A poco tiempo de
iniciado su pontificado, el papa Francisco ha dado a conocer un documento
verdaderamente esencial para el mundo contemporáneo. Se trata de su primera
encíclica, propiamente hablando, cuyo título ha sido tomado de una oración muy
conocida del santo católico Francisco de Asís, bajo cuya advocación Jorge Mario
Bergoglio tomó precisamente el nombre al ser elegido Obispo de Roma.
Con el Laudato
si (Alabado seas), Francisco se pone a tono con los tiempos al abordar el
tema que es, sin duda, el más crucial para la humanidad, es decir, el referido
al problema del cambio climático y la amenaza que se cierne sobre el planeta
–la casa de todos– debido a la desaforada actividad industrial de un mundo que
parece tener como único norte el crecimiento económico a costa de lo que sea, y
cuyas secuelas más nefastas son el consumo ilimitado e irresponsable de los
recursos naturales, la deforestación de bosques y selvas, la contaminación
exacerbada, el deterioro gradual de la calidad de vida a nivel global, entre otros.
Teniendo como antecedentes notables
encíclicas de otros papas, escritos del patriarca Bartolomé y del mismo
Francisco de Asís, el papa esboza una serie de temas que profundiza en cada una
de las partes de su valioso aporte. Por ejemplo, la relación entre los pobres y
la fragilidad del planeta; la convicción de que en el mundo todo está
conectado; la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de
la tecnología; la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el
progreso; el valor propio de cada criatura; el sentido humano de la ecología;
la necesidad de debates sinceros y honestos sobre el problema; la grave
responsabilidad de la política internacional y local; la cultura del descarte y
la propuesta de un nuevo estilo de vida.
Reconociendo la primerísima
responsabilidad que le cabe al ser humano en la problemática planteada, a
contrapelo de lo que un grupo de necios enquistados en los centros de poder en
el planeta pretenden negar, se pronuncia muy enfáticamente contra esa tendencia
creciente en las sociedades de occidente a privatizar el agua, asunto sobre el
que lanza una clarinada de alerta, pues es fuente de grandes inequidades en la
actualidad. Dice Francisco: “En algunos lugares avanza la tendencia a privatizar
este recurso escaso, convertido en mercancía que se regula por las leyes del
mercado”.
Sobre el viejo mito del desarrollo y el
crecimiento enarbolado por las sociedades industriales, es clarísimo cuando
advierte que “el crecimiento en los últimos dos siglos no ha significado en
todos sus aspectos un verdadero progreso integral y una mejora de la calidad de
vida”. Es lo que sucede, verbi gratia,
con internet y las relaciones artificiales, pues “no debería llamar la atención
que, junto con la abrumadora oferta de estos productos, se desarrolle una
profunda y melancólica insatisfacción en las relaciones interpersonales, o un
dañino aislamiento”.
Francisco llama a “escuchar tanto el
clamor de la tierra como el clamor de los pobres”, a la vez que denuncia “la
actividad contaminante de empresas que hacen en los países menos desarrollados
lo que no pueden hacer en los países que les aportan capital”. Ya sabemos a quiénes
van dirigidas estas palabras, sobre todo en el caso del Perú, que ha enfrentado
en los últimos años una serie de conflictos sociales precisamente por la
pretensión impositiva de los poderosos que creen que el dinero lo puede todo.
Ante el problema de la pobreza en el mundo, es categórico al afirmar que “no
hay espacio para la globalización de la indiferencia”, pues “la degradación
ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas”.
Una nueva noción del pecado, más concreto
y menos etéreo o abstracto, es el que propone Francisco al señalar que “hoy el
pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en las guerras, las
diversas formas de violencia y maltrato, el abandono de los más frágiles, los
ataques a la naturaleza”. Evidentemente, la naturaleza no puede ser vista
únicamente como un objeto de provecho e interés material, cuando “todo el
universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño
hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios”.
Diría que también es una visión poética del universo, una mirada estética no
contaminada por el ojo del lucro y la codicia capitalistas.
Combate tenazmente lo que él denomina el
“paradigma tecnocrático dominante”, aquel orientado sólo al desarrollo de la
tecnología por el simple hecho de serlo, sin tener en cuenta que “el avance de
la ciencia y de la técnica no equivale al avance de la humanidad y de la
historia”, aspectos que están más allá de la mezquina consideración pragmática
y utilitarista de la existencia. Es una crítica igualmente al antropocentrismo,
en su versión dominante y excluyente.
Para el pontífice, como para todo aquel
que piense con sentido lógico, “no hay dos crisis separadas, una ambiental y
una social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental”. “La imposición de
un estilo hegemónico de vida ligado a un modo de producción puede ser tan
dañina como la alteración de los ecosistemas”, es una comprobación tan evidente
como que la necesidad extrema se erige en uno de los factores de la irrupción
de conductas inhumanas que derivan en actos de violencia que son manipulados
por organizaciones criminales.
Sus preocupaciones abundan a lo largo de
todo el texto, como la calidad de vida, el problema del transporte, el bien
común, la dignidad humana y, siguiendo con la buena estela de la teología de la
liberación que impulsara nuestro queridísimo Gustavo Gutiérrez, la opción
preferencial por los más pobres. Nada escapa a la mirada de Francisco de
aquellos aspectos que están en el entorno del tema central, como el referente a
la consulta previa en las zonas donde se busca ejecutar actividades
extractivas, así como el rescate de los bancos por parte del sistema, mientras
que algo tan decisivo y fundamental para la humanidad, como el cuidado del
medio ambiente, jamás está en la mentalidad capitalista carcomida hasta el
tuétano por la rapacidad consumista. Lo dice muy bien el autor: “El consumismo
obsesivo es el reflejo subjetivo del paradigma tecnoeconómico”; y que “el mundo
del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo del maltrato de la vida en
todas sus formas”.
El gran objetivo de su prédica se puede
sintetizar en tres puntos: i) Cambiar los estilos de vida para ejercer presión
sobre el poder político, económico y social; ii) superar el individualismo,
como un desafío educativo; iii) salir del pragmatismo utilitarista. Su visión
franciscana de la existencia calza perfectamente con un pensamiento que
redondea casi al final del documento: “La felicidad requiere saber limitar
algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las
múltiples posibilidades que ofrece la vida”.
El gran llamado del papa Francisco, pues,
se yergue como un clamor en medio de este voraz mundo abocado a una demencial
búsqueda de sus prerrogativas materiales y sus privilegios egoístas, ignorando insensatamente
que pretender seguir explotando y exprimiendo la tierra al ritmo vertiginoso
que mandan los poderosos y los déspotas, sólo puede acarrear el holocausto, la
extinción de la vida en este pobre planeta perdido en un confín de los mundos
estelares. Por eso ha subtitulado a su mensaje Sobre el cuidado de la Casa Común, pues de eso precisamente se
trata, el planeta que habitamos está en peligro y nos corresponde a nosotros,
hombres dotados de razón y sentimiento, el velar por su preservación y su
existencia, que también es la nuestra.
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