domingo, 14 de febrero de 2021

Flor de sangre

 

    Pienso que nadie puede estar en desacuerdo con que el tema más universal, no sólo de la literatura sino de la existencia misma del ser humano, es el amor, ese fenómeno poliédrico que ha constituido y sigue constituyendo una de las vivencias centrales del ser humano, sobre todo en aquello que hemos convenido en llamar la civilización occidental. También la filosofía se ocupó muchísimo de sondear su naturaleza, entregándonos bellísimas obras desde la época de los griegos hasta la actualidad. Estoy pensando, por ejemplo, en El Banquete de Platón y El arte de amar de Erich Fromm, sólo por mencionar dos ejemplares que a su modo abren y cierran el arco temporal de dichas meditaciones. Sin embargo, la intención de la presente recensión es expurgar el libro que es, tal vez, el más precioso, tanto desde el punto de vista estilístico como del estrictamente conceptual, que se ha escrito en los últimos cincuenta años sobre él: La llama doble (1993), del poeta y ensayista mexicano, Premio Nobel de Literatura 1990, Octavio Paz.

    El volumen constituye “una exploración del sentimiento amoroso” –según palabras del autor –en sus tres dimensiones: el sexo, el erotismo y el amor. La imagen subyugante que nos propone  el poeta es que sobre el fuego primordial de la sexualidad humana se levanta la llama roja del erotismo, y ésta a su vez sostiene la llama azul del amor, la llama doble de la vivencia amorosa. Dividido en nueve apartados, como los círculos del paraíso dantescos, el libro va desgranando diversas facetas del amor, hurgando en sus elementos míticos, antropológicos, psicológicos, filosóficos, biológicos, sociológicos e históricos. Debo subrayar que su lectura es intensamente placentera, para estar a tono con el asunto que la convoca.

    En la primera parte, que titula «Los reinos de Pan», Paz establece una correspondencia de reinos al sostener que el erotismo es una poética corporal así como la poesía es una erótica verbal, conectados a través del puente mágico de la imaginación. Eros y poiesis en comunión de analogías, una conjunción que lo lleva a afirmar a su vez que “el erotismo es una metáfora de la sexualidad animal”, es decir, que la poesía es al lenguaje lo que el erotismo es a la sexualidad. Hay un elemento lúdico, sin duda, en esta visión, pues es propio del hombre (y de la mujer también, por supuesto) convertir el simple acto de la reproducción en un ritual, a veces ajeno a su intención natural y por ello mismo distanciado de su condición estrictamente animal, pues “la poesía pone entre paréntesis a la comunicación como el erotismo a la reproducción”. Yo creo que aquí está la raíz de la satanización que la religión ha realizado de las variantes sexuales que, como la homosexualidad o el lesbianismo, no buscan o no tienen como fin la reproducción, y que por eso son llamadas perversiones, pues como dice el diccionario en la segunda acepción del verbo pervertir, es “perturbar el orden o estado de la cosas”. La pregunta que nos salta a la mente es ¿qué cosas? Está claro que es el orden heterosexual imperante.

    La relación entre religión y erotismo, el péndulo constante entre abstinencia y licencia, entre castidad y desenfreno, es uno de los pasajes más interesantes del libro. Octavio Paz, gran conocedor de las culturas del Oriente, sobre todo de la india, por los años que estuvo en Delhi como embajador de su país, nos sumerge en el conocimiento del tantrismo, una de las ramas del hinduismo donde la copulación es un ritual, algo parecido a lo que también existe en el taoísmo y en los gnósticos del mediterráneo. Por contraposición, nos presenta el desprecio del cuerpo en el cristianismo, influjo notorio del neoplatonismo, camino seguro que nos lleva a Platón, el filósofo de las esencias o las ideas puras, incontaminadas, de donde surgiría aquella frase tan repetida en la tradición occidental: el amor platónico. Dos imágenes antitéticas quedan suspendidas ante nuestros ojos: el asceta y el libertino.

