Hace cien años hizo su aparición un libro
de cuentos que inauguraba simbólicamente una nueva mirada sobre el mundo
indígena, una mirada cruda y descarnada, tal vez extrema en sus descripciones y
retratos, escrita por un juez norteño que daba de esta manera sus primeros
pasos como escritor. Cuentos andinos
(1920), de Enrique López Albújar, ha sido considerada por ello la obra que
inaugura el indigenismo, aquel movimiento que irrumpió en la cultura peruana en
la segunda década del siglo XX con una novedosa ideología que buscaba
reivindicar la presencia, el significado y la valoración de un importante
sector de la población que era la directa heredera de ese pasado mítico representada
por una civilización extraordinaria que floreció en América: los Incas. Descendiente
de las culturas precolombinas, que fueron arrasadas por la conquista española,
la raza indígena sobrevivió durante la colonia y la república de forma ancilar,
refugiada en las alturas de los Andes y sometida a la explotación y la
degradación por el conquistador y sus lacayos.
De esa levadura espiritual, obedeciendo al
llamado, a un tiempo clamor y reclamo, de la historia y sus vaivenes, surge en
la literatura una fuerte corriente que vuelve los ojos a los trabajos y los
días de esos hombres y mujeres que durante tanto tiempo vivieron en la sombra
del tiempo, seres afantasmados por la cultura oficial, despojados de su
condición de personas, privados de derechos y tratados como animales. Ese
impulso también se manifestaría en otras artes, como la pintura y la música,
pero es en las letras donde adquiere un relieve especial. En ese fermento es
que nacen los Cuentos andinos que
ahora pretendo reseñar.
El primer cuento, “Los tres jircas”, recoge
una hermosa leyenda sobre el origen de tres cerros en Huánuco, como son el
Marabamba, el Rondos y el Paucarbamba, que fueron en realidad tres gigantes que
pretendían a Cori Huayta, una bella doncella hija del curaca de los pillcos: Pillco-Rumi. En efecto, Maray,
Runtus y Páucar solicitan la mano de la joven, mas Pachacámac los convierte en
montañas impidiéndoles ingresar al pueblo poniendo de por medio a los ríos
Huallaga e Higueras.
“La soberbia del piojo” es un gracioso
cuento donde, a partir de una anécdota, elabora don Melchor su peregrina teoría
acerca de las ventajas, o supuesta superioridad moral, del insecto con respecto
a otros como la pulga, el chinche y el pique. Su estrambótica elaboración
conceptual posee algún asidero en la realidad, mas en el fondo constituye una
boutade del excéntrico personaje en un medio provinciano atado a las
convenciones impermeables de la tradición.
“El campeón de la muerte” tiene la
estructura de un western, un western andino, donde un hombre sufre el
rapto de su hija a manos de un indio feroz llamado Hilario Crispín. Al mes de
esta desaparición, Liberato Tucto recibe la visita del ladrón, quien le hace
entrega de los restos de la chica en un costalillo. Liberato decide entonces
cobrar venganza del asesinato de su hija contratando para ello a Juan Jorge, el
mejor tirador del pueblo, verdadera tierra de illapacos. Un día aguardan al homicida en las cercanías de unas
grietas y de diez tiros certeros, según la cláusula del contrato, Juan Jorge
acaba con la vida del malhechor.
En “Ushanam Jampi”, remedio último en
quechua, los yayas –ancianos
encargados de administrar justicia– deciden expulsar del pueblo de Chupán a
Conce Maille, un indio recio acusado por tercera vez de robar una vaca, esta
vez a José Ponciano. El mandato es que el condenado no debe regresar al pueblo.
Pero Maille vuelve después de un tiempo para ver a su madre, hecho que es visto
por los lugareños como un desafío y al instante llegan en masa a la casa de la
vieja Nastasia, para ejecutar la pena que corresponde a quien transgrede las
leyes no escritas de la comunidad. El final es brutal para Conce Maille, cuyos
restos quedas desperdigados entre su casa, de donde es arrastrado por la turba,
y una quebrada a orillas del río Chillán.
“El hombre de la bandera” está ambientado
en el año 1883, durante los años finales de la ocupación chilena. Aparicio
Pomares, un indio de Chupán, decide enfrentar al invasor convocando a las
comunidades de Obas, Pachas y Chavinillo. Enarbolando una bandera roja y
blanca, los millares de indios armados de hondas, escopetas, hachas, cuchillos
y garrotes logran expulsar a los mistis
extranjeros de la ciudad de Huánuco, cayendo herido en la contienda Pomares y
falleciendo de una gangrena en el muslo derecho.
“El licenciado Aponte” relata la corta vida
del hijo de Conce Maille, Juan, que sirve en el ejército y egresa como
licenciado. De regreso a Chupán la gente lo mira mal por ser hijo del famoso
cuatrero, entonces decide marcharse a un pueblo vecino pero cambiándose de
nombre. Se pone Juan Aponte y consigue trabajo en la cantina de un fundo como
vendedor de aguardiente. Sin embargo, pronto el negocio deriva en el
contrabando de la bebida y, una tarde aciaga, sorprendido por una tempestad,
que él atribuye a la cólera de la jirca,
evidenciada por lo demás en la hoja de coca amarga que chaccha, es abatido por los efectivos del orden que persiguen a los
traficantes.
“El caso de Julio Zimens” es la historia de
un gringo de orígenes germánicos que llegó a la zona movido por su curiosidad
científica e interés por el imperio incaico. Desdeñoso y soberbio, solitario,
se casó con una nativa de la montaña, de nombre Martina Pinquiray, con el fin
de poner en práctica sus ideas de teoría étnica sobre el cruzamiento de dos
razas viejas y superiores. Tienen seis hijos, pero los resultados no fueron los
esperados. A esto se sumó la desgracia terrible de la enfermedad que terminaría
deformándole el rostro apolíneo. Su vida miserable concluye cuando decide
suicidarse arrojándose al río Huallaga.
“Cachorro de tigre” cuenta la llegada del
hijo de Adeodato Magariño –una especie del Rey del Monte andino– a la
servidumbre del juez que es el narrador. El vástago del más famoso bandolero,
bautizado por su amo como Ishaco, ya
mayor y liberado de sus obligaciones domésticas, como obedeciendo a un mandato
atávico, incursiona en las mismas andanzas de su padre, vengándose de Felipe
Valerio, el autor de la muerte de aquél. El final es truculento, cuando el juez
reconoce a su antiguo servidor en el capturado asesino, quien entre su huallqui lleva algo que empieza a heder
espantosamente, y que no es otra cosa que el par de ojos de su enemigo, su
“carnecita”, como dice el homicida, pues es creencia del mundo andino que los
ojos del muerto pueden ser los acusadores de su verdugo.
Por último, “La mula de taita Romero” es
una sátira contra la iglesia, donde el cura Ramón Ortiz, su sacristán el viejo
Cuspinique y su ama de llaves doña Santosa son protagonistas y culpables de la
rivalidad entre los pueblos de Chupán y de Obas, con un final desternillante.
Magnífica la pluma del autor chiclayano,
que logra presentarnos una visión del ande que la crítica señaló como naturalista,
pues exageraba algunos rasgos del hombre indígena, o en todo caso diría es una
visión parcial, porque es la mirada del hombre costeño la que prevalece en los
textos, la perspectiva del hombre formado en la cultura occidental, que posee
un preconcepto de la idiosincrasia de ese mundo complejo y desconocido que
sigue siendo el ande, realidad que sólo la obra de José María Arguedas pudo
desentrañar en sus múltiples dimensiones.
Lima,
4 de febrero de 2021.
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