hombre y porque además es una necesidad biológica de la
sobrevivencia de la especie humana”. Plenamente de acuerdo, pues solo un ideal
así, asociado quizás al concepto del mito mariateguiano, puede alimentar esa
esperanza humana de un futuro superior.
Estupenda novela, llena de poesía y de
ternura, a pesar del luctuoso derrumbe de una utopía, o mejor dicho, del remedo
imperfecto de esa utopía. Ésta, siempre queda a salvo aguardándonos en un
porvenir que debe ser el de nuestros sueños.
Lima,
10 de julio de 2016.
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