    En el apartado dedicado a «Eros y Psique», el mito griego fecundo en significaciones y referencias poéticas, el autor concluye en que mientras el sentimiento amoroso es universal, la idea del amor adoptado por una sociedad y una época, no. Incursiona luego en aquella época señalada por los historiadores como la que vio surgir el amor en Occidente, denominado “amor cortés” por su origen cortesano, en los ambientes palaciegos de la aristocracia francesa del siglo XII. Al decir amor cortés estamos convocando una serie de nociones: una cortesía es una ética, que es una estética y una etiqueta. Si las ideologías del amor en Oriente estuvieron ligadas a la religión, en Occidente estuvieron al margen, o frente, a la religión oficial. Nos recuerda a Platón como el primer filósofo del amor, pensamiento que se fundamenta en la idea del alma. En ese sentido, el mito del andrógino, el ser partido en dos mitades que se buscan, y que es atribuido a Aristófanes en el Banquete, es el germen de una teoría bastante extendida en Occidente. Paz es de la idea, sin embargo, que ese conjunto de siete discursos versan sobre el erotismo, no sobre el amor.

    Para la «Prehistoria del amor» se remonta a Safo, la legendaria poeta de la isla de Lesbos, lo mismo que a “La hechicera” de Teócrito, “el primer gran poema de amor” según el autor. Un deslinde importante realiza al sostener que fueron Alejandría y Roma el escenario del cambio donde la mujer cobra protagonismo, situación que no podría haberse dado en la misógina Atenas. Se detiene luego en Catulo, cuyos poemas expresan la vivencia desdichada del amor, la contradicción del sentimiento amoroso y el odio en la misma conciencia. Deduce tres elementos del amor moderno: la libertad o elección; el desafío o transgresión y los celos. Con respecto a estos últimos, afirma el autor que Catulo “fue el primero que advirtió la naturaleza imaginaria de los celos y su poderosa realidad psicológica”. Inquietante, pues si, como todos sabemos, el celoso ve siempre más allá de la realidad, no es menos cierto que esa visión imaginaria constituye una dolorosa realidad en el corazón del amante. Revisa enseguida la época de Augusto en la Roma clásica, con las figuras protagónicas de Virgilio, Horacio y Ovidio; un pespunte a la modernidad de Propercio a través de su heroína Cintia de la elegía séptima del cuarto libro; y una mirada a los íncubos y los súcubos, “el demonio del mediodía” de la imaginería cristiana. Se detiene también en Quevedo para hacer un sucinto análisis del famoso soneto “Amor constante más allá de la muerte”, símbolo de la inmortalidad de un sentimiento humano, demasiado humano, que para Platón era un delirio y para Epicuro “una amenaza contra la serenidad del alma”. Los signos del amor: servidumbre y libertad, enlazados en una ecuación que refleja su indecible complejidad.

    En «La dama y la santa» vuelve de lleno sobre el surgimiento del amor cortés en el siglo XII en la Provenza francesa (especialmente sobre sus rituales, como el assai o prueba de amor), “una doctrina del amor, un conjunto de ideas, prácticas y conductas encarnadas en una colectividad y compartidas por ella”. Diferencia claramente el significado y la vivencia del amor en la corte y en la villa, terreno el primero de la nobleza; el segundo, del pueblo. Su conclusión es categórica: “Los poetas inventaron el amor cortés”, el fin’amors, el amor purificado, refinado, surgido en los señoríos feudales. Se produce el primer trastocamiento: influidos por la España musulmana, los poetas provenzales se declaran vasallos de sus damas, subvirtiendo el orden jerárquico vertical feudal, en afinidad con la concepción árabe y persa. Continúa con la herejía cátara y el dualismo, quienes se oponían al matrimonio, pues perpetuaba a la especie, obra de Satán. Traza una correlación entre Dante y el amor cortés, y entre Petrarca y el amor moderno.

    La permanencia en la literatura de Occidente, después de ocho siglos, de la esencia del amor cortés: atracción fatal y libre elección, es el tema del apartado «Un sistema solar». A partir de un silogismo imbatible: “No hay amor sin erotismo como no hay erotismo sin sexualidad. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es impensable e imposible”, el ensayista reconstruye la tríada axial de la experiencia humana. Igualmente resulta crucial la distinción conceptual que establece de algunas ideas que se suelen confundir con cierta facilidad. Al respecto, afirma: “El amor filial, el fraternal, el paternal y el maternal no son amor: son piedad, en el sentido más antiguo y religioso de esta palabra. Piedad viene de pietas. Es el nombre de una virtud, nos dice el Diccionario de autoridades, que mueve e incita a reverenciar, acatar, servir, honrar a Dios, a nuestros padres y a la patria”. Es interesante este deslinde, pues la imagen del amor está formado por cinco elementos constitutivos: 1) exclusividad; 2) libertad; 3) obstáculo y transgresión; 4) dominio y sumisión y 5) el cuerpo y el alma. El misterio del amor lo ha expresado Octavio Paz con esta poderosa imagen poética: “por el puente del mutuo deseo el objeto se transforma en sujeto deseante y el sujeto en objeto deseado. Se representa al amor en forma de un nudo; hay que añadir que ese nudo está hecho de dos libertades enlazadas”. La dicotomía paradójica manifestada en la “atracción involuntaria hacia una persona y voluntaria aceptación de esa atracción”. Pero también como una respuesta al sentido de la vida, porque “el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte”.

