La imagen del cuerpo
inerte de un niño varado en las costas de una playa turca, nos interpela a lo
más hondo de la conciencia moral de una sociedad que a veces ha tenido la
pretensión, y la sigue teniendo, de calificarse a sí misma de civilizada. El fracaso
de las políticas migratorias en la Europa desarrollada no ha podido tener un
colofón más dramático que éste. Desnudada de manera descarnada la hipocresía de
los países ricos, cómplices en gran medida, por su silencio o su negligente
anuencia, de los conflictos desatados en el Medio Oriente, por la codicia y la
voracidad de las potencias que no conocen de solidaridad ni sentimiento
humanitario, y que han empujado a miles de ciudadanos de aquellos países a un
exilio forzoso, sorteando todo tipo de penalidades y arriesgando sus vidas
hasta la muerte con el sólo propósito de huir del infierno en que han
convertido sus países los mandones de siempre.
Este es el caso de la familia siria Kurdi,
los padres y sus dos hijos, quienes pretendían alcanzar la isla griega de Kós
desde Turquía a través de una embarcación precaria, como tantas otras que
transportan a diario a cientos y miles de hombres y mujeres desesperados por
escapar de la muerte. Y como suele suceder con cierta frecuencia, la pequeña
nave zozobró cobrándose las vidas de casi todos sus ocasionales tripulantes. De
los cuatro, sólo pudo salvarse el padre, mientras que la madre y sus dos hijos
eran devorados por el mar tempestuoso del Mediterráneo. Pero las aguas, por ese
capricho de la naturaleza que nunca podremos aprehender del todo, se encargaron
de entregar el cuerpecillo sin vida de Aylan, de apenas tres años,
depositándolo en la arena en una posición que fue captada por la cámara de una
fotógrafa, que luego estuvo en las
portadas de todos los más importantes diarios del mundo. La estremecedora
imagen mostraba al niño boca abajo, con la cabecita ladeada en actitud de quien
duerme, mientras las manitas se abrían hacia arriba en inocente pregunta al
cielo perplejo de este mundo.
¿Ha tenido que morir un niño en las condiciones
en que fue hallado el pequeño Aylan para que se remueva un poco esa costra de
mala conciencia que ha encallecido la escala de valores de las autoridades
europeas y de una necia minoría xenófoba en el Viejo Mundo? ¿Qué sentirán, si
aún les queda algún resto de sensibilidad, quienes le negaron el amparo y el
refugio a estos seres humanos en una situación límite? ¿Cómo irán a
racionalizar sus conductas ahora que todo está consumado con el sacrificio de
la más inocente de todas las víctimas? ¿De qué manera obrarán ahora para que
sus olvidos y reticencias no sean los dedos acusadores de su inhumana actitud
ante el hermano en extrema necesidad?
Mientras tanto, la derecha europea,
pintándose de cuerpo entero, se debate por quién rechaza más a los migrantes y
refugiados, como en Francia, donde el expresidente Sarkozy pretende disputarle
tan innoble honor, perdóneseme el involuntario oxímoron, al Frente Nacional,
esa canalla erigida en partido, a cuya cabeza se asoma el belfo fascista de
Marine Le Pen, heredera mal que le pese de esa sombra nefasta de la política
europea que es Jean Marie Le Pen. Por su parte, el gobierno conservador húngaro
del primer ministro Viktor Orban se apresta a disponer el envío de tropas del
ejército para el control de sus fronteras ante la avalancha de sirios, iraquíes
y afganos, entre otros, que buscan alcanzar las fronteras austríacas para
enrumbar a su destino final que es Alemania. Curiosamente, la canciller Ángela
Merkel ha exhibido una actitud de inusual condescendencia con los migrantes,
pero que no logrará borrar de nuestra memoria la conmoción devastadora que
hemos sentido ante la forma en que ha perecido Aylan. Según el Alto Comisionado
de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), ya hay 230,000 refugiados
en Grecia, proyectándose a más de 300,000 para fin de año. Sin duda que se
trata de la mayor tragedia humanitaria de nuestra era.
Aylan Kurdi es el símbolo de una época
marcada por el más negro individualismo, propio de las sociedades que viven
sometidas al demonio del consumo y del lucro. Él ha puesto el rostro y el
nombre de tantos otros niños que han muerto y seguirán muriendo en este éxodo
espantoso por alcanzar la salvación lejos de las guerras que arden en aquellos
territorios donde la pobreza y la muerte han sentado sus reales. Para él pueden
haber sido destinados estos versos del gran Miguel Hernández, poeta que sabía
de dolores como el que más: “Ausente, ausente, ausente como la golondrina, /
ave estival que esquiva vivir al pie del hielo: / golondrina que a poco de
abrir la pluma fina, / naufraga en las tijeras enemigas del vuelo.” O estos otros
que pueden sonar a lúgubre epitafio: “Pero es una tristeza para siempre, /
porque apenas nacida fue a enterrarse.” Aylan, no sé si podrás perdonar la
miseria de este mundo, su denodada estupidez y su incalculable indigencia.
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