A punto de iniciarse
una de las campañas políticas más intensas, desabridas e inquietantes de los
últimos tiempos -estando en la etapa oficial de las definiciones de las
candidaturas a través de unas elecciones internas que tienen más de meros
espectáculos de vodevil que de auténticos ejercicios democráticos de
participación ciudadana, sobre todo a juzgar por lo sucedido en un partido
tradicional y por lo que se avecina en las demás tiendas políticas, excepción
hecha de un frente de la izquierda-, es bueno traer a la memoria del futuro
elector algunos aspectos esenciales que puedan orientar mejor su elección.
Me preguntaba hace unos meses, ante el
panorama desolador de nuestra escena política, sobre quién podría encarnar una
alternativa decente en las elecciones presidenciales del próximo año, y la
respuesta no la encontraba por ninguna parte. Era sencillamente desconsoladora
la sola idea de pensar que uno de los figurones que encabezan, dizque las
encuestas de intención de voto, pudiera alzarse con el triunfo en las jornadas
de abril del 2016.
¿No hay mejores opciones que éstas?, ¿es
que no nos merecemos algo distinto?, ¿estamos condenados a sufrir gobiernos
desastrosos que nosotros mismos elegimos cada cinco años?, eran algunas de las
interrogantes que me acuciaban insistentemente, al contemplar cómo la hija de
un expresidente sentenciado por ladrón y asesino, un exministro al servicio
invariable de las grandes corporaciones, un exmandatario con serios cuestionamientos
sobre su conducta en materia de política antinarcóticos, otro con graves
acusaciones que aún se ventilan en la justicia, eran los nombres que sonaban
con más fuerza en la opinión pública para el recambio presidencial del próximo
año.
En medio de este gris pesimismo y casi sin
ningún atisbo de luz en el horizonte, se yergue de pronto la inmortal esperanza
en la forma de una promesa que vuelve a despertar los ánimos deshechos por años
y años de experiencias nefastas, sumido en decepciones y traiciones propinadas
por esta impresentable clase política. Aunque racionalmente no hubiera cupo
para la ilusión, una tendencia natural de lo humano nos lleva a veces a
rendirnos a esa fuerza desconocida gobernada por el instinto y la intuición.
Pues como decía el maestro Ernesto Sábato, si la angustia es la prueba
ontológica de la nada, la esperanza lo es del sentido de la vida; en este caso,
de nuestro futuro político.
Se ha dicho que, así como ha sucedido en
numerosos países latinoamericanos, ya es tiempo de que una mujer asuma la
conducción política del Perú, más allá de si este argumento pueda considerarse
sexista o no pase de la simple mención anecdótica, pues es verdad también que,
independientemente del género, quien gobierne un país debe hacerlo basado en
consideraciones programáticas e ideológicas que fundamenten su propuesta de
gobierno, y que reciban el respaldo de una ciudadanía informada y conocedora de
sus derechos.
Si en el Perú ha llegado el momento en que
una mujer sea elegida presidente de la República, ella tendría que ser, entre aquellas
que figuran como candidatas, no alguien que exhiba un dudoso pasado como parte
de un régimen que pisoteó los derechos humanos y convirtió nuestro país en un
chiquero moral, que avaló con su silencio convenido o su abierta complicidad,
todas las tropelías que se cometieron en contra de la frágil democracia que
empezaba a construirse, la heredera de una década ignominiosa de la historia
política reciente, aquella que por puro oportunismo electorero busca
desmarcarse de sus reales principios autoritarios, lavarse la cara con un
discurso insólito ante una universidad estadounidense, cuando vemos que tras su
aparente fachada de demócrata ejemplar, se esconden y cobijan viejos dinosaurios
de ideas trasnochadas y posturas anacrónicas. No podría serlo aquella que
encarna una forma de gobernar basada en la confrontación y la imposición, en el
desconocimiento de los errores cometidos en el régimen del que fue parte, y en
la defensa de los peores aspectos de esa década infame en que su padre, ahora
preso, transformó al Perú en una satrapía oriental, con los ingredientes más
sórdidos y truculentos de una novela negra.
Es verdad que no hay muchos motivos para
ser optimistas a estas alturas, pero no darle cabida aunque sea a una pizca de
esperanza, es abandonarse irremediablemente en brazos de la más oscura
desesperanza, antesala del nihilismo y la muerte. ¿Hay alguien que puede
devolvernos esa brizna de ilusión que logre salvarnos del caos en esta noche
profunda que vive nuestra democracia?
Lima,
3 de noviembre de 2015.
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