    En «El lucero del alba» regresa a la importancia del amor para la civilización mundial; repasa por el surrealismo de Bretón y su idea del amor, que viene de los poetas provenzales, pasando por Dante, hasta los románticos. Una curiosa mención a Hegel, quien concibe al amor como superación de la gran escisión del ser humano, la superación dialéctica de esa flagrante contradicción que define a la criatura humana. Una realidad que se presenta en lo que Bretón llamaba el azar objetivo, “una forma de la necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano”. Todo para desembocar otra vez en el misterio fundamental del amor: ¿casualidad o destino?, conjunción entre destino y libertad.

    En el siguiente parágrafo, «La plaza y la alcoba», pasa revista al lugar que ocupa el amor en el mundo actual, con la presencia de la pornografía, la prostitución y la degradación de la vida erótica por el señuelo del comercio y la publicidad, pues “los poderes del dinero y la moral del lucro han hecho de la libertad de amar una servidumbre”. Es decir, expresiones de algo mayor, el mal que aqueja a toda una civilización, independientemente del signo ideológico que posea, la eterna relación entre la materia y el espíritu derivada en “el ocaso de la idea del alma”.   

    Las preguntas sobre el comienzo del mundo, sobre el caos, la creación y la nada hacen su aparición en el penúltimo apartado titulado «Rodeos hacia una conclusión». La filosofía y la ciencia acuden para tratar de entender no sólo el fenómeno amoroso, sino el mismo origen del todo, la raíz última que explica, o que intenta explicar, este singular universo. Para ello, se detiene en los aportes de dos científicos del siglo XX. Uno de ellos es Francis Crick y su teoría de la panespermia dirigida; el otro es Mervin Minsky y su estudio de las inteligencias artificiales. El común denominador de ambos nos remite a la antigua discusión sobre el cuerpo y el alma en la filosofía, retomado por los científicos y utilizado por Octavio Paz para dilucidar el objeto central de su libro: “el amor y su lugar en el horizonte de la historia contemporánea”. Ese lugar, que es el mismo que el del hombre, acechado por el doble peligro de las sociedades modernas: la comercialización del arte y la cultura, y la mecanización del ser humano. Amenazas dirigidas al fundamento de nuestras sociedades: la idea de persona humana, fuente a su vez de “una de las grandes invenciones humanas: el amor”.

    Para finalizar, realiza una revisión de las ideas centrales de su ensayo, para concluir en que “la poesía, la fiesta y el amor son formas de comunicación concreta, es decir, de comunión”. Nos recuerda la naturaleza doble del amor: ventura y desdicha, presentes en Abelardo y Eloísa; también que está hecho de tiempo y que muda con él, como en la historia de Filemón y Baucis del libro VIII de Las metamorfosis de Ovidio. Para abundar, cita las parejas emblemáticas de la historia de la literatura: Tristán e Isolda; Dafnis y Cloe; Eros y Psique; Calixto y Melibea; Romeo y Julieta; y, la principal de todas, Adán y Eva. En una de ellas encarna nuestra historia particular e intransferible.

    La llama doble es un libro singular en el conjunto de una vasta y diversa obra que abarcó esencialmente dos géneros: la poesía y el ensayo. Y aunque el tema no era nuevo para Octavio Paz, pues el amor y el erotismo están regados en muchos de sus textos poéticos y ensayísticos, es la primera vez que nos entrega un estudio orgánico y sistemático, con un despliegue de erudición y de cultura pocas veces vistos. Este ejercicio soberbio y luminoso para desentrañar la naturaleza inasible de un fenómeno central en la existencia humana, es algo que debemos agradecer, pues lo leemos con un frenesí y un ímpetu incomparables.

    No se ha dicho la palabra definitiva sobre el amor, ni se dirá, pero su historia apasionante seguirá cautivando a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos, quienes gozarán y sufrirán de sus delicias y de sus zarpazos como la experiencia más fascinante y extática que mortal alguno haya vivido.

                

Lima, 13 de febrero de 2021.



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