Como parte de las
recientes vacaciones de medio año, se presentó un impensado destino turístico
que inmediatamente tomamos en cuenta y de la noche a la mañana se convirtió en
nuestro objetivo de viaje: la rumorosa y apacible ciudad de Ica, la tierra de
Abraham Valdelomar y de Raúl Porras Barrenechea. El trayecto lo hicimos en
autobús, que partió de Lima cerca de las tres de la tarde y llegó a eso de las
ocho de la noche.
Buena parte del camino está dominado por
los desiertos costeros, dunas y médanos ondulantes a la orilla del mar,
pueblitos diseminados entre el arenal, la neblina vespertina y el bramido de
los oleajes marinos. La pista, que se extiende como una cinta gris de cemento y
hormigón, es una línea vertical que se pierde en la perspectiva de la mirada,
con pequeñas y suaves curvas que apenas disimulan su trazado rectilíneo hacia
el sur.
La invitación, largamente guardada en el
cajón de la memoria, que nos hiciera alguna vez una pareja de buenos amigos, de
llegar a su casa en la ciudad para pasar una temporada, encontró su mejor
asidero esta vez que decidimos enrumbar hacia allá. Sonia y Carlos nos
acogieron con una hospitalidad inmerecida esa noche que llegamos y nos
instalamos en una cómoda habitación que nos brindaron en la segunda planta de
su espaciosa vivienda.
Ica es una ciudad acogedora, especialmente
el centro, cuyas callecitas estrechas y su plaza principal, trazadas a cordel,
conforman un núcleo de agitación humana constante a cualquier hora del día. En
las zonas periféricas prevalece más bien cierto desorden y grisura productos
del descuido y el abandono. Los pobladores se movilizan en taxis y mototaxis,
cuyas unidades rebosan por todas las calles y avenidas. El sol es permanente y
acompaña las actividades cotidianas del poblador, que repite aquella frase que
es como el santo y seña de su identidad: Ica, la ciudad del eterno sol.
En los escasos cuatro días que
permanecimos en la ciudad, pudimos conocer los lugares más característicos de
su atractivo turístico: la laguna de Huacachina, un oasis muy concurrido, con
posibilidades de pasear en bote por sus aguas o de arriesgarse en los carros
areneros por entre las dunas que la rodean; el centro ceremonial de las Brujas
de Cachiche, lugar donde confluyen la superstición popular y las creencias
ancestrales del lugareño; el árbol de las siete cabezas, caprichosa
conformación de la naturaleza que exhibe, entre las ramas de un viejo algarrobo
semienterrado, diversas figuras zoomorfas; el bosque de piedras, un paraje a
algunos kilómetros del centro, donde se puede observar graciosas imágenes de
animales en los bloques de piedra diseminados en el desierto.
También estuvimos en el centro
vitivinícola de la fábrica Tacama, una de las más representativas de la
industria de la región. Milagros, la simpática y amable guía, nos hizo conocer
las instalaciones de toda la planta, desde los extensos sembríos de la uva,
hasta las inmensas maquinarias para su procesamiento y conversión en vino o
pisco, pasando por la sede principal de la casa, que antaño fue un convento, y
la sala de expendio de bebidas y demás souvenirs,
donde fuimos convidados con diferentes versiones de sus productos emblemáticos.
Visitamos asimismo el Museo, que alberga
importantes colecciones del arte y la cultura de los Paracas y Nazcas, los
vistosos mantos y los sarcófagos de los primeros, así como las vasijas
cromáticas de los segundos; finalizando en el zoológico, el último día por la
tarde, casi con las sombras de la noche a cuestas, por lo que tuvo que ser una
visita fugaz y apresurada, quedando para una próxima vez un recorrido más
acucioso y detallado. Recalamos nuevamente en el centro, para despedirnos de la
ciudad que nos había acogido cálidamente en los pocos días que estuvimos;
sentados en una banca de la plaza, gozamos unos minutos del frescor del clima y
del espectáculo nocturno de una pequeña urbe costeña que se afana por
conquistar una posición expectante en el desarrollo de una región clave del
país.
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